Capítulo 12
La cama está fría y no puedo dejar de temblar.
Subo un par de grados la temperatura del aire acondicionado y lo intento otra vez.
Pero creo que el problema no es el frío ni tampoco mi cuerpo.
Me decido por levantarme, me calzo mis pantuflas negras y voy hasta mi armario.
En la parte de arriba se encuentran todavía algunas de mis antiguas pinturas, pinceles, lápices y demás.
Agarro lo que alcanzo y un par de hojas.
Carraspeo varias veces, intentando concentrarme.
Me siento en mi escritorio y agarro el lápiz negro.
La mano me tiembla, me cuesta recordar como empezar.
Ha pasado bastante más de un año desde la última vez que pinté.
Pero una vez oí que en la vida hay cosas que nunca olvidas.
Como montar en bicicleta, pintar o esas personas que te hacen reír cuando estás llorando.
Supongo que alguna de esas opciones tiene que ser cierta.
Hago un trazo fino pero no me sale muy bien. Niego y le doy la vuelta a la hoja.
Miro a mi alrededor, buscando algo que me inspire para comenzar.
Pero no hay nada interesante además de una cama que nunca me pareció tan incómoda.
Sin embargo, desde mi lugar puedo ver el espejo de mi armario.
Mis ojos del color del almíbar son lo único que destacan y para mi fortuna, eso me da una idea.
Hago una forma simple sobre el papel, la de un ojo que irá tomando forma con los minutos.
Pero cuando hago el otro, el lápiz se me resbala y hago un rayón.
Maldita sea. Entre mis manos arrugo el papel y giro la silla para lanzarlo a la papelera que está en mi aseo.
El segundo intento no me va mucho mejor.
Ni el tercero ni mucho menos el cuarto.
De reojo miro al reloj, marca las tres y siete minutos de la madrugada.
Apoyo mi mejilla sobre mi mano, deformándola y observando con frustración las hojas llenas de intentos de dibujos.
Las tiro todas y voy a buscar más pero mi mano da con algo que no son hojas. Una caja.
Frunzo el ceño y la agarro, casi dislocando mi hombro por culpa de la altura.
Es una caja de cartón marrón claro, no pone nada escrito ni hay nada que indique lo que contiene.
Pero yo lo sé perfectamente antes de abrirla.
Dibujos, decenas de dibujos.
El primero que hice, a los ocho años. El último, hace más de un año.
El rostro de Rubí, los de mis padres, la casa en la playa en la que pasábamos el verano, el mar y la arena...
Y por supuesto, como no.
La calle lluviosa.
Si aquel día hubiera sido un día más, este dibujo sería uno de mis "olvidados".
De esos que encierro casi bajo llave y cuya existencia ignoro hasta que los vuelvo a ver.
Pero este dibujo... recuerdo el día en que lo hice, la fecha exacta y hasta la hora.
Y también recuerdo que estaba dibujando en horas de trabajo.
Típico de mí, siempre viviendo en mi propia nube.
El dibujo está hecho al detalle, me esforcé durante horas para perfeccionarlo y darle un aspecto lo más similar posible a una foto.
Se trata de algo en tonos negros y grises, una calle donde la lluvia está cayendo y los charcos se van formando.
Edificios de fondo, añadiendo realidad a la pintura y un par de coches antiguos.
Lo vuelvo a colocar en su sitio pero ahora lo pongo debajo de todos y del revés.
Aunque eso tampoco ayuda pues tiene una dedicatoria escrita.
Sierra Gallway, 21 años.
Dedicado a ti, que me haces ser mejor cada día.
Te quiero, hoy y hasta que el cielo se caiga.
Cierro la caja y la guardo, sin querer ver más.
A veces me pregunto si volvería atrás.
Si me advertiría a mí misma de los hechos que ocurrirían después.
Y a veces creo que sí, pero a veces confirmo que no.
Regreso a mi cama cuando el reloj ya marca las tres y veintidós minutos de la madrugada.
Entre pensamiento y pensamiento, me quedo dormida.
Tomo entre mis dedos otro de los mechones de mi pelo, enfoco el secador en ese punto y lo dejo unos segundos.
Cuando está casi seco del todo, lo desenchufo y guardo de nuevo.
Salgo de mi cuarto, abro las ventanas de la casa y también la habitación de Asli.
Quiero decir... la otra habitación de mi casa.
El olor de su perfume todavía está impregnado en el aire pero parece que la lejía hará su trabajo y lo sustituirá más pronto que tarde.
El silencio es tan amargo que agarro mi bolso y salgo de la casa.
Entro en la cafetería de siempre a desayunar y pido lo mismo de siempre.
—¿Un mal día? —El camarero me mira y me dedica una sonrisa agradable. Se le devuelvo.
—Aún no ha comenzado y ya tengo claro que lo será. —Ríe.
Me fijo en la placa que lleva en su pecho, su nombre es Jay.
—Últimamente no has venido mucho por aquí. —Me entrega mi pedido pero no me marcho de inmediato a la mesa.
—Sí, estaba algo ocupada pero hoy no soportaba estar en casa. —Confieso.
—¿Y por qué no?
—Hay demasiado silencio allí...
—Lo digo despacio, más para mí que para él.
Mi teléfono vibra con un mensaje. Es de mi hermana.
—Nos vemos, Jay. —Me despido y camino hasta la mesa.
—Nos vemos, Sierra. —Le oigo decir.
Mi hermana me pide que nos veamos pero yo no me siento bien para estar con nadie en este momento así que le sugiero otro día.
Ella no tarda en responder.
“Está bien, nos vemos otro día entonces. Está llegando un cliente que necesita un traje, tengo que dejarte.
Hasta luego, Sierra.”
Le respondo de la misma forma y doy un trago a mi café.
Las gotas heladas rozan mis dedos y me provocan escalofríos.
A través de la ventana, me dedico a mirar a la nada.
Abro la puerta de casa y hay un pedazo de mi alma que desea encontrarle al otro lado, esperándome con su sonrisa y sus preguntas.
Pero no hay nadie allí.
Está vacío y algo se decepciona dentro de mí al comprobarlo.
Y otra noche más, me cuesta dormir.
Odio admitirlo pero sé que lo superaré.
Aprendí a vivir sin Asli una vez y sé que lo haré de nuevo.
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