13.05.54

– Tita, ¿dónde pongo estás bolsas?

– Ah, en la cama.

– Ja, me temo que no hay más espacio ahí.

Montañas y montañas de chatarra reclamando un espacio entre las cuatro paredes de una habitación bien chica: típica pesadilla del claustrofóbico de manual. Hace unos años, su bisabuelita querida tendría que disfrazar una remodelación total a su casa de una invitación a comer galletas, pero sus habilidades culinarias dejaron de dar la talla desde que se metió al mundo del veganismo, orillándola a hablar con la verdad. De cualquier modo, Juan no tenía un pedazo de carbón por corazón, por lo que accedería a ayudarla con mucho gusto.

Desde la primera hora del día que se las ha visto ahí, vaciando el ropero que se hacía pasar por museo. Luego decidirían qué se iba a caridad, qué a la basura y lo que volvería a su lugar aunque, si se lo preguntan a él, la mayor parte de sus pertenencias caben en la definición de inútil. Sí, puras reliquias para el olvido, sepultadas bajo decenas de pilas de ropa vieja. El piso y el colchón apenas se distinguen desde la superficie.

– Déjalas en el pasillo entonces, ya veré qué hacer con ellas –se rasca la piel que cuelga por su cuello, dibujando una mueca de disgusto.

Y así, el plástico arremetiéndose contra el piso lo transporta al rancho de sus memorias, donde la tierra espera ansiosa cada tarde de tormenta, solo para oír un sonido semejante, la promesa de los truenos. Prisioneros de las nubes y un amor tan grande que revienta los cielos con sus gritos y lo colorea todo de halos de luz plateados, ellos también sueñan con el día de su encuentro. Hace cinco años que dejó el monte, y él lo ha perseguido desde entonces, sofocándolo con las viejas memorias hasta que las confunde con el presente. Ha sido una imitación de sí mismo por tanto tiempo que ni su recuerdo más viejo le parece genuino pero nadie lo conoce mejor que él, nadie excepto el río, y es que pasó muchas de sus tardes buscando sapos y caracoles por los charcos de lodo que se forman por sus orillas, hablando en voz alta hasta que el golpeteo del agua contra las rocas vecinas lo dormía, y sus fuerzas acababan rendidas ante la voluntad de una magia mística.

La tierra se desvive por oír las proezas de otro rayo enamorado. Él lo hace por volver a ver a una vieja amiga, y encontrar bajo el lodazal el pedacito de él que le hace falta.

Sigue desplazando cosas de aquí y allá, acata las indicaciones de su bisabuelita y aparta el flequillo que el sudor adhiere a su frente de vez en vez, mas su cabeza revolotea lejos de esa imitación de recámara, ha huido por la ventana para saltar sobre las nubes y si así lo quiere no va a volver nunca, y ese será el legado que deje en el mundo.

Está volviendo de llevarse unas cajas a la primera planta cuando choca con una invitada inesperada, el aburrimiento, y como su presencia nunca le ha sido grata, cualquier ocurrencia se convierte en la excusa perfecta para ahuyentarla.

– Ay, creo que ya estoy muy viejo para estas cosas –dice nada más atravesar el umbral de la puerta, y se desparrama entre mantas duras, periódicos, maletas empolvadas y sabrá Dios que otras alimañas. Para añadirle circo al drama, se pone una mano en la cabeza y comienza a retorcerse peor que una sanguijuela hambrienta, esperando una respuesta igual de otra acérrima fanática de reírse de sus dolencias y las telenovelas latinas.

– ¿Quieres que llame a la ambulancia o a servicios forenses de una vez? –su voz es más aguda de lo normal, llegando a asemejarse a la de una ardilla.

– ¡Y todavía preguntas! ¡Trae lápiz y papel, te dicto mi testamento!

– ¡No hace falta, querido! ¿Todo pasa a Michaella?

– Todo pasa a Michaella –susurra al cerrar sus párpados y sacar la lengua, pero como no hay mal que el dinero no arregle, basta con que le hagan cosquillas en la nariz con un billete de a veinte para que derrote a la muerte y se sacuda la ropa, de pie por fin.

Los dedos arrugados y suaves de la mujer enseguida acomodan el nido de aves castaño que se hizo de su cabello, y le quita los anteojos sin previo aviso, haciendo uso de la tela de su blusa para tallar los lentes, pero no torpe y a prisas como su dueño lo haría cualquier día del año, ella derrocha adoración y ternura en el cuidado que le pone a la tarea porque sabe que está destinada para él, y eso sólo puede llenarle el pecho de una calidez que por mucho tiempo le fue desconocida.

Pasa de existir en un mundo de manchones de colores a uno en definición 480p, un número bastante decente para la mierda de vista que trae encima, y ríe para el rostro hermoso que hace uso de cada arruga, vena, línea y expresión que tiene para decirle el cariño que siente por él.

– Mi niño –le da unas palmaditas en el cachete, hay unos pelitos de amarillo que al salir de su pañoleta le recuerdan su edad, pero eso no es un impedimento para que su sonrisa alcance a sus ojos y ellos lo miren igual que él al río que le dedicó muchas de sus tardes.

– Te quiero –la pena no alcanza a cerrarle la boca, ya no más, y eso le permite hacer felices a quienes le importan.

Tal como con todas las mujeres más cercanas a él, tiene que inclinarse para besarla en el cachete, y al oír las mismas palabras que él dijo antes, continúa con sus actividades.

En poco menos de una hora ya están barriendo la mugre y el cochinero que se salió del armario. Las cerdas de la escoba acariciando el piso imitan la balada preferida del viento: el arrullo que emiten las hojas al rozarse con anhelo. Su canción lo embelesa lo suficiente como para batear un cuadro de madera, cuyo único pecado ha sido interponerse en su camino.

El instante en que Juan repara en él, es víctima de un maleficio. Sus ojos ya no pueden despegarse de tal pieza de arte encantada, porque saben que es lo más bello que habrán contemplando nunca.

La pintura retrata un prado de césped abundante y una enorme gama de flores de entre las que destacan los girasoles, bien vanidosas con su abanico de pétalos amarillos. Por encima de todos ellos, un par de casitas y torres coloridas que, aunque varían en su color y su forma, cuentan con la misma gema blanca flotando bien cerca de su tejado y alguno que otro tallo o raíz en medio de los ladrillos. Tan pequeñas como para decirse de muñecas, resultan perfectas para las haditas que, perezosas, toman un baño de sol, recostadas en los pistilos de las margaritas. El filtro rosado que simula la iluminación dota de un aire de magia y nostalgia a la escena, y el aroma a polvo que habrá adquirido con los años le ruega llevarlo a casa, y él también se convence de que podrá darle un lugar.

– ¿Te gusta? –la pregunta sobra, es obvio que ha captado su interés. Asiente para la mano en su hombro y lo recoge con ímpetu, inquieto por colgarlo en su pared de una buena vez.

El brillo del sol lo deslumbra al salir de su morada, y si bien cada segundo intercala su visión de su bisabuela a la ilustración que abraza contra su pecho, no abandona el porche de la entrada hasta llenarla de besos y prometerle que va a visitarla muy pronto.

– Que sea antes de que me muera, querido –bromea con ese humor que pone a toda la familia de los nervios, incluyéndolo.

– Si Dios quiere, Tita.

Ya acorta el breve trayecto que debe cruzar para llegar a casa cuando la banqueta descolorida por la que ha pasado tantas veces se propone contarle una historia, una que él se sabe bien. Es ajeno al sentimiento que lo invade pero, comprende que no es malo, y accede a escuchar un corto relato. Entonces ella le platica acerca de un niño que conocía mejor las calles de Santo Domingo que su propia sala, le pedía a Santa Claus jugar con él antes que un juguete nuevo y a sus padres un hermanito que sí tuviera un espacio para él en su agenda. A sus amigos se les acabó la hospitalidad y a su repisa libros nuevos, vagar por la ciudad se volvió su único pasatiempo. Escondió su voz en su garganta porque nadie la oyó antes, fue su cuerpo el que empezó a hablar en su lugar. Sus compañeros le decían Jack Squeleton, y él lo aceptó en silencio porque no fue capaz de decirles su verdadero nombre. Un día, a Jack se le hizo especialmente pesada su mochila y ella lo aplastó igual que a una cucaracha. Esa es su versión de los hechos, y ahora quiere saber la de Juan, pero él nunca la compartiría con una acera tan chismosa. Por él se que se quedara con su final de pacotilla, el suyo era un secreto muy especial, de esos que se guardan de a dos.

Dobla por una esquina con poca prisa, otro duro semestre en la universidad ha terminado. Todavía no suben todos sus resultados a la plataforma, le falta realizar uno que otro trámite, pero mínimo respira sin la angustia de tener otro examen programado para el día siguiente. Sus brazos se cansan de sostener su obsequio con tanto ahínco así que se lo pasa por la axila, teniendo noción del grabado al reverso de la imagen.

"13.05.54"

Hay una fecha y una dirección que conoce, pasa por ahí cada viernes, queda por el despacho de su psicóloga y la panadería con los ponqués de zanahoria más ricos que ha probado nunca. Curioso, se pregunta qué puede haber en Avenida Nogales 006, y es consciente de qué otra persona podría hacerse la misma pregunta, así que toma su teléfono y la llama tan tranquilo como quien habla con un buen amigo.

– Ya llegué –avisa su retorno para las paredes del departamento, el moho ya se ha hecho de una buena parte de ellas, y qué decir del baño. Quien lo viera creería que el negro es el color original de la propiedad. Este problema abunda en todo el edificio, pero no es el único: las escaleras son más varilla que peldaño, el espacio en que habitan es bien limitado, la recepción se inunda de agua cada lluvia, hay poca seguridad en el estacionamiento, la cañería es más anciana que el penacho de Moctezuma... De hecho, es un milagro no haber sido recibido por un cerro de escombros en la entrada, aunque no deja de prepararse mentalmente para el evento.

De un salto pasa de estar en la sala a la cocina, y sus tripas se encuentran en huelga pero reconocen que hay prioridades cuando una bola de pelos de colores le maulla con coraje. El mensaje es claro: si no le da su comida ahora tendrá que almozar humano a la orange, y como si en otra vida hubiera sido un rinoceronte salvaje, empieza a estrellar su cabecita contra sus tenis, sacándole una buena carcajada.

– Hey, hey, tontita. Me desabrocharás las agujetas –exclama su dueño bajo una serie de intentos por esquivar a la masa felpuda que gira en torno a sus piernas, pues de ese modo jamás llegará a la repisa con sus sardinas, un alimento bien refinado para lo que está acostumbrada pero todo lo que conforma su dieta desde que la respetable de su abuela se aseguró de lavarle el cerebro a su hijo con mitos disparatados sobre la cultura vegana.

Una de las mayores preocupaciones de su progenitor es que, al no consumir alimento de origen animal, no recibe las proteínas que necesita... Una lucha de egos innecesaria que acabaría muy rápido si su padre aceptara que está resiliente a su nuevo estilo de vida debido al contraste que tiene con el suyo más que por conocer todo lo que conlleva aquella evolución. Es un estudiante de la facultad de Salud y Nutrición, ¡tiene decenas de expertos asesorando lo que hace! Además, está seguro de que respalda su desconfianza bajo un montón de falacias pasadas de boca en boca, artículos fraudulentos, publicaciones en redes sociales y la desinformación masiva que propagan los medios de comunicación.

Finalmente, bastan dos zancadas para que llegue a la comida de su mascota y al abrelatas que lo auxilia para depositar todo su contenido en el tazón con el nombre en cursiva. Deja el plato en el suelo y estira sus brazos bien alto, buscando aplicar alguno que otro hábito de la gata para desperezarse. Claro que, así bostece bien hondo, no iba a imitar ni por asomo esa aura adorable que ella desprende al hacer cualquier cosa.

Una vez que ha hecho tronar su espalda con éxito, se permite hincarse a acariciar el pelaje de la gorda de su hija, pero solo por el lomo porque nada más empieza a pellizcarle los mofletes y ella ya le lanza zarpazos, pidiéndole que la deje tragar en paz. El chapoteo gracioso de su masticar sólo le hace competencia al volúmen del nuevo hit latino de gigantesca semejanza al anterior con el que los vecinos tienen en mente reventar sus propias bocinas. Jodida madre, si ha conocido gallineros menos escandalosos.

Ha puesto un sartén ante la estufa, y ve entonces una oportunidad para buscar los vegetales que pondrá a cocer, pero el llamado a la puerta lo agarra desprevenido y atiende a él con cuchillo en mano.

– ¡Ay, Juanito! ¡Si soy yo, tu santa madre, no el cobrador!

– Tenía que estar seguro –dice pasando su brazo libre por la espalda de su madre a modo de abrazo, y ella aprisiona su cabeza sin clemencia para que quede bien agachado y pueda besarle el cabello.

Como siempre, ni siquiera espera a entrar para reprenderlo, y vacía el aceite en la superficie de metal recordándole lo asustadizo que era en presencia del fuego.

– Estaba esperando a que se calentara para echárselo –se pasa la muñeca por el borde de los ojos y se concentra en picar los chiles jalapeños y la cebolla sin llorar de más. La tabla debajo provoca que cada corte emita un ruidito hueco, y el aceite chilla y se chapotea por los trocitos de verde y blanco que han venido a nadar en él.

– ¿Y la soya? –se quita unos mechones rojizos que caen por sus hombros y abandona su cartera en el borde de la mesa. Tiene tanta hambre como su hijo, ni siquiera le cabe en la cabeza quitarse el uniforme antes de llevarse algo a la boca.

– La estoy abriendo, má.

– ¿Hace cuánto llegaste?

– Como a las tres.

– Mmm, y a darle a la Micha de tragar antes que a mí, ¿no? –su reprimenda no deja espacio a caras serias, ambos ven al animal sin disimular su contento. Su barriga lo apura para revolverlo todo con la espátula, desatando un picor infiernal que evoca sus lágrimas, y luego repara en la mueca de extrañeza que le departe su madre a los trastos con restos de pescado. Con ayuda de la manija correspondiente es que alcanza a abrir la alacena, sacando a la luz las sandeces que comete el jefe de la casa.

– Veinte latas, no ha tocado ni una en toda la semana así que supongo que queda a mi criterio si las desperdicio o si me dejo de cosas y como bien.

– Hablaré con él.

– ¿Cuándo es que eso ha cambiado algo? No, yo lo haré, le diré lo que ocurrió –como si se dispusiera a ir hasta su agencia a sacarlo de las greñas, lo toma por un codo.

– No va a creerte –sus sesiones con el psicólogo, las citas con la nutrióloga y su internado en el hospital no habrían sido posibles si la necedad de ese hombre pudiera hacerle otra cosa aparte de patalear. En su pequeño mundo, lo que él trae son nimiedades, lo que pasó en el campo no fue nada y sus exageraciones pertenecen a una serie de cualidades femeninas que su mujer apoya por eso mismo. Sensibilizarse así con él y explicarle la raíz de todo no haría más que provocar sus risotadas. No quiere distanciarse de otro miembro de la familia pero, si lo rechaza después de saber la verdad, nada más le queda.

– Tiene qué –insiste con las pocas ocasiones en las que convivieron sin peleas de por medio presentes como las pestañas que le estorban la vista sin quererlo, a sabiendas de que, si no se puede llegar al perdón, la vida se desgasta en buscar el remedio del olvido.

– Mira –ella aprieta sus labios de fucsia con la cabeza gacha, su semblanza delata que busca las palabras indicadas, y aunque eso lo hace sentir en sintonía con la mujer que le dio la vida, el dolor le ciega por momentos y él se aferra a él porque le hace pensar que es lo único que le queda. Después de tantos años de diluvios y tormentas, el barco aún no alcanza aguas más calmas, y más que subir a vigía y corroborar si hay tierra a la vista, maldice y lamenta su desgracia, lo que no está mal a veces, pero que podría terminar por matarlo si no avistara una roca grande a tiempo.

– Necesito que lo sepa, ya pasaron seis años, puedo hacerlo.

– No se trata de eso, ni importa cuánto te adore, es que es mucho más terco que tú. No hará caso a una palabra que le digas.

– Entonces no será más mi padre.

El contacto entre sus ojos no da lugar a una duda, va en serio y no hay manera de orillarlo a retractarse. Seguirá su camino así le pongan una montaña en las narices, y cuando el orgullo se sobrepone a la razón sólo queda contener el llanto.

Con su hijo a cargo de la comida, Irina se limita a oír cómo le fue, y él le comenta del chiquero que era la habitación de su abuela, la magnífica mujer que es, la pintura y sus planes para mañana.

– Oh, entonces vas a pasártela con Pamela todo el día.

– Claro que sí, apenas y nos hemos visto la cara estas últimas semanas y creo que el mes que viene va de visita a Colombia –trae dos platos bien servidos a la mesa y acompaña a su madre a comer.

– Sus tíos viven allá, ¿verdad?

– No me acuerdo –limpia su comisura derecha de la segura mancha de jugo que debió quedar después de cucharear su plato en varias oportunidades, haciendo uso de una velocidad abismal–. Le preguntaré en cuanto la vea.

– Oh, hola a ti también, Juan.

Enseña su dentadura de inmediato, lo hecho hecho está y la sonsada que él cometió fue interrogarla sobre sus parientes lejanos nada más le abrió la puerta, pero ella no lo juzga y tacharía de amargado a cualquiera que así lo haga. No espera por mucho a que esconda su cara en uno de sus hombros, y ella se ríe por el rubor que le empapa las orejas.

– Perdón, perdón, qué tonto. Te he echado tanto de menos, de veras.

– Sí, eres un tonto –le pica un costado de su abdomen al captar un resongo por la bajo–. Y así te extrañé bastante.

– Cuídense mucho, chavos –avisa su suegro, pero en seguida gesticula gracioso para indicarle a su hija del atomizador que procura su seguridad y ella lo saca sin mayor preocupación, atinando a cacharlo luego de que lo arroja por los aires.

– Cuidado o ya no vas a irritarle los ojos a nadie, se los vas a sacar –se hace de las agarraderas de su silla antes de que se le ocurra sacar provecho de la prominente inclinación de su calle, a lo que ella le saca la lengua y guarda el botecito en su bolsillo.

– Esa es la idea, vaca.

No tiene oportunidad de jugar con la melena negra que le envía sus saludos a allá arriba, pues de otro modo la pendiente llevaría a su novia a una caída desagradable. La experiencia más parecida que tiene a esa se remonta a su infancia: muy temprano bajaba la colina con una carretilla repleta de heno, sus primos solían venderla a los mercados pero su masa corporal los obligaba a bajar sin la mercancía o rodar si trataban lo contrario.

Los termos de agua que lleva en la espalda no dejan de chocar, así también lo hacían los cacharros que llevaban en su carreta vieja cada jueves. Increíblemente, esos dos le sacaron plata a lo que fuera, y siempre le ofrecieron una buena comisión a su pequeño ayudante. Todavía llora cuando les pega muy duro su memoria, su fama los hizo de muchos enemigos comerciantes que no se tentaron el corazón antes de amenazarlos a ellos y a su familia, y acabar con varios.

No pasa mucho para que Pamela y Juan inicien una conversación que parece no acabará nunca. Discuten de qué promoción de la comida china beneficiará por igual a cada estómago, sus amigos, la universidad, anécdotas en común. Sus risas se camuflan con los sonidos que emiten los autos de una ciudad despierta, y si preguntaran al trausente que pasara, seguramente les diría que son los dos jóvenes más felices del mundo, pero ninguno necesita prueba alguna de ello. Se quieren.

– Entonces, me has convencido. Echaremos un vistazo al lugar, si es propiedad privada nos largamos y luego retomamos nuestra cita. He visto la foto, de verdad que luce precioso. Me gustaría saber quién fue el artista.

– A mí también, pero mi tita no supo decirme mucho, sólo que su papá se lo obsequió a su mamá por su aniversario de bodas.

Su acompañante estuvo por añadir algo pero la intriga puede con ella, relee la tarjeta amarilla pegada arribita en la esquina de una de las paredes de esa tienda de conveniencia y hace uso de sus brazos para acelerar la rapidez de sus ruedas, abandonando a Juan y el cobijo de su paraguas del PRI.

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