Capítulo 29

Tres meses después...

Estaba sentada en la silla de la cocina. Lúa correteaba por el salón jugueteando con uno de sus peluches. Lo tenía destrozado. Esa pequeña perrita tenía mucho genio y mordisqueaba todo a su paso: mis zapatos, el sofá, las almohadas... Era un ciclón, pero no podía enfadarme con ella, ni reñirla, porque me hacía muy feliz.

Acababa de ponerme mis mallas más cómodas y una sudadera, y había comenzado a comerme un sándwich de queso fundido, cuando el timbre sonó. Era Adam. Una enorme sonrisa invadió mi rostro al instante.

Habíamos quedado para ir a echar un partido de tenis. Este último tiempo había descubierto muchas cosas nuevas sobre Adam, y todas y cada una de ellas hacían que me gustase aún más ese chico de ojos de miel.

Después de aquella tarde en la que abrí los ojos, no había vuelto a ver a Leo. Ni lo echaba en falta. Adam dejó a Laura definitivamente un par de días después. Habíamos decidido ir despacio. Conocernos sin escondernos de nadie, disfrutar el uno del otro sin ninguna prisa. Y... era increíble. Nunca había sido tan feliz.

Adam era detallista, cariñoso y divertido. Se preocupaba de que no me faltara de nada y de hacerme sentir en cada momento como una reina. Y yo intentaba darle lo mismo a él.

Abrí la puerta y ahí estaba, de pie frente a mí, sonriendo. Traía su bolsa de deporte y unos pantalones cortos que me hacían mucha gracia, porque dejaban ver sus morenas y peludas piernas.

Solté una carcajada.

— ¿Qué? ¿Qué pasa? —Dijo mirándose el cuerpo.

— Nada... —Dije distraída mirando hacia sus piernas.

— ¡Oh! ¿Te estás riendo de mis piernas? —Dijo soltando la bolsa en la entrada y acercándose a mí.

— ¿Yo? ¡No! —Negué riendo sin parar.

Se abalanzó sobre mí y me levantó poniéndome sobre su hombro de tal forma que mi cabeza y mi cuerpo, quedaron colgando a la altura de su pompis. Comenzó a girar rápido. No paramos de reír.

Cuando me bajó le abracé con fuerza y le besé hasta que ambos quedamos sin respiración. Entonces tres palabras se escurrieron de mi boca sin ningún permiso, sin pensar en nada, sinceras.

— Te quiero Adam —Mascullé. Me enrojecí. Sonrió y se mordió el labio.

— Yo también te quiero Emily, desde el primer día que te vi. — Susurró en mi oído.

Nos miramos fijamente, y sentí algo que nunca antes había sentido. Mi alma se estremeció y noté un nudo en el corazón, como si me fuera a salir disparado por mi boca en cualquier momento.

Adam me enseñó a amar, porque yo no sabía. Creía que el amor era dar lo mejor de uno mismo a otra persona, mostrarse fuerte, mostrarse irrompible, perfecta para el resto. Y amar no era eso. Amar empezaba por aceptarse, por quererse a uno mismo. Por querer cada centímetro de nuestro ser, sin excepciones.

Había experimentado en mi interior el peor sentimiento, el más atroz, el más despreciable. El odio. El odio hacia mi cuerpo, hacia mi persona y hacia mi ser. Me odiaba, me odiaba hasta el punto de la autodestrucción.

Y odiarse no era sano.

Reflejé el rechazo en el espejo y culpabilicé de todo lo que me ocurría a mi cuerpo. A mi envoltorio. Porque sentí que lo que se podía ver a través de los ojos importaba más que lo que el corazón podía apreciar con cada latido. Y no pude estar más equivocada. No solo aprendí que todo ser humano es bello tal y como es por esencia, en todas y cada una de sus variedades y colores; sino que, aún más bello es lo que contiene en su interior.

Las personas no valemos más en función de lo que poseemos, por cómo nos vemos o por cómo vestimos sino por lo que somos capaces de aprender, de amar y de sentir. La mayor exaltación de la belleza y del valor del ser humano es el sentimiento. Es el amor. Es la risa. Es la pasión. Es el ser, en sí. Y todas estas cosas no siguen cánones.

Seguí abrazada a su cintura, sentía su cuerpo sobre el mío, su respiración en mi frente y sus fuertes brazos alrededor de mi cuerpo.

Había sufrido mucho este último año, pero tenerle a él había sido mi recompensa. En ese momento pensé que si pudiera volver a nacer hubiera hecho las cosas de otro modo, nunca hubiera salido con Leo, nunca hubiera dejado de comer, nunca hubiera llorado por un chico en una discoteca... Pero recordé que quizás si nada de eso hubiera pasado, yo no estaría con el que era el amor de mi vida.

O quizás sí.

Me pregunté acerca de lo que estamos o no destinados a hacer en la vida. ¿Está escrito en alguna parte lo que nos depara nuestra existencia? O ¿somos nosotros quien cambiamos y decidimos el camino con nuestros actos, de forma inconsciente? No tenía respuesta, solo sabía que fuera lo que fuera, esa vida de sufrimiento me había llevado a donde estaba ahora. A tener una familia increíble, a estudiar lo que realmente me gustaba, a conocer el verdadero amor. A ser feliz de forma merecida.

Quizás el sufrimiento era necesario en nuestra vida. No de la forma en que me vino a mí, de ningún modo, eso no se lo deseaba a nadie, pero sí de forma intrínseca en el ser; porque ¿cómo distinguiríamos las cosas buenas, sin compararlas con las malas? ¿Cómo sabríamos qué nos hace felices, sin saber qué es lo que nos pone tristes? ¿Se podría vivir sin dolor, sin tristeza, sin desesperación?

Al fin y al cabo, son sentimientos que nos hacen sentirnos vivos, al igual que el amor, siempre y cuando aprendamos a vivir con ellos y a diferenciar el sufrimiento que debemos albergar de forma inevitable porque es inherente a nuestra especie, como por ejemplo el dolor que nos produce la muerte de un ser querido; del que de ninguna manera tenemos que aguantar, como el maltrato.

Estaba perdida en mis reflexiones cuando Adam me soltó. Yo me incorporé y volví a la realidad.

— Bueno princesita, ¿Estás lista para perder?

— No pienso dejarte ninguna oportunidad para ganar, listillo.

— Ya veremos —Dijo sonriendo.

Cogí la bolsa de deporte que había preparado hacía un rato y el abrigo. Adam se quedó observando todos mis movimientos desde la entrada. Cuando estuve lista me puse frente a él y le miré sonriendo.

— ¡Lista! —Dije entusiasmada.

Adam clavó los ojos en mí. Alzó su mano a la altura de mi oreja y me colocó un mechón de pelo del flequillo por detrás para que no cayera sobre mi rostro.

Moví la cabeza sobre su mano para sentir su calor y que me acariciase. Entonces abrió su boca de nuevo.

— Te quedan genial esas mallas. Estás preciosa incluso en chándal. ¿Cómo lo haces?

Lo cierto es que nunca me había gustado ir tan informal, pero era inevitable si queríamos jugar al tenis. Por lo general no solía usar mallas porque dejaban ver demasiado la figura real de mi cuerpo, demasiada celulitis antes o extremada delgadez después. Así que optaba por tejidos más rígidos como el vaquero. Sin embargo había conseguido engordar algo y ya estaba acercándome a un peso normal con el que mis piernas empezaran a tomar una forma adecuada.

Y Adam se había percatado. Desde que habíamos empezado a ir más en serio no paraba de dedicarme cumplidos y elogios.

— Creo que es la comida que me preparas los fines de semana, me sienta genial. ¿Qué me vas a preparar después del partido? — Murmuré.

— No estoy seguro de que vaya a haber partido. No creo que pueda dejarte escapar de aquí —Dijo mientras me agarraba por la cintura fuertemente.

El corazón me comenzó a latir a mil por hora. Solté las cosas que llevaba colgadas de los brazos y salté sobre él, sujetándome con las piernas alrededor de su cuerpo y los brazos en su cuello. El me sujetó aún más fuerte. Le besé.

Se dirigió hacia una de las paredes del salón y apoyó mi espalda sobre ella, empujándome ligeramente. Apoyé mis pies de nuevo en el suelo. Nos besamos otra vez, ahora mucho más pasionalmente. Nuestras respiraciones eran cada vez más rápidas, más jadeantes. Nos gustábamos, nos queríamos, nos amábamos.

No podíamos aplazar más lo inevitable.

Separamos nuestros rostros por un segundo y nos comimos con la mirada. Acaricié su cuello con la yema de mis dedos haciendo círculos y el bajó sus manos por mi espalda armónicamente hasta llegar a la goma del pantalón, entonces apartó sus brazos y comenzó a bajar la cremallera de su sudadera, lentamente. Cuando alcanzó el final de la misma, se la quitó y la tiró al suelo. Debajo llevaba una camiseta de un blanco impoluto, que desprendía el olor de su perfume.

Respiré hondo.

Entonces llevó sus manos de nuevo a mi cintura, pero esta vez para agarrar el borde de mi camiseta y sajarla hacia arriba. Le ayudé y me la quité.

Me enrojecí. Era la primera vez que Adam me veía en sujetador, y no era ni mucho menos el más sexy que tenía. No había pensado que acabaríamos de aquel modo, así que me había puesto un sujetador deportivo de lo más normal. Cero encaje, cien por cien algodón. Algo en mí me dijo que eso no importaba.

Me besó fuertemente en los labios y después bajó a lo largo de mi cuello y por una de mis clavículas hasta llegar al hombro y al escote, que rozó levemente con sus labios, haciendo que me estremeciera. Hice lo mismo por su cuello.

Después le ayudé a quitarse su camiseta. Su torso desnudo era increíble. Tenía un tono dorado como el de sus brazos, que conservaban un ligero y perfecto bronceado todo el año. Además se notaba que se cuidaba. Podía dibujar todos sus músculos con la yema de mis dedos.

Apretó su cuerpo contra el mío sin dejar de besarme. Noté su corazón latir deprisa. Estaba tan nervioso como yo, y eso me encantaba.

— Emily —Dijo antes de suspirar profundamente.

— Dime Adam —Dije jadeante.

— No puedo ser más feliz.

Sonreí y le abracé.

— Yo creo que sí —Susurré pícaramente en su oído antes de morderle suavemente el lóbulo.

Rió. Entonces me condujo con sus brazos hacia el dormitorio. Entramos y cerró la puerta detrás de sí, dejando fuera todo lo demás. Solo él y yo. Amándonos.


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