Extra: La maldición del barco errante
Era una noche desapacible y tormentosa. Relámpagos plateados atravesaban las nubes para ir a caer en el mar, y en el instante en que lo golpeaban iluminando las aguas, siluetas tenebrosas podían percibirse entre el azul turquesa lleno de misterios. No era una noche para salir. No era hora ni sitio para que ninguna persona estuviera afuera, ni tampoco era un momento propicio para reuniones. Y tal vez fue por eso que los amantes a punto de encontrarse terminaron teniendo un destino tan trágico. De entre las olas emergió, chorreando agua y en una postura amenazante, un temible espectro salido de lo más profundo del abismo. Sus ojos eran de un color negro que incluso podía tragarse la noche, su capa era color rojo sangre, y la espada en su funda parecía susurrar con todas las almas que había segado. Sí, aquel parecía ser un demonio maligno. Sin embargo, no lo era.
—Gelda —dijo en un tono de voz tan bajo que incluso se confundió con el silbar del viento—. ¿Estás ahí?
—Aquí estoy, amor mío. —De entre las rocas blancas por el salitre surgió la figura de una mujer aún más blanca que ellas. Pálida como la luna, tan serena como ella, pero con una sonrisa cálida como el sol, y una trenza de oro que parecía hecha de sus rayos. En cuanto aquel hombre la vio, fue como si toda la oscuridad en él fuera lavada dejando ver el príncipe que estaba tras el monstruo.
—¡Gelda! —exclamó arrojándose hacia ella, y entonces los amantes se fundieron en un abrazo que los volvió una sola silueta cuando la luz de otro rayo iluminó todo a lo lejos—. ¿Te vieron? ¿Alguien te siguió?
—No, pero... —La dama no pudo terminar su frase, porque en ese momento el pelinegro tomó su rostro entre sus manos y le imprimió un apasionado beso en los labios. Ella se dejó llevar, su contacto siempre le producía ese efecto: era como ser arrastrada por un remolino de pasión y, al mismo tiempo, llegar al sereno ojo de una tormenta. Los dedos de sus manos se entrelazaron, sus alientos formaron nubes de vapor en la fría niebla y, cuando por fin se les acabó el aire y se separaron para respirar, lo primero que ella hizo fue soltar un sollozo mezcla de tristeza y alegría—. Oh, querido, te extrañé tanto.
—Y yo a ti. Ven. —Ofreciéndole su brazo para que ella se pudiera afirmar de él en ese terreno resbaloso, el hombre de pelo negro fue conduciéndola hacia una pared de rocas en la que estaba oculta la entrada a una cueva. Se deslizaron en ella, bajando con toda precaución, y apenas ambos estuvieron dentro, el estruendo de la tormenta se apagó.
—Déjame prender el fuego. Siéntate conmigo para calentarte —Tal como había dicho aquella delicada voz, al instante un cálido brillo iluminó el lugar que tantas veces habían usado para sus encuentros clandestinos. Un pequeño hogar en medio de la nada, un refugio de la guerra y las murmuraciones de aquellos que no entendían sus motivos. Él se dejó caer frente a la fogata en donde tantas veces habían yacido juntos, y soltó un suspiro con el que liberaba sus penas y cansancio—. Estás empapado. Déjame quitarte esas ropas.
No hacía ninguna falta. Él era un príncipe del mar, un habitante de las profundidades, cosas como la humedad o la sal no le afectaban en absoluto. Sin embargo, asintió quedamente, y miró embelesado cómo ella iba acercando sus manos a la solapa de su abrigo. Se estremeció ante su contacto, permitió que la rubia le deslizara los dedos por todo el pecho y vientre y, en cuanto vio que había logrado desatarle la hebilla y quitarle la espada, no pudo contenerse más.
—Gelda —gimió él con voz ronca y sensual. Solo ella podía salvarlo. Solo ella podía quitarle el peso de las armas y la corona, para convertirlo en un simple hombre. La joven también estaba ansiosa por tenerlo. La ropa cargada de agua de mar le pesaba, lo enfriaba, y la mujer en lo único en que podía pensar era en calentar su piel y cubrirlo con sus ardientes caricias. Fue su turno para sellarle los labios con un beso, y mientras lo hacía, fue metiéndole sus manos bajo la ropa para recorrer el cuerpo que también consideraba suyo.
Acarició sus hombros, le retiró la pesada prenda junto con la camisa blanca, y tiró de un mechón de su cabello para hacerle atrás la cabeza y profundizar el beso. Mientras, él hacía su propio movimiento. Con la pericia de un amante al que había conocido por mucho tiempo, el pelinegro cerró los ojos e intensificó la lucha de sus lenguas mientras llevaba las manos a su espalda para desatar los lazos de su vestido. No le tomó ni un minuto lograrlo, y al hacerlo, por fin se separaron para que cada uno se quitara todo aquello que pudiera impedirles fusionarse. El corsé quedó a lado de sus pantalones, la falda a lado de su espada, hasta el lazo que había contenido la trenza de la rubia acabó en el suelo junto a ellos y, ya desnudos, se convirtieron en una sola criatura hecha de carne y sentimiento.
—Aaaaahhh... —gimió ella mientras Zeldris apretaba uno de sus pechos con firmeza—. ¡Aaaahhh! —Gritó al sentir cómo se llevaba su pezón a la boca. Esa dulce tortura siguió mientras sus manos ásperas de espadachín se convertían en suaves instrumentos de seducción, tocando todos sus rincones secretos e incendiando aquello que alcanzaba. No importaba que él fuera una criatura del mar. Estaba hecho de fuego, y ella era la chispa necesaria para encenderlo.
—Te necesito, Gelda —Eso era evidente. El mástil entre sus piernas palpitaba, completamente anhelante, por volver al lugar que le correspondía—. Por favor, debo tenerte, ¡necesito que estar dentro de ti ahora! —Pero ella no se lo pondría tan fácil.
Tomó esa largura entre sus manos, besó la punta con una mueca traviesa, y la devoró, haciendo que aquel pirata quedará por completo a su merced. Su deliciosa virilidad se engrosaba, pequeñas convulsiones recorrían su cuerpo, y cuando finalmente lo tuvo suplicando, lo soltó, lista para ofrecerle lo que pedía. Se subió a horcajadas sobre él, deleitándose en el rubor de su cara y en el brillo de sus ojos esmeraldas. Cuando ya no pudo detener sus propios temblores y la pulsación que rugía entre sus piernas, lo introdujo en ella, soltando un grito de placer que se unió al de su amante y se repitió en el eco de aquella cueva.
Comenzaron a moverse. Sus idas y venidas eran como el movimiento de las olas, como el bamboleo de una danza, o como la luna subiendo la marea. Arqueándose bajo ella, el pelinegro dejó que su amante lo montara mientras pensaba en todas las cosas que había hecho y haría para protegerla. La amaba demasiado. Vivía por ella, mataría por ella. Y ahora estaba por empezar la empresa más peligrosa de su vida con tal de tener una oportunidad de poder permanecer juntos para siempre.
Mientras, Gelda pensaba casi lo contrario respecto a aquella dichosa misión que estaba por iniciar. No quería verlo marcharse, no quería volver a despedirse. Su corazón se lo avisaba, algo terrible iba a suceder si se separaban en esa ocasión. Cómo respondiendo a sus pensamientos y tratando de evitarlo, sus entrañas lo apretaron aún más, como si reteniéndolo en su interior pudiera obligarlo a no ir.
—Dime que me amas, Zel —Sus movimientos de cadera se volvieron frenéticos, su respiración, irregular. Y para alcanzar la gloria, solo necesitaban dos palabras—. ¡Dímelo!
—Te amo —gritó él—. Te amo, ¡te pertenezco! ¡Soy tuyo para siempre!
—¡Entonces demuéstralo! —dijo ella encajando las uñas en el pedazo de piel sobre su corazón—. ¡Vierte en mí todo lo que tienes! Tómame, como en verdad deseas hacerlo, ¡vamos! —Tal vez no debió provocarlo de esa forma. Tal vez debió recordar que ella era solo una mortal, y que el ser entre sus piernas era algo distinto. Pero simplemente no pudo evitarlo. La urgencia de amarlo era demasiada, y antes de darse cuenta, habían cambiado lugares y ella se encontraba atrapada esperando sus embates.
—¡Gelda! —Fue como si él se hubiera convertido en la tormenta y ella en la costa a la cual azotaba. Atrapada bajo su cuerpo, recibía sus embestidas como el muelle recibe las olas durante un huracán. Dejo de pensar, no existía otra cosa en el mundo más que el enorme placer que los unía. Lo único real era el lazo entre ellos.
Cuando la liberación por fin llegó, fue como si los cielos se aclararan en el horizonte, y eso fue justo lo que pasó en el mundo exterior. Con un grito mezclado en su último gemido, Zeldris se desplomó sobre ella y apoyó la cabeza en sus senos hasta que logró controlar de nuevo su respiración.
—No quiero que vayas —susurró la joven de forma casi inaudible. Pero él sí la había escuchado, y levantó la frente para mirarla de forma interrogante—. Tengo un mal presentimiento.
—Pero Gelda, tengo que ir. Lo hago por nosotros, nunca volveremos a tener una oportunidad como esta. La Deidad del Agua jamás ha estado tan débil, y mi hermano ya tiene preparado el asalto al palacio imperial. Confía en él, Meliodas sabe lo que hace. Y también, confía en mí. Volveré con el Corazón del mar en mi puño, y entonces, por fin, podremos romper las barreras que dividen tu mundo y el mío. —Tierra y mar. Luz y oscuridad. Guerra y paz. Esos amantes no tendrían que haber estado juntos y, sin embargo, dedicaban cada gota de energía a poder estarlo. Pero, ¿en verdad Gelda quería arriesgarse a derramar la sangre de su amado por una oportunidad de estar con él? ¿Estaba dispuesta a correr el riesgo de perderlo si a cambio él conquistaba el poder del océano?
—Zeldris...
—Ya lo he decidido —dijo él de modo más firme—. No hay marcha atrás. Gelda, espérame. Volveré por ti, y cuando lo haga, por fin seremos libres. —Un beso terminó esa conversación, y al separarse, una lágrima resbaló por la mejilla de ambos.
Cuando el amanecer llegó con sus gentiles tonos rosas y dorados, ella presenció cómo Zeldris se metía en las aguas y desaparecía entre ellas. No podía saberlo. En ese momento no sabía que esa sería la última vez que lo vería en muchos años. No sabía que, por tratar de seguirlo al castillo bajo las olas, sobre ella caería una maldición como castigo porque su amante trató de robar el Corazón del mar. No podía saber que a él le tocaría ser un preso en su propio barco, maldecido a no tocar puerto y, por tanto, incapaz de ir a buscarla.
La leyenda del barco errante dice que él debe recolectar todas las almas que caen en el mar y que, mientras cumple la misión, busca sin descanso a los culpables de su tragedia para cobrar venganza. Y muy pronto los encontrará.
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