Capítulo 11

En un principio visualizo una espalda ancha y tonificada, cubierta por una camisa de color blanca. Por su proximidad a su piel capto que está húmeda, además, sus pantalones, negros como el carbón, parecen más oscuros. De sus tobilleras brotan varias gotas de agua, las cuales caen al suelo e inundan una parte de él.

Al mismo tiempo que se gira, escondo el báter de madera en la espalda, con tal de ocultarlo a su persona. Cuando vuelvo a enfrentarme a él, me encuentro con sus ojos verdes penetrantes, que se clavan en los míos con dureza. Sus labios están apretados y dan la impresión de querer decir algo.

Su pelo, alborotado y color carbón, yace húmedo a consecuencia de la lluvia.

—Hola.

Entreabro la boca con tal de responderle pero de ella solo escapa un suspiro.

—Perdona por la hora—baja la mirada a sus manos, parece estar arrepentido por su comportamiento. Yo, en cambio, no lo veo así—. No quería despertarte.

—No me has despertado—me apresuro a decir. En sus ojos aparece un brillo inusual—. Estaba viendo la televisión.

—La televisión.

—Sí. Estaba viendo un documental sobre el medio ambiente.

Cállate. No creo que le importe lo más mínimo los documentales sobre el estado del planeta tierra. Y dudo mucho que le interese saber las medidas que hay que tomar para mejorar la situación si no queremos que el planeta se vaya a pique. No. Él es un hombre de negocios y dudo que entienda sobre la situación en la que se encuentran el planeta Tierra.

—Es importante cuidar el medio ambiente—hace una pausa—. No te haces una idea de la cantidad de humo que expulsamos diariamente a la atmósfera. Eso, sin tener en cuenta otras formas de contaminación, como el hecho de tirar bolsas de plásticos a los mares, las cuales causan la muerte de cientos de seres marinos.

Parece que conoce bien el tema. Caray, cualquiera lo diría viniendo de un empresario que es probablemente, uno de los hombres más ricos del país.

—El otro día, en el restaurante, olvidaste esto—alza ambas manos y me tiende una libreta de notas roja, la cual comparada con sus manos parece una miseria—. Pensé que quizá la necesitarías para saber cuál es el siguiente paso que has de dar.

—Es muy amable por tu parte habérmela traído con la que está cayendo.

—Ha sido un placer—mantiene la cabeza agachada durante unos segundos. Luego, vuelve a elevar la vista—. Va siendo hora de irse.

Álvaro me dedica media sonrisa y después se da media vuelta y comienza a caminar en dirección al ascensor al mismo tiempo que me entretengo en contemplar la libreta que tengo entre las manos. Sin saber muy bien por qué, salgo al pasillo de la segunda planta y le encuentro a punto de entrar en el ascensor.

—Me preguntaba si te apetecería tomar un té.

Álvaro vuelve a emprender una marcha en dirección a la puerta y permanece inmóvil una vez ha llegado a ella, con la mirada fija en mi persona.

—Me encantaría.

Me coloca a un lado de la puerta y le cedo el paso. Mientras él camina hacia el interior, yo me limito a cerrar la puerta y a depositar el báter de nuevo en el paragüero. Luego, salgo en su búsqueda y lo hallo en el salón, observando mi jersey amarillo chillón con dibujos de margaritas que descansa en el respaldo de una de las sillas.

—Creo que es el jersey más extraño que he visto nunca.

—Es mi jersey de la suerte.

—¿Tienes un jersey de la suerte?

—Sí—paso por su lado para dirigirme a la cocina—y hasta ahora me ha ido bien.

Una vez me adentro bajo el marco de la puerta de la cocina, pierdo de vista a Álvaro, quien probablemente siga realizando una detallada observación del salón. Incluso puede que esté comparando el cuchitril que tengo por casa con su mansión. Podría haber sido mucho peor, si tenemos en cuenta que cabía la posibilidad de que hubiese estado viviendo bajo un puente.

Saco del microondas dos tazas llenas de agua y les introduzco una bolsita de té. Mientras las bolsas llevan a cabo su cometido, me esmero en colocar ambas tazas en unos pequeños platos.

—Creo que voy a necesitar un jersey de margaritas—añade Álvaro en cuanto me adentro de nuevo en el salón con ambas tazas. Las deposito en la mesa de madera y le invito a sentarse en una de las sillas vacías.

—Puede que queme un poco—le aviso.

Asiente un par de veces.

Fijo mi mirar en la taza de té que yace entre mis manos con tal de evitar su penetrante mirada, esa que me pone nerviosa e impide que piense con claridad.

—Hay algo que me ronda por la cabeza—comienzo a decir. Álvaro deja su taza de té sobre el plato y entrelaza ambas manos, depositándolas sobre la mesa—¿Cómo has sabido dónde vivo?

Se encoge de hombros durante una milésima de segundo.

—Tengo mis contactos.

—Nada se le resiste al mayor empresario de la ciudad.

Esboza una amplia sonrisa tras oírme decir eso.

Ahora que lo pienso, no le ofrecido ni una toalla ni nada por el sentido para que que seque la ropa húmeda. ¿Cómo he podido ser tan desconsiderada? Aunque, no me extraña que lo haya olvidado, sus ojos verdes me hacen perder el hilo de mis propios pensamientos.

—Qué cabeza tengo, no te he ofrecido una toalla o algo por el estilo...

—No te preocupes.

Me pongo en pie y salgo disparada en dirección al dormitorio de mi hermana. Allí, abro uno de los roperos y busco desesperadamente algo que llevarle a Álvaro. Al quedarse de vez en cuando Marcos a dormir en casa, se trae algo de ropa y luego la deja ahí para otra ocasión. Cojo una camisa de cuadros blancos y negros y un pantalón vaquero grisáceo. Para los pies tomo prestadas unas vans negras, cuyo número es el 44.

—He pensado que podría venirte bien.

Le tiendo la ropa que tengo entre las manos y le indico que se cambie en el dormitorio. Al percatarme de la expresión de desconcierto de Álvaro, decido explicarle de dónde viene esa ropa y por qué esta aquí.

—Son de Marcos, el novio de mi hermana.

—Gracias a Dios, por un momento pensé que ibas a darme un jersey de arco iris o algo por el estilo.

Álvaro camina en dirección a mi dormitorio, entra en él y deja la puerta encajada. Mientras él se cambia de ropa, me dirijo al cuarto de mi hermana, el cual está justo enfrente del mío. Una vez allí, saco el teléfono móvil del bolsillo de mis pantalones y le escribo un mensaje a Andrés: "Álvaro está en mi casa ahora mismo ", a lo que me responde: ¿Por qué está el mismísimo Álvaro Márquez en tu casa a las doce de la noche?

Elevo la vista de la pantalla con tal de pensar una buena respuesta. Al hacerlo, me percato de que la puerta del dormitorio no está lo suficientemente encajada y, a través del hueco entre el marco y la puerta se puede contemplar la figura de Álvaro, de espaldas, con el torso descubierto, exhibiendo su tonificado cuerpo, mientras que sus piernas están cubiertas por unos vaqueros grisáceos. Permanezco inmóvil observando con todo lujo de detalles como se coloca la camisa y por cada botón que se abrocha, va ocultando una parte de su torso trabajado.

La puerta se abre de repente y me sorprendo a mí misma mordiéndome el labio con toda la pasión y el deseo del mundo. Hecho que me apresuro a disimular pasando la lengua sobre mi labio inferior, aunque, tengo la sensación de que se ha dado cuenta.

—No es exactamente mi estilo de vestir pero es mejor que estar húmedo. Gracias.

—De nada—me limito a decir.

—Deberíamos bebernos el té antes de que se enfríe.

Volvemos a tomar asiento en las sillas pero, esta vez, Álvaro se sienta algo más próximo a mí. Tomo la taza de té entre mis manos y le doy un sorbo. Sorprendentemente, sigue estando caliente, aunque ahora al menos se puede beber sin sufrir una quemazón en la garganta. Suelto la taza sobre el plato al mismo tiempo que Álvaro la toma entre sus manos para darle un pequeño sorbo.

—¿Qué tal el primer día de trabajo?

Me encojo de hombros.

—Ha estado bien. Hemos ido a una boutique que hay en el centro para que Claudia eligiese el traje nupcial que llevará el día de la boda.

—Entonces, ¿has conocido ya a sus damas de honor?

—Sí, llegaron esta mañana y nos acompañaron a la boutique.

—Son un completo incordio, te lo aseguro.

Le dedico una de mis mejores sonrisas y él me la devuelve.

—Y tú, ¿te has hecho ya con el traje?

—No, aún no. He estado algo ocupado en el trabajo.

—Si necesitas mi ayuda, puedes contar conmigo—le ofrezco.

—Voy a necesitar tu ayuda en muchas cosas, como por ejemplo, en la hora de aprender a bailar.

—Yo no sé bailar. Será mejor que te busques una profesora de baile.

—Ana, puedes hacerme el favor de leer el décimo apartado de la lista que tienes escrita en la libreta—no sé si sentirme intimidada o molesta por haber ojeado mi libreta sin mi permiso.

Abro la libreta roja por la primera página y comienzo a leer en voz alta el décimo apartado que yace bajo el título. En este se recoge lo siguiente; Usted deberá acceder a toda petición que le sea sugerida por parte de los prometidos. Estará terminantemente prohibido negarse. Genial. No tengo más remedio que acceder a ser su profesora de baile.

—Técnicamente, ese es el décimo apartado, aún tengo que llevar a cabo nueve.

Vuelvo a mirar la libreta con tal de averiguar cuál es el segundo punto pero entonces, Álvaro cierra la libreta de un manotazo, impidiéndome ver más allá.

—¿Cuál es siguiente paso?

—Poner a prueba tu sentido del gusto.

Álvaro se marcha media hora después, tras detallarme detenidamente cuál es el próximo paso que debo dar para triunfar organizando una boda. No tardo en ponerme el pijama tras su marcha y en refugiarme entre la gran montaña de mantas que cubre mi cama. El sueño no acude a mí hasta pasada una hora, así que me veo en la obligación de utilizar mi imaginación con tal aprovechar el tiempo que me queda antes de caer en los brazos de Morfeo. Durante ese breve período, vuelvo a imaginar cómo será la boda de Claudia y Álvaro, y sin saber con exactitud por qué, me sorprendo a mí misma fantaseando con aquel vestido que había visto en la boutique y caminando en dirección al altar. Incluso, puedo jurar que sustituyo a la persona de Claudia, aunque, debe haber sido producto de mi cansancio.

Los rayos de sol se adentran a través de las pequeñas rendijas de la persiana e inciden directamente sobre mis párpados, atribuyéndoles una calidez impropia de ellos. No tardo en entreabrir los ojos y en cubrirlos con ambas manos. Luego, me incorporo, quedándome sentada en el borde del colchón, con la mirada perdida en el reloj digital de color celeste que descansa sobre la mesita de noche. Marca las nueve. Ayer acordé verme con Álvaro en la floristería, puesto que al haber estado tanto tiempo fuera del país, apenas recuerda nada de Sevilla.

Camino descalza en dirección al cuarto de baño, lugar al que me llevo la ropa que voy a ponerme hoy; un jersey blanco con dibujos de fresas, unos vaqueros azules y unas vans que hacen juego con el color del jersey Una vez en el servicio, lo primero que hago es hacer mis necesidades, luego, me cepillo los dientes y me arreglo el pelo con ambas manos. Por último, me visto y calzo con todo cuanto elegí con anterioridad.

Entretanto se hace el café, me dedico a intentar freír un huevo sin sufrir ninguna quemadura. Tal que me encuentro alejada de la sartén unos metros, con la espumadera en mano, el brazo extendido y cubierto por una bolsa de plástico. Además, me he puesto unas gafas de esas que utilizan los carpinteros para no sufrir daños oculares. Nunca se me ha dado bien cocinar, aunque, debo admitir que tampoco he practicado para tener algún que otro conocimiento culinario. Siempre he sido más de comprar comida para llevar o de abastecerme a base de sopas de lata y embutidos.

Además del huevo, decido freír bacon y cortar pequeños trozos de sandía para acompañar a modo de postre. Ya que me estoy estrenando en esto de cocinar, mejor lo hago a lo grande. Probablemente, este sea uno de esos desayunos que se comen una sola vez en la vida porque te da pereza prepararlo. Una vez termino de hacer el desayuno, tomo asiento en una encimera y comienzo a comerme el contenido del plato.

Como de costumbre, cojo mi bolso y reviso que todo está en orden. Falta la libreta roja, la cual tengo gracias a Álvaro. No sé que hubiera hecho si no la hubiese recuperado. Seguramente, la boda llegaría a convertirse en un completo desastre y por si fuese poco, perdería diez mil euros y eso no me lo puedo permitir por nada del mundo. Una vez he metido la libreta dentro del bolso, me esmero en cerrar la cremallera. Mientras llevo a cabo esta acción suena el timbre de la puerta.

—Mierda. ¿Quién narices será ahora?

Suelto el bolso en la mesa y me encamino a la puerta.

—Buenos días—un chico joven, de cabello color caoba y ojos marrones, porta un ramo repleto de rosas rojas, entre las cuales descansa una nota—¿Le importaría firmarme?

—Se ha equivocado, yo no he hecho un pedido de flores.

El repartidor revisa su pequeña libreta con tal de comprobar si se ha producido algún error. Luego, guarda la libreta en un bolsillo de su camisa y me dedica una sonrisa burlona.

—Está todo en orden.

Me tiende un pequeño papel y un bolígrafo con tal de que plasme en él mi firma. Tomo el bolígrafo negro entre mis dedos y con un ágil movimiento firmo el pequeño trozo de papel. Luego, me hace entrega del ramo de flores y tras dedicarme una sonrisa y desearme un buen día se marcha escaleras abajo. Vuelvo a adentrarme en mi casa pero, esta vez, me dirijo a la cocina, lugar en el que me hago con un jarrón de cristal para posteriormente llenarlo de agua. Me deshago del trozo de papel que rodea los tallos de las rosas y lo tiro a la basura. Después, introduzco una a una las flores, con cuidado de no arrebatarle los pétalos. Tarea que dejo a medio hacer debido a que me topo con la pequeña nota. La desdoblo y la extiendo con mis manos con tal de alisar el papel para poder apreciar mejor la caligrafía.

Me dijeron que para enamorarla tenía que hacerla sonreír pero, el problema es que cuando sonríes, me enamoro yo.

Te espero esta noche en el puente de Triana, a las diez. Por cierto, quiero que cuando termines de leer esta nota, vayas a tu dormitorio. No digas nada, sólo quédatelo.

Al parecer, mi admirador se niega a descubrir su identidad. Aunque, permanecer en el anonimato no se le da nada bien, es más, sé de sobra que se trata de Carlos. Sólo él sería capaz de hacer todo lo posible por conseguir tener una cita conmigo.

Suelto la nota sobre la mesa y me encamino hacia el dormitorio. Allí, sobre la cama, encuentro un vestido de palabra de honor, ceñido, de color rosa claro. En la zona de la cintura puedo ver una cinta blanca que rodea toda la figura, y en la parte delantera, finaliza con un lazo. A los pies de la cama descansan unos tacones de plataformas blancos, con un pequeño lazo rosa en la puntera.

Sostengo entre mis manos el vestido y lo examino con tal de buscar alguna etiqueta que me informe sobre el precio de este. Nada. Lo máximo que encuentro es la talla adjunta a la parte posterior superior del vestido, justo donde comienza la cremallera.

Luego, me coloco delante del espejo, de manera que mi figura se ve reflejada en él. En el cristal se aprecia una chica indecisa, que sostiene un vestido de color rosa delante suya con ambas manos, y le dedica furtivas miradas a su figura con tal de averiguar si todo aquello se trata de una broma o va en serio. A juzgar por su mirada, apuesto a que no le agrada mucho la idea de tener que utilizar un vestido que ni siquiera es de su estilo desenfadado y peculiar.

Subo en mi Volkswagen Beetle rosa y tras encender el motor, ajustar la calefacción casi al máximo y poner el disco de Ed Sheeran que me regaló Clara por mi cumpleaños el año pasado, me dirijo a la floristería, lugar en el que he quedado con Álvaro. En parte, me beneficia que sea allí el lugar de nuestro encuentro puesto que me agrada la zona y me sé el camino de memoria. También tiene su parte mala, y es que Andrés me bombardeará a preguntas relacionados con mi reunión con él y mi día en general.

Sin percatarme siquiera, me sorprendo a mí misma cantando la letra de la canción All of the stars de mi cantante favorito, Ed Sheeran:

It's just another night

And I'm staring at the moon

I saw a shooting star

And thought of you

I sang a lullaby

By the waterside and knew

If you were here,

I'd sing to you

You're on the other side

As the skyline splits in two

I'm miles away from seeing you

I can see the stars

From America

I wonder, do you see them, too?

Cierro los ojos y me dejo llevar por la melodía, al mismo tiempo que canto con todas mis fuerzas, simulando que estoy dando un concierto en directo. Es tal la emoción que siento que me sorprendo aferrando mis manos con fuerza al volante y moviendo la cabeza. Estoy tan absorta dentro de mi pequeña burbuja que olvido completamente que el coche yace aparcado junto a la floristería. Solo cuando finaliza la canción vuelvo a la realidad. No sólo me percato de que me encuentro en el lugar citado para nuestro encuentro sino que además, cuando ladeo la cabeza hacia ventanilla de mi izquierda hallo la figura de Álvaro, quien está junto a una señal en la que reza; no aparcar, zona de descarga.

—Perdona, no te había visto, ¿llevas mucho tiempo ahí?—le pregunto una vez me bajo del coche y cierro la puerta detrás de mí.

Cambia su mirar del Volkswagen hacia la señal y viceversa.

—No, acabo de llegar.

Creo que es la primera vez que llego puntual a un sitio. Aunque, la ocasión lo merece, puesto que se trata de trabajo. Además, están en juego diez mil euros, Dios, no ganaría eso ni vendiendo toda la floristería. También se debe tener en cuenta que estoy tratando con el que, probablemente, sea el hombre más rico de la ciudad. Qué digo, incluso del país.

—Por cierto, ¿estabas cantando?

¡No!, ¡mierda!, ¿por qué tienes que ser tan observador? Maldita sea. A ver cómo le explico que hay veces en las que se me va la pinza y me encierro en mi propia burbuja, alejándome del mundo que me rodea con tal de dejarme llevar por las sensaciones.

—Puede—confieso avergonzada.

Continuamos caminando por la acera sin saber por qué. Se suponía que íbamos a quedar en la floristería para ir más tarde al restaurante en el que degustaremos el menú que se servirá en el banquete.

—Creía... creía que íbamos a ir al restaurante del que me hablaste.

Observo a Álvaro, quien tiene una expresión serena. Sin preverlo, permanezco más tiempo del necesario contemplando las leves arrugas que se forman en su entrecejo cuando lo frunce, sus ojos verdes brillantes ocultos bajo esas extensas y abundantes pestañas, sus labios gruesos y carmesís, su barba corta pero en cantidad que cubre la parte inferior de su cara. Su observación resulta ser tan intimidante que Álvaro se percata de ella, me mira de soslayo y me dedica una sonrisa, mostrando otro de sus grandes rasgos faciales, aquellos pequeños hoyuelos que asoman a cada extremo de sus comisuras.

—He pensado que podríamos desayunar antes, si no te importa.

Asiento sin saber muy bien que acaba de decirme. Resulta difícil centrarme en lo que dice cuando le tengo justo al lado. Es tarea complicada captar cada palabra que escapa de sus labios puesto que su irresistible físico te hace alucinar e imaginar qué harías con un chico así. Es extraño pero, cuando estoy con Álvaro no tengo la sensación de estar con un millonario. Para mí, él siempre será Álvaro, aquel chico que cantaba en las celebraciones importantes de la secundaria y que reunía cientos de seguidoras.

—No sé si voy a poder degustar el menú—añado una vez que la camarera deposita delante mía un plato con una tostada entera, con una loncha de jamón de york encima y una pequeña tarrina de mantequilla—. Es demasiado para mí.

Álvaro, quien ha preferido comerse un par de galletas azucaradas rellenas de vainilla, eleva la vista y me observa sorprendido. Me pregunto qué estará cociéndose en su pequeña cabeza en estos precisos momentos. Tal vez esté pensando que soy algo exagerada, o quizá se pregunte cómo consigo mantenerme viva con lo poco que como. Si por un casual fuese esta última opción, le mostraría encantada las latas de conserva que tengo guardadas en el frigorífico de mi casa.

—Tienes que hacer hueco.

—No creo que pueda. ¿Sabes? Vamos a hacer una cosa—con ayuda de ambas manos divido la tostada en dos mitades y le ofrezco una—. Así será más fácil.

—No puedo, la dieta que sigo rigurosamente no me lo permite.

—Vale. Todas o casi todas las dietas que existen te permiten el lujo de librar un día, ¿no es así?—Álvaro, quien no aparta su mirada de la tostada que sostengo, asiente.

Toma la mitad que le ofrezco y al hacerlo, nuestros dedos se encuentran en una milésima de segundo y se transmiten calidez.

—Hay que hacer alguna locura de vez en cuando. Son estos los pequeños placeres de la vida, no te los prives. Sólo se vive una vez.

Sus ojos verdes brillantes vuelven a mirarme pero, esta vez, resultan ser tan intimidantes como de costumbre y me veo en la obligación de apartar la mirada.

—¿Qué tal está tu hermana?

—De puta madre; le pagan una gran cantidad de dinero por organizar eventos siguiendo los pasos de una libreta, tiene como novio a un modelo, y por si fuese poco se ha ido a Londres a cumplir uno de sus mayores sueños, planificar la London fashion week.

Una sonrisa se apodera de sus labios.

—Lo siento. Creo que he sido un poco directa con mi respuesta.

—No, en absoluto. Me gusta que seas tan sincera y que tengas las cosas tan claras.

—Aunque no lo creas, soy la persona más indecisa que has podido conocer. Me cuesta muchísimo elegir entre un vestido rosa o azul, entre helado de oreo o de kit kat.

—La indecisión se pierde con el tiempo—se lleva la taza de café a los labios y le da un sorbo—Cuéntame más de ti.

—No hay mucho que decir. Soy una chica bastante normal. Todas las mañanas me levanto minutos después de oír sonar el despertador, por lo cual suelo llegar tarde a trabajar. Me paso parte de la mañana y del mediodía en la floristería, llenando jarrones de agua y sumergiendo flores en ellos. Cuando acaba la jornada, vuelvo a casa y ceno un par de latas de conserva mientras veo algún documental en televisión.

—¿Latas de conserva? Eso explica muchas cosas.

—Voy a serte sincera, no tengo ni la menor idea de cómo cocinar y por si fuese poco, me da una pereza enorme.

Me sorprendo a mi misma cerrando los ojos y estremeciéndome, como si mi propio comentario hubiese sido escalofriante.

—Soy un bicho raro.

—Eres un acertijo en un mundo lleno de idiotas.

Vuelve a regalarme una de sus perfectas sonrisas y yo, incapaz de apartar mis ojos de ella, le dedico una de las mías.

Si este no es el mejor desayuno que he tomado en mi vida, se le parecía mucho. Jamás había ido a desayunar con alguien que tuviese un especial interés en saber sobre mí, con quien fuese agradable compartir mis puntos de vistas y mis miedos. He de admitir que la conversación que tuvimos fue muy estimulante y me hizo reflexionar sobre ciertos aspectos de mi vida.

Un restaurante de fachada roja y columnas blancas, con una amplia puerta exactamente del mismo tono que las columnas, cuyo nacimiento se sitúa bajo un tejado de tejas anaranjadas, se alza frente a nosotros con aspecto imponente y elegante. Los cristales de sus ventanas centellean a causa del reflejo de los rayos de sol y le dan la apariencia de contener pequeños diamantes. A juzgar por el tamaño del local y por la vestimenta refinada de los camareros, apuesto a que es un restaurante bastante caro.

Álvaro me sujeta la puerta y me cede el paso a mí primero. Me adentro bajo el umbral y desemboco en una sala amplia, de paredes marrones y suelo beige, con iluminación clara y abundante, la cual impide que la sombra se apodere de los rincones más remotos. Las mesas son de madera y están cubiertas por un mantel rojo, y en el centro de ellas descansa un pequeño jarrón con una rosa en su interior. A lo lejos se encuentra una barra voluminosa y de color caoba, tras la cual se visualizan dos camareros realizando sus tareas cotidianas. Y por último, en un  pequeño rincón, hay una puerta, que parece desembocar en el interior de las cocinas.

Álvaro me indica que me dirija en dicha dirección.

—Usted debe ser Álvaro Márquez—dice el dueño del restaurante abriendo la puerta que desemboca en la cocina y cediéndonos el paso—. No sabe cuánto nos enorgullece tenerle aquí.

—Espero que mi confianza en vosotros no sea en vano.

—Puede confiar plenamente en nosotros. No le defraudaremos.

Asiente.

—Acompáñenme, les mostraré una serie de platos que han preparado mis mejores chefs para satisfacer los gustos más exigentes.

El dueño del negocio ejerce de guía, encabezando así el grupo, dejándonos a Álvaro y a mí en la parte posterior. Sinceramente, no me importa pasar a segundo plano pero, parece que al chico que tengo a mi lado sí que le importa un poco, o al menos, esa es la impresión que da.

Aquel señor mayor se detiene junto a una mesa de madera cubierta por un mantel rojo, sobre el cuál descansan varios platos, cada uno de ellos con una apariencia distinta y tal vez con mejor calidad que el anterior. En el centro de la mesa hay una botella de champán sin estrenar y junto a ella dos copas de cristal, las cuales están tan unidas que da la impresión de que se están fundiendo la una con la otra.

—Hemos deducido que de entrante vendría bien un cóctel de gambas—le hace una señal a uno de sus empleados para que coloque el plato en el centro de la mesa.

Álvaro toma uno de los cubiertos y con un ágil movimiento, se hace con una pequeña porción y se la lleva a la boca. Luego, se toma la libertad de degustarla, con tal de captar si el sabor y la proporción son los adecuados. Su degustación llega a ponerme de los nervios, a ver, ¿quién se toma un par de minutos en degustar una pequeña porción de comida?

—¿Quiere probar, usted?

Niego con la cabeza.

—No me agrada el marisco, gracias.

—Estoy completamente seguro de que si le sirves una lata de conserva, te la aceptará encantada— cambio el rumbo de mi mirada hacia él y me encuentro con su sonrisa divertida—. Por cierto, está muy bueno.

—Me alegro de que le guste. Para los posibles niños hemos pensado poner solomillo al whisky acompañado de patatas cocidas.

Esta vez soy yo la que se adelanta y con ayuda de un tenedor me hago con un pequeño trozo de filete y me lo llevo a la boca con tal de degustarlo. El sabor a carne bien hecha y cubierta de aquella salsa hecha a base de whisky me provoca una sensación de satisfacción que me es difícil ocultar. Siempre he sido una persona muy transparente en todos los sentidos. Al parecer, mis sentimientos se ven reflejados en mi rostro sin ser consciente de ello.

—Creo que voy a abandonar mi afición de comer de latas de conserva—admito.

—Excelente idea—coincide Álvaro, quien acaba de llevarse a la boca un trozo de patata cocida unida a una pequeña porción de filete— Comienzo a barajar la posibilidad de hacerme pasar por un niño.

—Sólo es el principio de un sinfín de platos.

El comentario del dueño del restaurante me transmite cierto pánico. El sólo hecho de imaginar que debo probar más comida me hace echarme atrás. Estoy tan llena que dudo que pueda hacer hueco para algo más. Aún así, me esforzaré con tal de no defraudar a Álvaro, a quien le tengo una alta estima.

—Tenemos conejo al perejil con extracto de naranja.

Una vez más probamos ambos el contenido del plato y volvemos a coincidir en que es una idea excelente introducir ese manjar en el menú. Tras este se suceden más presentaciones de platos y degustaciones de estos. Pero, he dejado de darle importancia a este asunto debido a que toda la comida que ofrecen tiene una calidad y aspecto excelentes. Así que a medida que transcurre el tiempo, me dedico a observar las reacciones de Álvaro ante lo que prueba; algunas veces pone mala cara, demostrando que no acaba de convencerle algún ingrediente. Otras, sin embargo, sonríe de oreja a oreja y se limita a asentir. Vuelvo a la realidad en el momento en el que el camarero dice la palabra "postre".

—Hay helado de chocolate y vainilla, rociado con caramelo y nata. Esta obra maestra es de mi mejor chef, Roberto Gómez.

El chico saluda con la mano y luego, vuelve a perderse entre los fogones.

—¿Quiere probarlo, señor Márquez?

—No, gracias.

La expresión del aquel señor se ensombrece y yo, incapaz de decepcionarle, me propongo probar aquel helado y darle mi más sincera opinión. Así pues, tomo la copa entre mis manos y con ayuda de una pequeña cuchara cojo un poco de él. Después, me lo llevo a los labios y los visto de una capa espesa de color blanca. Inconscientemente, mi boca de abre y la cuchara cede hacia el interior, humedeciendo mi lengua y transmitiéndole una sensación gélida a mi garganta. El sabor es dulce y único, incluso, adictivo. Te invita a seguir probando aquel manjar y yo, no me veo capaz de parar. Incluso, me sorprendo a mí misma con los ojos cerrados, dejándome llevar por todas las sensaciones que me invaden, olvidando por completo que me encuentro en un restaurante y que estoy siendo observada por más de diez personas.

—Mmm...es el mejor postre que he probado en mi vida.

Los ojos de aquel señor se llenan de lágrimas de dicha, mientras que el creador de la obra maestra se limita a regalarme una de sus mejores sonrisas.

—Tienes que probarlo, Álvaro, y no pienso aceptar un no por respuesta—unto un poco de helado en la pequeña cuchara con la que he probado el postre con anterioridad y simulo que esta es un avión que tiene como destino su boca—. No puedes negarte a recibir al avión.

Una sonrisa de apodera de sus labios. Sin saber muy bien la razón, obedece, entreabre la boca y deja que aquella cuchara se introduzca en su interior. La retiro lentamente pero no la suelto sino que la dejo entre mis dedos. Álvaro cierra los ojos, del mismo modo que lo hice yo, y se deja llevar por las sensaciones. Mientras él se encuentra sumido en un ensimismamiento, realizo una detenida examinación de sus facciones, volviendo a descubrir cada arruga, cada zona enrojecida de su piel, el color carmesí de sus labios. Mi observación finaliza en sus enormes ojos verdes brillantes que han vuelto a ser visibles y que, esta vez, se pierden en los míos.

—Tienes manchado justo ahí—señala con su dedo índice una de mis comisuras. Con ayuda de la punta de mi lengua humedezco una de ellas—. A ver, déjame—se apodera de una servilleta blanca que descansa junto a los cubiertos y, con delicadeza, la desliza por una de mis comisuras. Mientras lo hace, nuestras miradas se entrelazan pero, esta vez, no aparto mi mirar.

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