Capítulo 17
Estaba en esa cama horrenda, medio desnuda, tapada con unas sábanas que olían a enfermedad. No me dejaban usar el móvil, ni siquiera asomarme a la ventana. Tenía que dejar la puerta abierta cada vez que entraba al baño y siempre había alguien vigilando que comiera toda aquella comida insípida que me traían.
Quería escapar de allí.
Eran las 5 y estaba con una enfermera que se había quedado cambiándome los sueros mientras mi madre bajaba a la máquina a por un café. Presentía que mi estancia hospitalaria se iba a alargar unos días más de lo que el doctor me prometió; y no sabía si lo aguantaría. No podía recibir visitas, no podía pasear por los pasillos, no podía hacer nada. ¿Pero qué pensaban? ¿Que iría a vomitar a otras habitaciones? Era ridículo, pero era la política de la planta de Psiquiatría.
Entonces escuché a alguien chistar tras la puerta.
— Tsss, tsss...
La enfermera, que ya había terminado se giró, se acercó a la puerta y dijo.
— Pasa, pasa, ahora no hay nadie.
Adam atravesó la puerta y mi cara cambió por completo. Por una parte no quería que me viera así, pero por otra me hubiera encantado saltar sobre él y abrazarle, para que se quedase conmigo en ese maldito lugar.
— Gracias, Rose —Dijo mirando a la enfermera. —Nadie se enterará. Te lo prometo.
— Más te vale, señorito. Pueden echarme por esto —Dijo la enfermera al salir de la habitación.
Miré a Adam y sonreí. Él hizo lo mismo.
— ¿Qué haces aquí? —Dije.
— ¿Tú qué crees? Vengo a revisar las camas. Tienen pinta de ser incómodas —Dijo entre risas mientras se sentaba en el borde de la cama junto a mí.
Odiaba sus sarcasmos y tonterías. Yo esperaba que dijese algo como "He venido a rescatarte y llevarte al fin del mundo" pero claro, no iba a decir eso. Tenía que hacer sus gracias.
— Esperaba que vinieses a verme a mí no a la cama pero si es así, toda tuya —Dije simulando indignación y acomodándome en el borde para hacerle sitio.
— No te pongas celosa señorita puntualidad. Soy todo tuyo. —Dijo agarrando mi nariz entre sus dedos.
— ¿Qué le has dado a la enfermera para que te deje pasar?
— Le he prometido una noche de sexo salvaje y pasión. Ya sabes. Nadie puede resistirse a mis encantos. —Dijo poniendo voz de interesante.
— Ja, Ja y Ja. —Solté sarcástica. —¿Cómo puedes ser tan creído?
Adam soltó una carcajada y se encogió de hombros. Reí. Era la primera vez que lo hacía desde que estaba allí.
— Ayer no me dejaron venir a verte, después de lo que pasó. Rose es mi vecina, sabía que me dejaría entrar. ¿Qué tal estás? — Dijo suavemente, acariciándome la mano.
— Gracias por venir, Adam. Me hacía mucha falta. Esto es horrible. ¡Yo estoy bien! ¡Quiero largarme de aquí!
— Estaba preocupado. Cuando te recogí del suelo estabas como muerta,... Pálida y fría. Menos mal que estás bien... Tienes que cuidarte Em...
Bajé la mirada, tenía razón. Como siempre.
— Adam, ¿Por qué te preocupas tanto por mí? En serio, no lo entiendo. Eres como mi ángel de la guarda. Es la segunda vez que me salvas.
Aún notaba su mano sobre la mía, era tan suave, que giré mi mano para agarrarla completamente. Entrelacé mis dedos con los suyos y no quise soltarle.
— Supongo que no quiero quedarme sin compañera de desayunos. —Dijo mirando nuestras manos unidas.
— Yo tampoco —Dije mirándole.
Su perfecta sonrisa me seguía traspasando. ¿Cómo lo hacía?
— ¿Sabes algo de Mimi, Rachel y Lucas? —Pregunté. — No me dejan usar el móvil.
— Hoy les he visto en clase, creo que estaban preguntándose dónde andabas, pero no les he dicho nada. Es un tema delicado y no sabía si tu...
— No digas nada —Rogué antes de que pudiera terminar. — Por favor, no quiero que se entere nadie. En cuanto consiga mi móvil inventaré algo, pero no pueden saber que estoy aquí por esto.
— Sus deseos son órdenes, princesa. —Dijo cambiando su voz.
— Leo ni siquiera notará nada. Sigo sin saber de él...
— Olvídate de ese... —Le tapé la boca con mi mano antes de que pudiera decir lo que sabía que diría y puse ojos de indignación.
— Adam, pórtate bien.
— Emily, sabes que te respeto en todo, pero ese tema me pone de mal humor.
— Está bien, pues cambiemos de tema. ¿Qué tal está tu novia cadáver?
— ¿Tú puedes meterte con Laura y yo no puedo decir que tu novio es un imbécil? —Dijo riendo y empujándome ligeramente.
— Tssss —Dije callándole con un dedo.
Comenzamos a reír. Todo el tiempo que estaba con él era así. Cuando pudimos parar, Adam se puso serio y continuó:
— Lo cierto es que Laura y yo no estamos en nuestro mejor momento, últimamente no nos vemos tanto como me gustaría.
— Me gustaría decirte que lo siento, pero no puedo. Te mentiría. —Dije.
— ¡Qué mala eres! —Dijo sorprendido por mi respuesta.
— No soy mala. Simplemente no me gusta tu novia.
— Pues asume que a mí no me gusta el tuyo.
— Lo asumo.
— Entonces déjame llamarle imbécil todas las veces que quiera.
— De acuerdo. Yo llamaré a tu muñequita de porcelana, novia cadáver. Estamos empatados.
Sonrió. Y me abalancé sobre él, todo lo rápido que mi débil cuerpo me permitió. Nos abrazamos de nuevo. Se estaba convirtiendo en una costumbre. Pero supuse que era normal entre amigos. Y eso me gustaba.
***
Los días en el hospital pasaron lentos. Estuve ingresada hasta el sábado, en el que el médico de guardia tras ver mis análisis ya estables y que me había portado bien con las comidas, decidió darme el alta. El alta y una pila de folios con las citas para la consulta con el Dr. River, el endocrino y el psicólogo, con las que hubiera podido encender una bonita fogata al salir del hospital.
Lo cierto es que mi buen comportamiento con la comida no había sido gracias a mí. Adam, había venido cada día a la hora de la comida – saltándose la clase de esa hora – para vigilar que comiera, sustituyendo a su vecina Rose en la tarea. No sé cómo lo hacía pero cuando me traían aquel plato de puré de verduras maloliente y un filete de pollo seco, conseguía que pareciera un exquisito manjar.
— No pienso moverme de aquí hasta que termines el puré. —Decía. —Tenemos todo el tiempo del mundo, pero no creo que frío esté muy bueno.
— Adam...pienso lanzártelo como no me dejes tranquila. De lo único que estoy segura es que es un buen misil.
— Vale, pero diré que te ha dado un brote psicótico y te quedarás una semana más aquí comiendo puré.
— ¡Eh! ¿Chantajes? ¿En serio?
Las comidas eran un verdadero show, pero acababa tomando una cucharadita tras otra y sin darme ni cuenta terminaba cada plato.
Yo sabía que en estas circunstancias, la realimentación tenía que ser lenta. Y me dejarían comer lo que yo quisiera, sin fritos ni grasas ni nada que pudiera hacerme sentir mal. El tratamiento era así, por eso supongo que me costó menos tomar los alimentos, al menos estaba segura que no eran hipercalóricos, y mi conciencia aunque no estaba del todo tranquila no echaba humo.
El Dr. River venía cada mañana a felicitarme, y a seguir con sus eternas charlas sobre los trastornos de la conducta alimentaria.
— Emily, sabes perfectamente todas las consecuencias negativas que tiene la anorexia, y mucho más las purgas. Tú, más que nadie deberías intentar no caer en estas situaciones. Sé que es difícil pero no es bueno para ti. Muchas chicas y chicos mueren por esto.
— Lo sé Dr. River, y eso es lo que más me duele. Sé que lo que hago está mal, pero el sentimiento de culpa sobrepasa toda la razón, toda la lógica y me puede. —Decía cabizbaja.
— Es normal Emily. Pero no te preocupes. Te ayudaremos a superarlo.
Claro que yo sabía lo que podía pasar, lo había estudiado unos cursos antes e incluso había visto casos en alguna de mis rotaciones. Niñas desnutridas, que no comían para estar delgadas, amenorreicas, que se miraban al espejo y se veían gordas cuando algunas no superaban los 35 kilos. Y eso me mataba. Me mataba ser consciente de que me estaba equivocando. ¿Cómo podía haber caído en eso? ¿Cómo podía haber dejado que la sociedad y los estereotipos me influyesen de esa manera? Quizás hubiera sido más feliz con unos kilos de más... Pero eso ya no podía saberlo. Ahora tenía que salir de aquello como fuera, tenía que luchar contra mí misma.
El sábado al salir del hospital me encontraba con algo más de fuerzas que el lunes. Los cinco días ingresada habían sido pesados pero al menos me sentía mejor y me habían ayudado para darme cuenta de que algo en mí iba mal y tenía que cambiarlo. No quería volver a ser la de antes, eso no iba a consentirlo, pero el endocrino me ayudaría a mantenerme en forma sin tener que ir cayéndome por las esquinas ni perjudicando mi salud. Y no iba a ser nada fácil, pero tenía la intención de intentarlo.
Mi madre había venido a recogerme después del trabajo, me ayudó a guardar las cosas de la habitación del hospital y me llevó a casa. Cuando entré a mi refugio no podía creerlo y me tiré sobre mi mullido colchón para probar que era real. Estaba allí de nuevo.
— Emily, prométeme que te cuidarás. Voy a darte una oportunidad. Si sigues así volverás a casa con papá y conmigo. —Dijo mi madre, con su tono continuo de preocupación. No tenía bastante con tener un hijo lejos de casa, como para ahora tener una hija enferma. Era demasiado para ella.
— No te preocupes mamá. No volverá a ocurrir.
— De todas maneras, te acompañaré a todas las citas con los doctores. ¿Entendido?
— Entendido.
— Está bien, me marcho. Sarah está en casa de la vecina, tengo que ir a por ella. Si necesitas cualquier cosa llámame. —Dijo — ¡Ah! Tu padre vuelve mañana de su viaje de negocios, deberías venir a casa a comer. Está preocupado por no haber podido visitarte en el hospital.
— Ya le dije por teléfono que no pasaba nada. Espero que no se pase un mes disculpándose como de costumbre. Pero está bien, comeré en casa mañana.
— Perfecto. —Dijo antes de salir por la puerta.
Lo último que quería era volver a casa. Después de probar el dulce sabor de la independencia, no quería revivir la vida estricta y llena de normas en casa de mis padres. Lo único que echaba de menos de esa casa era a la pequeña Sarah. Ya no podía darle un beso de buenas noches y contarle cuentos a diario.
Unos minutos después de que mamá cerrase la puerta, sonó el timbre. Pensé que habría olvidado algo, como de costumbre, así que descolgué el telefonillo y dije:
— Un día te vas a dejar la cabeza. ¿Qué has olvidado?
— Emily —Dijo una voz fuerte, muy distinta a la dulzura de la de mi madre. —Soy Leo. Abre.
Me quedé sin respiración. No había sabido nada de Leo en una semana. Ni él de mí. No sabía que había estado ingresada. ¿Qué iba a decirle? Le había echado mucho de menos, pero aún no sabía si quería perdonarle lo del viernes pasado, o si podría perdonármelo a mí misma con él delante. Pero tenía que hablar con él. No quería perderle, así que le abrí.
En un instante estaba allí, frente a mí en el salón. Mirándome sin decir nada. Aún podía apreciarse en su cara alguna marca, supuse que de algún golpe de la pelea con Bruce. Sus ojos centelleaban. Y yo solo quería besarle y disculparme y contarle todo lo que había pasado mientras no sabía nada de él, pero quizás él no quería.
— Soy un imbécil. —Dijo. Y me acordé de Adam. Ahora tenían algo en común.
— Siéntate, Leo. — Dije señalando el sofá.
— Te he echado mucho de menos. —Dijo una vez sentado. — Y no podía aguantar más sin verte Em. Joder... lo siento. Siento todo lo que te he hecho.
— Leo, yo... en realidad fue mi culpa. No debí haberme ido corriendo.
— No, Emily. No me refiero sólo al viernes, sino a todo. He cambiado. No sé por qué. Te quiero con toda mi alma y no te merezco. Soy un monstruo. —Dijo. Y en un instante sus ojos se llenaron de lágrimas.
Jamás había visto a Leo llorando. Habíamos discutido muchas veces, pero nunca le había visto así. Leo era un chico duro, de los que nunca abren su corazón. Yo le conocía, pero no por lo que él me contaba, sino por lo que adivinaba en sus ojos y en sus actos. Era reservado y le costaba decir lo que sentía, pero eso no significaba que su corazón fuera de hielo.
Le abracé y le di un ligero beso en los labios. Nuestras narices se rozaron suavemente, y sus lágrimas rozaron mis mejillas.
¿Cómo iba a perderle? Leo lo era todo para mí. Él me había hecho feliz. Me quería, lo había demostrado. Me persiguió durante meses hasta que accedí a salir con él. Aparecía a diario con ramos de flores, osos de peluche o entradas para conciertos y yo le daba calabazas. Hasta aquel día que me llevó de cena y no pude evitar besarle. En ese momento supe que quería estar toda mi vida con aquel chico malo de ojos verdes.
De algún modo, entendía que hubiese cambiado. Todos lo hacemos. Y él tenía más motivos, después de la muerte de su hermano. ¿Quién no hubiera cambiado después de esa terrible pérdida?
Sequé sus lágrimas con las yemas de mis dedos.
— Leo, no eres un monstruo.
— Sí, Emily. Te golpeé. Y aún así me defendiste. ¿Cuándo me he convertido en esto? No te merezco. No mereces estar con alguien como yo.
— Leo, te amo. Pase lo que pase. ¿De acuerdo? Fue un error. Todos nos equivocamos.
— Llevo toda la semana encerrado en casa. No he ido a trabajar. No podía perdonármelo y me daba vergüenza mirarte a la cara después de que te dejase ahí perdida en Silvertown. ¿Cómo volviste?
No tenía ninguna intención de decirle que Adam había venido a recogerme aquel día, ni que había estado ingresada. Así que improvisé.
— Llamé a mi padre y vino a recogerme. No te preocupes, he estado bien. — Mentí, como tantas veces hacía últimamente.
— Le destrocé la cara a ese chico, estaba sangrando y... yo-yo...Solo espero que esté bien. —Dijo llevándose las manos a la cara, tapándose los ojos en un intento de esconder sus sollozos.
— Eso da igual ahora Leo. Estamos los dos, y no importa nada más.
Leo me miró y me abrazó de nuevo. Entonces me susurró al oído, algo que en ese momento pensé que cumpliría:
— Juro que no volveré a hacerte daño.
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