Capítulo 10

La noche viene acompañada de un cielo azul marino, lleno de estrellas brillantes y lejanas. Las noches son muy bonitas y románticas para quienes aman pero aquellos que sufren de amor, no tienen otro remedio que soportar un insomnio inacabable. Yo, sin embargo, derramo lágrimas por mi desastrosa vida y rezo una y otra vez porque mi existencia de un giro de 180º, de esos que efectúo con mi Volkswagen Beetle rosa cada vez que lo pongo en funcionamiento. Necesito que las cosas cambien y estoy dispuesta a hacer todo cuanto esté en mi mano para lograrlo.

Subo peldaño tras peldaño con lentitud y desgana como si me costase caminar. Aunque, en parte, es así. Mis ganas de disfrutar del resto del día se han esfumado y no sé si están dispuestas a volver en lo que queda de día. Aún así, confío plenamente en que Andrés me alegre la noche. Al pensar en él, comienzo a acelerar mi marcha, de forma que me planto en la puerta en menos de sesenta segundos. Abro la puerta y me adentro en el interior. Luego, camino a tientas en dirección al salón, ya que las luces están apagadas y no se ve nada. Por suerte, logro mi propósito sin sufrir ningún tipo de incidente. Con un ágil movimiento enciendo las luces del salón y del pasillo, y tras dejar el bolso sobre la mesa de la sala de estar, vuelvo a introducirme en el corredor pero, esta vez, con el fin de llegar a mi cuarto.

De unos de los cajones de la cómoda saco un pijama con dibujos de conejos y zanahorias y luego, de otro cojo ropa interior limpia. Me encamino al servicio con tal de darme una ducha relajante, así que una vez llego a él, me deshago de la blusa de un tirón y  deslizo la falda hacia abajo. Por último, salgo en ropa interior al balcón de mi casa y desde allí tiro la ropa al vacío. Vuelvo de nuevo al baño y me termino de quitar la ropa que me queda.

Me coloca bajo el chorro de agua caliente y dejo cubrir de gotas todo mi cuerpo. Mi pelo empapado no tarda en adherirse a mi cabeza, como si hubiese sido rociado con laca. Con ambas manos, acaricio mi rostro, eliminando los restos de maquillaje. Echo una cantidad considerable de champú en mi cabello y luego, enredo mis dedos en él y froto con delicadeza mi cuero cabelludo.

Después, me cubro el cuerpo de gel con olor a coco, y más tarde me deshago de él con un chorro de agua caliente. La fragancia de coco queda impregnada en mi piel, proporcionándome un olor agradable. Cierro el grifo y me envuelvo una toalla blanca alrededor del cuerpo. Abandono la ducha descalza y me sitúo delante del espejo. Me deshago de la toalla y observo a la chica reflejada en el cristal que se viste de nuevo.

Y entonces, suena el timbre.

Abro la puerta y descubro tras ella a Andrés, quien trae las manos llenas de bolsas con comida. Entra en el interior tras depositar un beso en mi mejilla, y yo le sigo hasta la cocina, lugar en el que ha soltado todas esas bolsas de plástico.

—He comprado en un italiano, espero que te guste.

—La pasta me encanta—admito.

—Genial, porque te vas a hartar de comer pasta esta noche.

Le dedico una sonrisa.

—Y además, he traído esto—saca de una de las bolsas una botella de Tequila.

—¿Tequila?, ¿qué hay que celebrar?

—Hay que celebrar la vida.

En ese momento, no puedo evitar emocionarme y derramo alguna que otra lágrima al recordar el día tan desastroso de hoy. Andrés, al verme en ese estado, no tarda en volver a guardar la botella y en acudir a mí, con los brazos abiertos de par en par.

—De haber sabido que te ibas a poner así no hubiera traído la botella.

Me aferro a torso con fuerza, descansando mis manos en su zona lumbar.

—Quiero que me lo cuentes todo, ¿vale?

Andrés me conduce hacia el sofá más cercano y me ayuda a sentarme en él. Luego, ocupa un lugar a mi vera. Me toma de la manos y las coloca sobre sus muslos, cubriéndolas con las suyas.

—Todo ha sido un completo desastre—comienzo a decir—. Primero, llego tarde al encuentro, segundo, me veo sometida bajo la intimidante mirada de Álvaro, el tercer puesto lo ocupa mi mala elección de pedir una coca cola y un plato de albóndigas y para colmo, llevaba la etiqueta de la ropa puesta, y Álvaro se ha dado cuenta. Y en el maldito intento de deshacerme de ella, he desgarrado la falda sin querer y no sabía que hacer, así que me ido de allí tapándome el desgarro con una servilleta.

Andrés enarca una ceja.

—¿De verdad pediste una coca cola?

Contraigo el rostro.

—Si—admito sollozando.

—Joder, ha ido peor de lo que creía. Bueno, al menos, has tomado nota de todo cuanto te han pedido acerca de la boda.

Comienzo a sollozar mucho más fuerte.

—He olvidado la libreta allí...

—Vale, no te preocupes, está todo controlado, ¿si?

Se pone en pie y se dirige hacia la cocina, segundos más tarde vuelve con las manos repletas de bolsas, de una de ellas sobresale una botella. Suelta las cosas sobre la mesa y luego vuelve a tomar asiento a mi lado. Del interior de una de las bolsas, saca una bandeja de forma rectangular, la cual contiene Raviolis.

Con ayuda de un tenedor, coge un poco y me lo da a probar. Luego, realiza la misma acción pero, esta vez, para llevárselo a la boca.

—Está muy bueno— me incorporo y me apodero de una de las bandejas y comienzo a comer de ella como una posesa—. Muy pero que muy bueno.

—Ten cuidado, a ver si te vas a atragantar.

Le doy un pequeño golpe juguetón con el hombro.

Veinte minutos después nos hemos terminado toda la comida italiana y nos encontramos en el sofá con dolor de tripa, mirando la televisión desinteresadamente. Andrés, saca de la bolsa la botella, la abre y le da un sorbo. Luego, me la tiende a mí para que lleve a cabo la misma acción. Echo la cabeza hacia atrás y dejo que el contenido baje por mi garganta, arrasando todo a su paso. Contraigo el gesto ante el sabor agrio del alcohol.

—¿Sabes? David me ha llamado y me ha pedido que nos volvamos a ver lo antes posible. Se ve que se ha quedado con ganas de jugar con nuestras varitas.

—Espero que no tengáis pensando fornicar en mi sofá.

—No, tranquila. Lo llevaré a mi casa y con suerte, lo retendré allí durante mucho tiempo para disfrutar al máximo de él.

—Joder, ¿por qué me cuentas estas cosas?

—Porque quiero tenerte informada de mi vida sexual.

Apoyo mi cabeza en su hombro.

—Yo también tengo noticias...

—¡No!—se lleva las manos a la boca con tal de reprimir un grito—has fornicado más de una vez y no me lo has contado hasta ahora, ¿verdad?

—No he encontrado el momento.

—Dime quién es, por favor—estoy a punto de decírselo cuando vuelve a interrumpirme—¿Es ese chico que conociste en la discoteca?

Es increíble lo inteligente que es Andrés. Algunas veces me pregunto si tiene un talento sobrenatural para leer los pensamientos pero su forma de ser me confirma que sigue siendo tan mundano como yo. Aunque, si algún día soy abducida por un ovni, les pediré amablemente que me concedan el poder de leer mentes.

—Su nombre es Carlos, aunque eso ya lo sabes.

—Déjate de recordatorios estúpidos y cuéntame  todo acerca de esos encuentros.

—Con respecto a la primera vez ¿Recuerdas que te dije que iba a quedarme un rato en la discoteca? Bueno, pues me vi en la obligación de pasar la noche en casa de Carlos, no quería que mi hermana me viera llegar en este estado. Así que eso hicimos, ir a su casa, y una vez allí nos besamos apasionadamente, me dejo caer sobre la cama e hicimos el amor.

—¿Me tomas el pelo?, ¿hicisteis el amor? Deberías haber fornicado duro, sólo así conocerías el mundo del sexo, nena.

Me encojo de hombros.

—Volvió a surgir una segunda vez ayer por la tarde. Se ofreció a llevarme a casa después de que mi coche se estropease momentáneamente. Y cuando estábamos subiendo en el ascensor, me volvió a besar y le seguí el rollo, pero luego le abofeteé—contraigo el gesto al recordar aquella escena— se convirtió en mi sombra hasta llegar a la puerta y nuevamente nos volvimos a besar, aunque esta vez, la cosa fue más allá y terminamos haciéndolo de nuevo.

—Voy a tener que acostarme contigo para averiguar qué es lo que hace que los tíos con los que fornicas vuelvan a ti—le doy un codazo entre sus costillas y el se queja—. No, en serio, me alegro muchísimo por ti.

—Sí...

—Oh, no, ¿qué pasa?, ¿es que no quedaste satisfecha? O aún peor, ¿estás embarazada?

—¿Qué?, ¡no!

—Menos mal, me estaba imaginando siendo el padrino del niño. Entonces, si estás satisfecha y no estás embarazada, ¿cuál es el problema?

¿Cómo puedo decírselo sin que suene brusco? No tengo ni la menor idea de cómo reaccionará cuando le diga que me ha pedido salir y que eso implicaría disminuir nuestras quedadas.

—Carlos me ha pedido que sea su novia—admito.

Enarca una ceja y permanece inmóvil mirándome.

—¡Eso es genial! Está enamorado de ti hasta las trancas, Ana. No sé por qué no estás dando saltitos de alegría ahora mismo.

—Andrés, sabes perfectamente que la edad puede suponer un problema. Vale, sé que es tan sólo dos años menor que yo pero, esa diferencia se nota y lo sabes.

—¡A la mierda la edad y las prioridades! Sólo déjate llevar, sin tener en cuenta las consecuencias, sólo disfruta el momento por una vez en tu vida.

Andrés se pone en pie y toma una de mis manos, tira de ella, ayudándome así a incorporarme de inmediato. Pasa uno de sus brazos por alrededor de mi cintura y coloco una de mis manos en su hombro, mientras que la otra la utilizo para entrelazarla con la suya. Luego, sitúa sus pies a una escasa distancia de los míos, procurando no pisarlos. Comenzamos a girar en el centro del salón, marcándonos nuestro propio paso de baile.

—No podemos bailar sin música.

—¿Quién te dice que no la hay?—Tal vez el silencio sepulcral que invade el salón—. Puedes poner la canción que quieras, sólo tienes que utilizar tu imaginación.

—Según tú, ¿qué canción estamos bailando?

—Just the way you are, de Bruno Mars.

Cierro los ojos y me dejo llevar por los lentos y suaves movimientos que realiza mi cuerpo, sintiendo además la calidez que me aportan las manos grandes y gruesas de Andrés. Su perfume, dulce y agradable, contribuye en gran medida a que mi imaginación eche a volar hacia otro lugar. En mi mente se presenta esta misma escena, sólo que el escenario es una playa; las olas rompen en la orilla, dejando un rastro de espuma tras ellas, la brisa marina juega con los granitos de arena y los ondea al viento, un cielo azul y despejado se abre en lo más alto y un sol radiante nos bendice con sus rayos de luz.

Nuestros cuerpos siguen girando en la fresca arena de la playa en el centro de lo que parece ser un corazón. Dejo de bailar y permanezco inmóvil observando su rostro iluminado por la luz del día, luego trazo con mi dedo índice una línea recta en una de sus mejillas y por arte de magia, su aspecto cambia radicalmente y se transforma en el de Carlos, quien me dedica una sonrisa de oreja a oreja. Me atrae a su pecho, de manera que alcanzo a oír los latidos irregulares de su corazón. Elevo los ojos y me encuentro con su expresión constante de burla, aquella que me trae recuerdos de mi niñez. Toma una de mis manos y me hace girar sobre mí misma, doy tantas vueltas que pierdo el equilibrio y caigo al vacío pero, en ese instante, unos brazos fuertes me acogen e impiden mi desastrosa caída. Abro los ojos con miedo, pues no sé a quién puedo encontrarme. Tal vez me tenga entre sus brazos el mismísimo demonio. Me equivoco, mi salvador se asemeja mucho más a un ángel que a un ser despiadado. Y entonces, comprendo de quién se trata, Álvaro. Me dedica una sonrisa, de esas que dejan ver sus dientes inmaculados y perfectamente colocados, seguidos de unos hoyuelos que se forman a la altura de las comisuras de su boca.

Sale corriendo conmigo en brazos en dirección al mar azul, con tal de sumergirme en él. Una vez me encuentro bajo el agua, siento como el frío me invade pero, este hecho no me importa, lo único que quiero es encontrarle a él. Vuelvo a la superficie y busco desesperadamente su persona, pero al no hallarla comienzo a tener miedo. Sin previo aviso, una mano se deposita en mi hombro, me doy media vuelta lentamente y vuelvo a hallarle allí, conmigo.

Rodea mi cintura con sus enormes manos y me pide que yo haga exactamente lo mismo con su cuello. Hasta entonces no sabía que se podía bailar en el agua y tener la sensación de estar asfixiándome sin estar sumergida. Por fin, comprendo que mi respiración agitada se debe a los latidos desbocados de mi corazón.

Por primera vez, suena de fondo una melodía, More than Friends, de Ed Sheeran.

Abro los ojos y lo primero que veo es el blanco impoluto del techo. Ladeo la cabeza hacia el otro lateral de la cama y visualizo parte de la almohada desplazada a lo largo del colchón. Vuelvo a cerrar los ojos con tal de volver a ese sueño pero, por más que lo intento, más lejos estoy de conseguirlo. Jamás sabré cómo continúa, a menos que me ponga a escribir una novela relacionada con él o que eche a volar mi imaginación. Ambas me producen una sensación de vagancia.

Tardo diez minutos en decidirme a salir de la cama. El frío, el sueño y mis pocas ganas de organizar una boda no ayudan mucho. Suerte que mi fuerza de voluntad es mucho mayor que todos los inconvenientes. Antes de abandonar el cuarto, cojo unos vaqueros negros y un jersey verde con dibujos de manzanas rojas. Me adentro en el pasillo, deslizando mis calcetines por el suelo, a veces incluso llego a perder el equilibrio pero no logro no caer. Abro la puerta del servicio de una patada, y entro en esta nueva estancia, me coloca frente al espejo y comienzo a cantar la canción de Ed Sheeran que había aparecido en mi sueño, simulando que mi mano es un micrófono. Después de vestirme, cambio mi micrófono por un cepillo de dientes, y más tarde por un peine.

Vuelvo a realizar mi tradicional giro de 180º para incorporarme a la carretera. Curiosamente, el coche se encuentra en perfecto estado, es como si nunca hubiese sufrido un percance. Hecho que me lleva a preguntarme que tal vez el destino se haya encargado de que se diese esa circunstancia para obligarme a trabar amistad con Carlos. Sea como fuere, lo había hecho y no sólo eso, sino que además me he acostado con él dos veces. Ahora que lo pienso, no sé nada de él desde que me pidió ser su novia. Tal vez se haya arrepentido de su decisión. No le culpo.

Mi teléfono móvil comienza a sonar y en su pantalla localizo una llamada entrante de Claudia, la prometida de Álvaro. No me lo puedo creer, ¿ya está allí? Pero si me he levantado mucho más temprano de lo habitual e iba a llegar antes de lo previsto.

—¿Dígame?

—Ana, qué bien que cojas el teléfono.

—¿Ha pasado algo?

—No, es sólo que se ha producido un pequeño cambio de planes. En vez de ir a la Boutique, vas a tener que ir al aeropuerto, mis damas de honor están a punto de aterrizar.

—Sin problema. Nos vemos allí. Adiós.

¿Se puede saber cómo puede ser tan irresponsable? Se suponía que habíamos quedado en la plaza del Salvador para ir a una boutique, ¿por qué narices tiene que cambiar todos los planes cinco minutos antes? Joder, resulta frustrante. A la mierda mi puntualidad y el madrugón, ¡a la mierda todo!

Golpeo una y otra vez el volante, produciendo que el claxon suene más de una vez, cabreando a los conductores responsables que pasan por mi lado. Uno de ellos, me devuelve exactamente el mismo sonido, seguido de una reprimenda y yo, amablemente, le muestro mi dedo corazón. Además, me cuelo por el hueco libre y conduzco despacio adrede.

Bajo la ventanilla y le grito: ¡Conmigo no se juega, capullo! Y acelero el coche todo lo que puedo, con tal de evitar recibir una respuesta mal sonante por su parte. No entiendo cómo puede existir gente tan estúpida en el mundo, en serio, ¿tan aburrida están las personas que no tienen otra cosa que hacer que estar pendiente de todo cuanto haces para criticarte? Pues conmigo van aviados, porque me importa más bien poco lo que digan de mí, nadie me va a cambiar. Quien me quiera en su vida, va a tener que aceptarme tal y cómo soy, sin pretender cambiarme.

A través del cristal frontal visualizo un edificio de dos plantas, de un tono anaranjado. Cada extremo del edificio está unido al otro con una fila horizontal de ventanas cuadradas, cuyos cristales centellean a consecuencia del reflejo de los rayos del sol. En lo más alto se pueden localizar una sucesión de letras en color azul, las cuales forman una única palabra; Sevilla.

Las paredes están cubiertas por una pintura amarillenta, el techo, compuesto por arcos, alterna tonos claros y oscuros, mientras que el suelo adopta un ligero color blanco, cuyo brillo se ve afectado por las numerosas pisadas de los que van y vienen y por la fricción de las ruedas de los equipajes.

Camino en dirección a una de las puertas de embarque, por la cual deben salir en algún momento las damas de honor de Claudia, la prometida de Álvaro. Estoy tan fascinada con el decorado del aeropuerto que olvido completamente el por qué me encuentro paseando por allí. Pero un inesperado grito me obliga a volver a la realidad.

—¡Las chicas están al caer!

Ladeo la cabeza hacia la derecha y me encuentro con la persona de Claudia, quien al parecer se ha vestido con su mejor sonrisa.

—Ten—me tienda una pancarta en la que se puede leer "Verónica, Laura y Sara" en colores muy diversos; azul, morado y amarillo—. Agítala en cuanto te avise.

Genial. No basta con hacerles una seña con la mano o con silbarles, no. Así que no tengo otra opción que sujetar una maldita pancarta y agitarla con alegría en cuanto aparezcan sus queridas amigas de toda la vida.

Mientras se produce el tan esperado aviso—nótese la ironía— me limito a observar a un matrimonio que se encuentra a mi derecha, quienes, al parecer, se están despidiendo de su hijo mayor, el cual tiene bastante claro continuar con sus estudios en el país vecino. Cientos de besos y abrazos son depositados en la persona del chico. Y luego, tras marcharse, miles de lágrimas ruedan por las mejillas de sus progenitores. Nunca ha sido fácil decir adiós, puesto que nunca sabes si vas a volver a decir hola.

Claudia me golpea el hombro con su codo, alertándome así de la llegada de sus damas de honor. Como si se tratara de una acción practicada durante mucho tiempo, elevo el brazo, con la pancarta en mano y la agito con toda la alegría que logro reunir. Además, me veo en la obligación de forzar una sonrisa con tal de darles el recibimiento que Claudia espera por mi parte.

—¡Ahh!—una de las mujeres, de cabello moreno y lacio, corre en dirección a la novia, y la envuelve con sus frágiles y delgados brazos— ¡No me puedo creer que te vayas a casar!

—Yo tampoco me lo acabo de creer—añade con verdadero entusiasmo Claudia—. No sabéis cómo os agradezco que estéis aquí. Va a ser todo perfecto.

Un par de lágrimas brotan de sus ojos.

—Oh, no, está terminantemente prohibido llorar antes de la boda—admite un chica con cara redonda y sonrosada, cabello rubio y rizado— Por cierto, ¿dónde está Álvaro?

—No ha podido venir, está ocupado trabajando. Ya sabes, ser el jefe de todos los jefes tiene sus inconvenientes.

—Oh, vamos, chicas, ¿es que no se os ha quedado nada de esas películas americanas que tanto veis? El novio no puede ver el traje de la novia hasta el día de la boda.

Esta vez, la mujer que ha intervenido es la tercera de las damas de honor, una chica con un cuerpo tonificado y lleno de curvas, con cabello color zanahoria y unos enormes ojos verdes. Sus uñas adoptan un tono morado que hace juego con su vestido ajustado.

—Sara tiene razón. Álvaro no debe saber absolutamente nada del traje de novia—coincide Claudia, quien me arrebata la pancarta y la tira a la basura junto a la suya—Bueno, ¿a qué esperáis? Un vestido de novia me pide a gritos que lo compre.

Laura, la chica de cara regordeta, se coloca a mi vera y me regala una de la que deduzco que es su mejor sonrisa. Sara y Verónica optan por situarse una a cada extremo de la futura novia, dando así la impresión de que intentan protegerla de cualquier amenaza que la aseche. Y esa amenaza voy a ser yo como se ponga melodramática en la boutique.

—Hola. Creo que no nos han presentado, soy Laura.

Asiento.

—Yo soy Ana.

—Ana de Anastasia o Anabel.

—Ana a secas—le corrijo justo antes de que pueda proseguir con su lista interminable de nombres que empiezan por Ana.

—Vale, Ana a secas—sus labios gruesos se estiran, dejando ver sus dientes inmaculados y algo separados—. Supongo que Claudia te habrá pedido que seas su dama de honor, ¿no es así?

La verdad es que no estaría aquí si no fuese por la idea descabellada que tuvo mi hermana de ponerme al mando de la organización de una boda. No, no puedo ser tan directa, podría perjudicar a Clara en su trabajo. Así que, me limito a negar con la cabeza.

—Soy la organizadora de su boda.

—Oh, no te había reconocido. Claudia nos proporcionó algunos detalles de tu físico y juraría que no acertó en nada de lo que dijo.

—Acertó en todo—añado en voz baja.

—¿Cómo dices?

—Decía que soy la hermana de la chica que iba a organizar la boda de tu amiga pero, por motivos de trabajo (mucho más prioritarios), ha tenido que viajar a Londres.

Asiente lentamente, a la vez que deja ver una expresión de confusión.

—Pero, hay algo que no logro entender, ¿decidiste dedicarte profesionalmente a lo mismo que tu hermana?

¿Tengo pinta de estar disfrutando organizando esta boda?

—No. En realidad, trabajo en una floristería en el centro y no tengo ni la menor idea de cómo se organiza una boda.

Le dedico una sonrisa de satisfacción.

Por suerte mía o tal vez, desgracia de las demás, hemos decidido utilizar mi Volkswagen Beetle rosa para ir a la boutique. Laura toma asiento en los asientos traseros junto con Verónica, quien parece estar alucinando con el vehículo. De modo que Claudia no ha tenido más remedio que sentarse a mi vera, aunque, a juzgar por su expresión, creo que está más que agradecida.

—Qué coche más curioso, ¿verdad?—oigo que le dice Verónica a la chica que tiene justo al lado.

Ajusto el retrovisor con el fin de poder tener mejores vistas de la parte trasera. Laura, tiene los ojos desorbitados, los cuales miran el techo. A su lado, Verónica, parece estar escogiéndose con tal de evitar las furtivas miradas de los ciudadanos.

—Me suena de algo pero no logro recordar de qué.

—¡Verónica!, ¡es el coche de la Barbie! —dice Laura a voz de grito.

—Bueno, en este caso, es el coche de Ana—le corrijo.

Se produce un silencio repentino.

—¿Qué te llevó a comprarte este coche?—pregunta Verónica una vez nos hemos adentrado en unas de las calles que llevan al centro.

—Supongo que mi obsesión por la muñeca.

—Espero que no te lleve esa obsesión a realizarte más de una operación estética.

—Hay una clara diferencia entre gustarte la muñeca Barbie y convertirte en ella. Yo no tengo pensado ser la próxima Barbie.

Por suerte, vuelve a producirse un silencio, el cual se prolonga hasta que aparco junto a la boutique que me indica Claudia, a quien parece habérsele salido los ojos de las cuencas tras verla. Laura es la primera en bajar del coche, seguida de Verónica y de Claudia. Todas me abandonan en el aparcamiento mientras me limito a cerrar el vehículo. Así que me veo en la obligación de dar grandes zancadas con tal de alcanzarlas.

Una dependienta nos abre la puerta justo antes de que podamos agarrar el pomo. Entramos exactamente en el mismo orden del que nos bajamos del Volkswagen. Al entrar en el interior, me quedo algo anonadada con la brisa cálida que acaricia mi rostro. Ojalá pudiera quedarme ahí para siempre, sería genial. Las damas de honor toman a Claudia del brazo y la llevan a la zona en la que descansan varios maniquís con tal de mostrarles sus trajes.

—¡Es una preciosidad este traje!—añade Laura.

Tras emplear todos mis fuerzas en alejarme de la brisa cálida, me adentro en uno de los corredores de la tienda, dónde descansan percheros, de los que se suceden filas y filas de vestidos de novias de diferentes diseños. Avanzo por el pasillo voy echando una ojeada. Ninguno de ellos llama mi atención, no sé, son demasiados refinados y blancos. Pero, hay uno que sobresale entre los demás, uno que parece estar escondido entre ellos. Con ayuda de una de mis manos, cojo la percha y con la otra, sostengo la cola del vestido. Este es un vestido de novia de encaje, con cola de sirena, la cuál está diseñada con diversas terminaciones en forma de flor. Las mangas, a parte de ser largas y estar compuestas por una fina tela transparente, poseen a lo largo de ellas diseños de flores blancas. La espalda, está únicamente protegida por una fina tela, de nuevo, transparente. De manera que esta queda al descubierto. A lo largo de la columna, se abre paso una sucesión de botones de un tono blanco impoluto, los cuales terminan a la altura de los glúteos.

Es, sin duda, el mejor vestido de novia que he visto nunca.

—Perdone, ¿puedo ayudarla?

Me giro en redondo y me encuentro con una dependienta.

—¿Cómo dice?

—Me preguntaba si podía ayudarla a elegir el vestido ideal para su boda.

Las oírle decir aquellas dos últimas palabras, mi imaginación echa a volar y no se le ocurre otra cosa que crear una imagen irreal de mí encajada en ese vestido tan bonito, con un ramo de flores entre las manos, caminando en dirección al altar.

—Oh, no. No estoy comprometida.

—Es una lástima, ese vestido le quedaría muy bien.

Le dedico una sonrisa.

—Creo que debería ir a ayudar a la futura novia.

Me alejo de su posición lo más rápido que puedo y salgo al encuentro de las chicas con las que he venido hasta aquí. Busco en varias estancias de la tienda pero, no las veo por ninguna parte, así que como última opción decido mirar en los probadores. Allí, subida sobre una placa de metal, se encuentra Claudia, quien va lleva puesto un vestido de palabra de honor adornado con numerosas ramificaciones y perlas de un tono rosado. Sus pies están cubiertos por unos tacones bajos, de color blancos, con un perla rosada en la punta.

En su cuello hay un collar de perla, exactamente del mismo tono que las que incluye el vestido. Sus pendientes, sin embargo, son mitad blancos, mitad rosados. Aunque, ninguna de esas joyas hacen juego con la que lleva en el dedo, la cual, le dio Álvaro. El anillo, plateado y fino, incluye en el centro un pequeño diamante.

Su cabello está recogido entorno a un moño, este se encuentra adornado con una diadema de perlas rosadas. Las cuales, por cierto, hacen juego con el color de sus labios y sus mejillas. Debo admitir que aquel vestido le queda fenomenal.

—Ana, ¿qué te parece?

Simulo estar volviendo a examinar su figura.

—Es un vestido muy bonito. Estoy segura de que a Álvaro le encantará.

Sin saber muy bien por qué, siento un sensación de malestar. Es como si estuviese haciendo algo mal sin saber el qué.

—No hay nada más que hablar—se gira en torno a la modista que le está cogiendo los bajos—. Me lo llevo.

Tras comprar el vestido que había elegido Claudia para su boda, volvemos a mi coche, nos subimos a él y nos ponemos rumbo a casa de la futura novia. Lugar, en el que, diez minutos más tarde, dejo a las damas de honor, junto con la anfitriona. Se despiden de mí con un agitación de la mano, y yo, me limito a dedicarles una sonrisa. Una vez pierdo de vista sus figuras, pongo de nuevo en funcionamiento el motor y me dirijo rumbo a casa. Durante el trayecto, comienzo a fantasear con la boda de Claudia. Concretamente, la visualizo con ese vestido tan refinado caminando con paso decidido hacia el altar, mientras que millones de pétalos rosados caen sobre su persona. Y, junto al altar, se encuentra Álvaro, mirándola perplejo.

Aparco el coche en la habitual plaza de aparcamiento y subo las escaleras. Esta vez, por raro que parezca, no me doy cuenta siquiera del aumento de los latidos de mi corazón ni de mi agitada respiración. Ni siquiera soy consciente de que mi cerebro le manda señales a mis músculos y articulaciones para que se muevan. Abro la puerta de casa y la vuelvo a cerrar detrás de mí. Avanzo a través del corredor en dirección a la cocina, lugar en el que abro el frigorífico y busco algo que picar en él. Saco una lechuga, un tomate, cebolla y zanahoria y las coloco sobre una tabla de manera. Dejo un recipiente hondo de cristal justo al lado de la tabla, y con ayuda de un cuchillo, comienzo a cortar en pequeño trozos todos los ingredientes y los voy echando en la fuente de cristal.

Abandono mi tarea para encender la radio que yace en una de las encimeras. De ella comienza a sonar una canción muy pegadiza de Bruno Mars, y yo, en mi afán de evitar estar sola, decido no cambiarla. Así, tengo la sensación de estar acompañada de mi mejor amigo, Andrés, a quien le fascina este cantante. Es más, incluso puedo visualizarle bailando en el salón, simulando que tiene una guitarra en las manos.

Echo un poco de aceite en la ensalada con tal de añadirle más sabor, y unas gotitas de caramelo. Luego, coloco la fuente en la mesa del salón y tomo asiento en una de las sillas con tal de comer mi pobre cena. Va a ser verdad eso que dice Clara, que si ella no está en casa, ni siquiera me molesto en comer en condiciones. Pero, es que no tengo ganas de ponerme a hacer pasta o simplemente, de freír un huevo.

Lo cierto es que esta casa está muy sola desde que Clara y Marcos no están aquí. Nada de lo que antes hacía resulta ser fascinante. Incluso, a veces, tengo la sensación de escuchar la risa de mi hermana o la voz grave de su novio. Y, por raro que parezca, también me ha parecido oír un par de veces los muelles de la cama pero, supongo que eso se deberá a mi trauma. Dios, extraño tanto a mi hermana. Estoy deseando que vuelva y que me anime a combatir este karma que me rodea.

Echo una ojeada a mi alrededor y, al no oír el más mínimo sonido, me invade una sensación de soledad, la cual combato encendiendo la televisión. Con ayuda del mando, cambio de canal una y otra vez con tal de buscar algo que pueda interesarme.

Pasan las horas y yo sigo sentada en el sofá, mirando la tele, sin saber muy bien qué están diciendo en ella puesto que mi cabeza está en otra parte. Concretamente, en el siguiente paso que debo de dar para planificar la boda. Repaso mentalmente los apartados que venían en la libreta, ya que me la dejé el otro día en el restaurante y no tengo ni la menor idea de dónde está ahora. Y es entonces cuando el timbre de la puerta rompe el silencio. ¿Quién, en su sano juicio, me visita a las doce la noche? Aunque, esa no es la pregunta más acertada, más bien es esta: ¿qué querrá a estas horas? Un sentimiento de pánico me invade por completo al imaginar que podría tratarse de un secuestrador. Así que, camino con sigilo en dirección a la puerta y una vez me sitúo junto a esta, cojo del paragüero un báter de béisbol de madera. Sí, mi padre me lo regaló por mi décimo cumpleaños. Siempre tuvo la corazonada de que me interesaría por el béisbol como él a su edad pero, una vez más, se equivocó. Sin más dilación, me aferro al báter, me armo de valor y abro la puerta.

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