Capítulo 12

Eran las dos de la madrugada. Estábamos allí tirados en una acera cualquiera en mitad de Silvertown. Pero no había otra cosa que me apeteciera más en el mundo. Tenía los ojos tan hinchados que de haber tenido un espejo ni me hubiera reconocido. Mi pelo debía ser una maraña y mi maquillaje habría desaparecido por completo como otras tantas veces.

Estaba congelada. Y tenía los pies sucios. Pero me sentía protegida, segura. Sabía que en aquel momento nada podría pasarme. Nada me haría daño.

Junto a él. Junto a Adam.

Sí, míster sonrisa estaba allí, sentado a mi lado en el suelo. Abrazándome. En mitad de la nada, en mitad de la noche. Sin ningún reproche, ni ninguna explicación. Como si fuera mi ángel de la guarda.

¿Quién me hubiera dicho que la exposición en Silvertown terminaría así? Nunca hubiera apostado por ello. Pero, ¿qué había ocurrido? ¿Cómo habíamos llegado a ese punto?

Tres horas antes

Después de que el chico misterioso me pidiera que le acompañase a tomar una copa, descolgué el teléfono para avisar a Leo de que no viniera. Había decidido quedarme. Más que por mi nuevo amigo —que también tenía gran parte de culpa — por las chicas. No podía obligar a Mimi a que se fuera ahora, cuando había conseguido su plan y llevaba ya varios minutos sin parar de reír y hablar con el Dr. Williams. Y Rachel, Rachel seguía dormitando en aquel sofá, no podía dejarle que siguiera bebiendo ni aquí ni en cualquier otro sitio.

Leo descolgó el teléfono:

— Ya voy nena. La partida de FIFA se ha alargado. Estamos en la prórroga. El idiota de Mike ha metido un gol en el último momento y... —Gracias a Dios, aún no había salido.

— Leo, no...Te llamo para abortar la misión. No hace falta que vengas. Mimi ha encontrado a su doctor, y no puedo hacer que se vaya ahora o me matará.

— ¿Qué? ¡Venga nena! Ya me había hecho a la idea de ir a tomar unas copas, juntos. Ya te echo de menos.

— Mañana iremos tú y yo. Te lo compensaré. Ya sabes. Labios rojos. —Murmuré soltando una risita pícara.

— ¡Uff!...No digas eso, o iré ahora mismo y no te me escaparás, princesa.

— Disfruta de la partida. Luego te llamo cuando tengas que venir a recogernos. Gracias por entenderlo. Te quiero. —Dije antes de colgar.

Con suerte Leo estaría entretenido por un tiempo más y así yo podría seguir con aquel chico tan interesante. Me sentía culpable por querer estar allí, en lugar de con mi novio, pero ignoré a mi conciencia por una vez.

— ¿Ya has hecho la llamada? —Dijo esa voz sexy.

— Sí. Vayamos a por esos cócteles —Sugerí sonriendo.

Bruce, que así me pareció que le había llamado el Dr. Williams antes, se metió la mano derecha en uno de los bolsillos de la americana azul marino que llevaba y sacó las llaves de un coche, mostrándomelas.

— ¿Qué? —Dije extrañada —Pensé que tomaríamos los cócteles aquí.

— No, no aguanto ni un segundo más en este sitio. Dejemos a los tortolitos viendo las obras de arte. Conozco un lugar genial muy cerca de aquí. —Dijo Bruce.

— No sé si es buena idea irnos, no puedo dejar sola a Rachel en el sofá...

— Estará bien. Mimi y Robert cuidarán de ella. Venga Emily, divirtámonos un poco —Rogó agarrándome de la mano.

— Está bien. Pero sólo una copa y volvemos. Avisaré a Mimi.

Era una locura. ¿Dónde iba con un desconocido? Sólo me tranquilizaba el hecho de que era amigo del Dr. Williams, por tanto, debía ser un buen tipo. O al menos si me descuartizaba, Mimi y Rachel podrían localizarle con facilidad.

Avisé a Mimi de que me iba durante una hora y le rogué que estuviera pendiente de Rachel. Creo que ni siquiera me oyó, porque dijo que sí antes de que terminase la frase. Estaba tan absorta mirando a Robert que ni pestañeaba.

Bruce y yo salimos de aquél lugar. Hacía bastante frío pero por suerte tenía el coche aparcado en la acera de enfrente. Monté en su deportivo plateado y me abroché el cinturón. Le miré. Cada vez me parecía más guapo. Moreno, ojos claros, esa barba desaliñada a propósito... Llevaba una americana entallada azul, y unos pantalones ajustados. En los pies unos elegantes zapatos marrones. Era todo un dandi.

Me llevó a una especie de mirador con un pequeño bar muy acogedor pero elegante, que estaba a las afueras de la ciudad. Era precioso. Desde allí, se podía ver el gran bosque que había entre Silvertown y Lorain City. Los enormes árboles movían sus hojas de lado a lado empujados por el tenue viento. En la oscuridad solo se dibujaban las siluetas de todos aquellos seres llenos de vida y sus reflejos en el pequeño riachuelo que cruzaba ese montón de naturaleza.

Mientras yo admiraba toda esa belleza, Bruce trajo un par de copas.

— He pedido lo mismo para los dos. Espero que te guste el Manhattan.

El whisky no era para nada mi favorito, pero cualquier cosa me hubiera bastado, con tal de estar allí frente a esa maravilla.

Entramos dentro del bar porque la temperatura empezó a descender, pero eso no era problema porque las paredes eran enormes cristaleras que dejaban ver todo a través. Nos sentamos en una de las mesitas, que estaba llena de velas de vainilla en el centro.

— Bueno Bruce. Estoy tomándome un Manhattan con un completo desconocido. ¿Por qué no me cuentas algo de ti? —Dije con la intención de curiosear.

— ¿Qué quiere saber la fisgona? — Susurró.

— Pues, por ejemplo, cuál es tu edad, de qué conoces a Robert o a qué te dedicas.

— ¿Qué más da la edad que tenga o a qué me dedique? Si tú me dijeras que qué quiero saber de ti, no preguntaría eso. —Dijo con una sonrisilla.

— ¿Y qué preguntaría el señor misterio?

— Pues que cuál es tu postura favorita o de qué color es tu ropa interior, por ejemplo. —Dijo soltando una carcajada y tomando un sorbo de su copa.

Abrí la boca tanto que mis comisuras empezaron a doler. Antes de que pudiera decir nada, rectificó diciendo:

— Es broma. No pongas el grito en el cielo. Tengo 29 años y tengo una empresa de automóviles. Robert iba conmigo al instituto, somos amigos desde hace años. —Dijo mordiéndose el labio.

— Está bien... Yo arriba. Negra de encaje. —Musité mirándole fijamente a los ojos.

No sé por qué dije eso. Yo no era la clase de chica lanzada que no le importa dar detalles de su vida sexual. Al contrario, era muy respetuosa y cuidadosa con ese tema porque moría de vergüenza con sólo decir la palabra "sexo".

— Y tengo novio... —Añadí, antes de que todo aquello acabara mal.

No estaba dispuesta a hacer nada que pudiera herir a Leo. Le amaba y nunca le engañaría con nadie. Sólo estaba jugando, necesitaba tanto sentirme querida, deseada...

— ¡Vaya! La fisgona está cogida. Una lástima, porque me pareces muy interesante. Me hubiera gustado ver ese encaje. —Dijo guiñando un ojo —He llegado tarde, si no, no te hubieras escapado.

Solté una carcajada y dije:

— ¿Qué te hace pensar que de haber estado soltera hubiera tenido algo contigo? No te lo crees ni tú.

— Bueno, podemos comprobarlo. Pasa una noche conmigo y mañana no recordarás ni como se llama ese novio tuyo.

— ¡La burundanga es ilegal, señorito! —Dije.

Bruce comenzó a reír sin parar.

— ¡Mierda! Me has pillado. —Dijo entre carcajadas.

Sonreí.

— Le diré al Dr. Williams que te apruebe todo. Eres graciosa, fisgona. Aunque no quieras probar mis encantos, estoy pasando un buen rato contigo.

— Yo también. Y para tu información es mi último año. Robert no tendrá que aprobarme nada.

Brindamos por lo bien que lo estábamos pasando. Y cuando el chin-chin de las copas aún no había terminado de sonar en aquel mágico lugar, mi teléfono sonó.

Busqué el móvil en mi pequeño bolso de mano y descolgué. Era Mimi.

— ¡Emily! ¡Emily! ¡Tienes que volver! ¡Leo está aquí! Y está muy enfadado.

— ¿Qué? ¿Qué diablos hace allí? Le dije que no fuera. Invéntate algo, ¡pero algo creíble! —Dije frenéticamente.

— Le he dicho que estabas buscando una farmacia de guardia para comprar algo de ibuprofeno para Rachel, pero no me cree. Tienes que venir ya. Va a ir a buscarte.

— Estaré allí en 5 minutos. Tienes que entretenerle Mimi. Por favor.

Colgué. Bruce escuchó la conversación y había ido a pagar las copas apurado. Me acerqué a él.

— Bruce, tenemos que irnos. Mi novio está allí buscándome. Si se entera de que estoy contigo, no quiero imaginar qué hará.

Condujo lo más rápido que pudo hasta el Silvertown Premium Centre. Cuando llegamos le hice aparcar dos calles más abajo para evitar que Leo nos viera llegar juntos si estaba en la entrada. Bajé del coche y antes de cerrar la puerta miré a Bruce y le dije:

— Siento mucho si no habías planeado así tu noche. Gracias por respetarme. Ha sido un placer tomar una copa contigo, chico misterioso. —Le guiñé un ojo y cerré.

Corrí hacia la escalinata lo más rápido que los tacones me permitieron. Miré arriba y allí estaba Leo. Mirándome con los ojos llenos de furia, de fuego. Bajó antes de que yo pudiera subir el primer peldaño.

Me agarró de los brazos y me zarandeó levemente.

— ¿De dónde vienes? —Dijo furioso. —Estaba preocupado.

— Vengo de la farmacia, Leo. —Mentí.

— ¿Sí? ¿Y dónde está el ibuprofeno?

— No quedaba.

— Ya... Una farmacia en una gran ciudad, no tiene ibuprofeno. ¡Qué casualidad! ¿Y has ido andando, con esos tacones? La farmacia más cercana está a 10 minutos de aquí. Emily, no me engañes. No soporto que me mientas. ¿Crees que soy tonto? —Dijo alzando la voz.

La gente que salía de la exposición comenzó a mirarnos. Mimi y Rachel observaban la escena desde arriba. Vi como Rachel agarró el brazo de Mimi, en un intento de frenarla para que no viniera hacia nosotros. Pude ver su gesto de enfado.

— Cálmate, Leo. La gente nos está mirando. Te prometo que vengo de allí.

— ¡Estoy muy calmado! —Dijo. —Solo quiero que me digas ahora mismo dónde estabas y con quién.

Leo me agarró del brazo, tan fuerte que comencé a notar hormigueo en la mano. Una sombra se acercó a nosotros. Era Bruce, que en un rápido movimiento empujó a Leo alejándolo de mí. Los ojos de Leo se pusieron del tamaño de dos platos. Enfureció, y entonces comenzó la mayor pelea que había visto en mi vida.

La gente comenzó a gritar y a rodearles. Robert bajó por las escalinatas en un intento de separar a su amigo. Leo no paraba de darle puñetazos. Se había puesto a horcajadas sobre él y estaba destrozándole. Sentí miedo y culpa. Las lágrimas llenaron mis ojos.

No le reconocía. Ese no era el Leo que yo conocía. ¿Qué le estaba pasando? Cuando comencé a salir con él era el chico más romántico del mundo a pesar de su fachada, y eso, precisamente eso, era lo que me enamoró de él.

No supe por qué, pero mis pies comenzaron a correr, sin rumbo. Escuché a Mimi y a Rachel gritarme desde las escaleras, pero no paré. No pude parar. Corrí y corrí hasta que no pude más. Entonces me descalcé y me tiré en el suelo. Lloré, hasta casi deshidratarme. Me culpé por todo lo que había pasado. Me odié. Odié mi vida, odié todo lo que me rodeaba. Le odié a él. Y me sentí aún más culpable por hacerlo. Porque yo era lo que era por aquel chico rubio que una vez conocí en la playa, que una vez me enamoró y me hizo reír hasta quedarme sin respiración. Aquel que me quería y me cuidaba a pesar de todo.

Estaba tirada en mitad de la ciudad. En cualquier acera oscura de Silvertown. Y no quería volver. No quería afrontar lo que había hecho. No quería ver a nadie.

El móvil no paraba de sonar. Las llamadas de Mimi y Rachel invadieron mi iPhone que estaba a punto de quedarse sin batería. Pero no respondí. No hice nada. Simplemente me quedé ahí, sentada, mirando la luz de la pantalla encenderse y apagarse una y otra vez, hasta que dejó de sonar.

En mitad del silencio, sonó el pitido de la batería. Estaba a punto de apagarse. Era mi última oportunidad si quería que alguien viniera a recogerme. No tenía dinero, ni conocía a nadie en la ciudad. De algún modo tendría que volver a casa. Así que tendría que aprovechar ese último hilo de vida que le quedaba al teléfono con alguien que viniera a por mí de inmediato, sin hacer preguntas.

Mamá o papá hubieran sido una buena opción. Pero en lugar de eso, mis dedos se deslizaron por la agenda de contactos en busca de otro nombre. Alguien que podía ignorar mi llamada, o que quizás estaba ocupado, o simplemente no tenía por qué hacer nada por mí. Pero sólo quería verle a él. Sin ninguna razón, el único nombre que venía a mi cabeza era Adam. Y le llamé. Le llamé sin saber por qué.

— ¿Sí? —Respondió una voz adormilada. Como si se acabara de despertar.

— Adam, soy Emily. Necesito ayuda. No sabía a quién llamar... —Dije con la voz rota por el llanto.

— ¿Dónde estás? Iré en un segundo. —Dijo sin pensárselo.

— Estoy en Silvertown. Pero no sé exactamente dónde. Mi móvil está a punto de apagarse.

— Mándame tu ubicación. Y no te muevas de allí ¿Entendido?

Hice lo que me dijo dos segundos antes de que el móvil se apagase. Sólo recé para que la ubicación del GPS se hubiera enviado correctamente o estaría perdida.

Me quedé allí, acurrucada, esperándole. Adam era increíble, no todo el mundo hubiera hecho eso por mí. Solo quería estar con él.

En 15 minutos pude ver su coche girando la esquina y parando frente a mí. Aquel ángel de la guarda sin alas bajó del coche y sin pedirme ninguna explicación me abrazó, me abrazó tan fuerte que se me cortó la respiración. Ahora estaba a salvo...

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