Capítulo 7
Después de la aventura que había tenido con Mimi esa mañana, llegué a casa con ganas de tranquilidad. Pero tenía una cita con Leo, a la que no podía faltar. Había comprado entradas para el cine "a modo de compensación".
No me había dicho que película íbamos a ver, pero yo esperaba que fuera Maléfica. Angelina Jolie, salía extremadamente guapa. Y me apetecía recordar el cuento de la Bella Durmiente. Era uno de mis favoritos cuando era una niña.
Le había repetido millones de veces durante el último mes que quería ir a verla. Nuestros gustos para el cine no eran los mismos, a él le gustaban más las pelis de acción y a mí las comedias románticas. Y por lo general era yo la que acababa cediendo a sus preferencias.
Leo me había escrito un mensaje para decirme que pasaría a recogerme a las 9, por lo tanto, aún tenía toda la tarde por delante para mí.
Decidí darme un baño relajante y estrenar unas sales de baño con olor a chocolate que tenía guardadas para ocasiones especiales. Pero la verdad, me apetecía más gastar esa ocasión conmigo misma.
Puse el agua caliente a correr para llenar la bañera. Encendí unas cuantas velas aromáticas y vertí la bolsita de sales en el agua, que se tornó de un color dorado.
Aunque había intentado que hoy fuera uno de mis días "cero", no pude evitar tomarme un yogur, desnatado por su puesto, mientras el baño se preparaba, porque mi estómago rugía desesperado y hambriento. Sabía que en el cine no podría resistirme a comer palomitas y eso necesitaba una compensación, dura, pero efectiva.
Durante el descanso de la mañana, había desayunado de nuevo con Adam. Míster sonrisa volvió a hacerme la encerrona, esta vez con una bolsa de chuches. No pude negárselas. Sus ojos de miel me miraban como un corderito degollado. Además no sé cómo lo hizo para averiguar que aquellas fresitas con azúcar eran mis favoritas.
Sabía que estaban en el bolsillo de mi chaqueta, así que tenía que quitarlas de ahí de inmediato. Prefería callar a mi monstruo interior con un yogur (32 Kcal.), que con un puñado de azúcar que iría directo a mi trasero.
Aunque ese pequeño bicho preguntón y engreído estaba intentando engordarme (más), me encantaba desayunar con él, o más bien, mirar cómo él lo hacía. La mañana se me había pasado casi sin darme cuenta gracias a sus frases. Era increíble, pero había descubierto que teníamos bastantes cosas en común. Aún quería conocer más de él, una rara curiosidad me invadía cada vez que sus ojos y los míos se cruzaban, algo que me decía que Adam tenía mucho que enseñarme. Podríamos ser buenos amigos.
Dentro de mí estaba deseando que llegara de nuevo el lunes para volver a verle.
Pero antes de eso, debía lidiar con la cita con Leo. Y no es que no me apeteciese tenerla, por supuesto que sí. Si no que después del suceso y los últimos meses, más que citas parecían batallas a las que me tenía que enfrentar, con muy pocas armas.
Entré en la bañera. El agua estaba demasiado caliente y pegué un salto de la impresión, pero inmediatamente después me sumergí completamente entre las burbujas que las sales habían formado. Cerré los ojos. Estaba completamente relajada. Dejé la mente en blanco. Cero preocupaciones. Noté como mis músculos se relajaban uno a uno por completo. El agua templada hacía estremecer cada rincón de mi piel. ¡Oh! ¡Cómo necesitaba una de estas tardes!
Entonces comenzó a sonar algo que distrajo mi armonía, rompió todos los chakras de mi cuarto de baño. Si es que los chakras podían romperse... Y mi mente pasó de estar en blanco, a estar en rojo. Era mi móvil que hacía vibrar toda la porcelana del retrete, donde lo había dejado posar. ¿Por qué no lo había apagado?
— Maldita Emily — Me dije a mí misma. No podía ser más despistada.
Saqué la mano llena de espuma y la sequé en la toalla que había dejado junto a la bañera, intentando alcanzar el móvil sin tener que salir de mi pozo de placer. Agarré el iPhone intentando que no se cayera dentro del agua — me había costado un riñón y parte del otro — y descolgué.
— Mimi, espero que sea algo de vida o muerte. O yo misma me encargaré de que sea lo segundo —Dije, tras ver su nombre en la pantalla.
— Emily, tienes que relajarte, estás muy estresada últimamente cariño — Dijo riendo.
— Eso intentaba, hasta que llamaste pequeño duende diabólico.
Soltó una carcajada.
— Mmm,... ¿Te estabas tocando? —Dijo
— ¡¡¡¡¿Qué?!!!!, ¡pues claro que no! Estaba intentando darme un baño, antes de ir al cine con Leo.
— ¡Oh!, el "chulito de playa" te vuelve a secuestrar... Qué raro...
— Mimi, ve al grano. —Rogué.
— Está bien señorita Sutton. Rachel, tú y yo tenemos entradas para la exposición de mi tito Henri. El sábado en Silvertown.
— ¿Mañana? —Pregunté sorprendida. Al día siguiente tenía comida con mis padres y la pequeña Sarah.
— ¡No! El sábado que viene. Aún tengo una semana para ver qué me pongo. Me pasaré por tu casa para que me dejes echar un vistazo a tu magnífico vestidor.
— De acuerdo, Mimi. Te reservo el sábado. Dale un beso de mi parte a tu madre.
Colgué el teléfono y seguí disfrutando de mi baño.
Pasé el resto de la tarde leyendo blogs y buceando por Youtube. Me encantaba leer historias sobre chicas como yo, que cuidaban su línea y ponían fotos del antes y el después. Soñaba con poder ser como ellas algún día, y conseguir ser feliz.
Pero ahora no era lo que más me preocupaba. Lo que me desvelaba por las noches era Leo. No quería perderle bajo ningún concepto. Él me había dado la vida. Aún me preguntaba cómo podría haberse enamorado de un ser tan imperfecto como yo, por eso le adoraba, jamás encontraría a alguien como él.
Llegaron las nueve y Leo estaba puntual en mi puerta. Subido en su Clase C plateado. Sus padres tenían dinero y lo invertían en mimar a su hijo intentando conseguir su cariño. Desde que su hermano Tom murió en aquel accidente de tren hacía 4 años, Leo no era el mismo con ellos. Su madre, en una ocasión me contó que antes de la pérdida que devastó y dividió a toda la familia, Leo no era ese chico duro y engreído. Había cambiado. Y quizás por eso yo no tenía en cuenta sus errores.
¿Cómo podía superar una persona la muerte de un hermano? Me estremecí al pensar que algo les pudiera ocurrir a Fred o a Sarah. Yo me moriría. Cambiar era lo mínimo que podría ocurrir.
Se bajó del coche y me abrió la puerta. A veces era tan caballeroso... Mientras montaba en el asiento del copiloto, me guiñó un ojo. Sonreí como si fuera la primera vez, aquel día en el Beach Club.
Llegamos al viejo centro comercial que estaba a unos 15 minutos de mi casa. Siempre que íbamos al cine nos gustaba ir ahí, porque no estaba tan saturado como el nuevo centro del norte de la ciudad.
Entramos y el olor a vainilla inundó mi nariz. Junto a la puerta estaba esa pequeña tienda de jabones que tanto me gustaba. De ahí había comprado las sales de baño que olían a gloria y que había usado esa misma tarde.
La película empezaba a las 9 y media. Por una vez en la vida Leo había cedido a mis gustos y había comprado las entradas para Maléfica.
— Rezaré para no dormirme con tanto color de rosa —Dijo cuando vio mi entusiasmo por su elección.
— No es una película ñoña —Refunfuñé —Rachel la vio hace unos días y me dijo que es genial. Te gustará.
Aún teníamos diez minutos para comprar algo para tomar durante la peli, así que nos acercamos al mostrador y me adelanté a comprar el pack de dos refrescos y bol gigantesco de palomitas. Eran mi debilidad. Pero ya había planeado quemarlas al día siguiente con una sesión intensa de running matutino y un nivel 1 – Sería imposible hacer un día "cero" porque tenía que comer en casa con mil ojos vigilando mis movimientos con la comida.
La película estaba a punto de comenzar. No podía estar más feliz.
Miré a mi lado izquierdo. Los ojos verdes de Leo centelleaban en la oscuridad y parecían verdaderas linternas. Me miraron. Sonreí. Entonces Leo me susurró:
— Siento lo del otro día bebé.
Tomó mi brazo y acarició el moratón que asomaba bajo mi blusa y que ya había tomado un color más amarillento en algunas zonas.
Entonces me acerqué a sus labios y junté mi nariz con la suya. Nos fundimos en un beso. Uno de esos que saben a miel.
Las primeras imágenes de la película invadieron la gran pantalla, nos separamos y comenzamos a ver la película. Habíamos puesto el gran bol de mi perdición entre ambos.
Yo estaba absorta mirando al frente. Había olvidado que estaba rodeada de gente y me había concentrado por completo en la bellísima Jolie. Tan solo movía mi mano para engullirla en el bol y acercarla a mi boca para devorar las palomitas.
En una de esas veces en las que mi cuerpo estaba desconectado de mi cabeza y parecía moverse solo, mi mano topó con la de Leo dentro del bol. Entonces me miró, viendo que el gran cuenco estaba ya prácticamente vacío, y soltó:
— Comes como un cerdo. Luego no podrás abrochar tus pantalones.
Saqué la mano del gigantesco cuenco. Y me quedé en silencio. Miré la pantalla, pero no veía nada. La película había empezado a ser secundaria para mí. Su comentario había atravesado mi cuerpo como mil estalactitas. Tenía razón. Estaba comiendo como un cerdo. ¿Quién quiere ir al cine con un puerco?
Mi gesto se agrió. Me di asco. Comencé a sentirme agobiada, como si no cupiera en la sala de cine. Mi respiración se aceleró y el estómago comenzó a estar revuelto. Entonces me levanté. Susurré a Leo que tenía que salir un momento al baño.
— ¿Estás bien, Em? —Dijo.
— Sí, no te preocupes. Enseguida vuelvo.
¿Estás bien? ¿Cómo iba a estar bien?...
Escapé de esa sala oscura y opresiva y me dirigí al baño. Mis ojos comenzaron a llenarse de lágrimas. Era como si no hubiera nada a mi alrededor, solo un fijo pasillo que me llevaba a las consecuencias de mis actos.
Abrí la puerta del baño y la cerré tras de mí. Entonces hice eso que ya había hecho en tantas otras ocasiones, y que me liberaba del dolor, de la sensación de asco, de la opresión...
Mojé mis dedos índice y corazón en el grifo, pasé a uno de los retretes y me abracé a él. Vomité. Vomité toda la rabia que llevaba dentro, hasta que no quedó nada. Sentí alivio. Era la medicina que calmaba las voces que gritaban dentro de mí, y que me llamaban gorda. Que me decían la verdad. Que me decían que daba asco y que no merecía tener nada en la vida. Ni si quiera a Leo, que había notado como era mi yo de verdad: Comes como un cerdo.
Lavé mis manos de los restos de vergüenza que quedaban en ellas. Y me miré al espejo. Ese jodido enemigo que me devolvía una bofetada de realidad cada mañana. Me atusé el pelo y sequé las lágrimas que caían de mis ojos. Como si nada hubiera pasado...
Volví al cine. Y seguimos viendo la película.
Leo no se dio cuenta de nada. Él no conocía las consecuencias.
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