A siete días de Navidad
Cuando tenía siete años, ocurrió una de las peores desgracias que a un niño pudiera sucederle: me robaron la ilusión (si a estas alturas alguien la encuentra, por favor devuélvamela). Me acuerdo de ese día en particular, cuando tuve que enfrentarme a una realidad que no quería reconocer como verdadera (y de la que todavía reniego a diario, más o menos... Aunque no por los mismos motivos). Una realidad que iba en contra de creencias profundamente arraigadas en mi mente de niña de escasos siete años.
Papá Noel no existe.
Desde siempre había sido una ferviente creyente del señor de los regalos, hasta el punto de no haber cuestionado jamás la cantidad de inconscistencias que implicaba su existencia. Mamá nunca me empujó a tal fanatismo, pero decidió que no causaba daño alguno. Así que vivía en mi mundo feliz, donde los magos tenía acceso a habilidades más allá de mi comprensión (eso, al día de hoy, no cambió. Mi habilidad para hacer trucos de magia es nula, a pesar de mis esfuerzos), donde un ratoncito me daba dinero cada vez que se me caía un diente de leche y donde Papá Noel y los Reyes Magos eran tan reales como mamá (y eso tampoco cambió, no del todo. Al fin y al cabo, era ella quien cumplía con sus roles). Las cosas estaban bien así, aunque alguien decidió que sería buena idea que saliera de mi fantasía.
Y esa persona no solo creyó que era conveniente que yo dejara atrás mi infantilismo (spoiler: no lo dejé, ¡toma esa!), sino que todas sus compañeritas también tenían que abandonarlo de buenas a primeras. Ni siquiera nos dio una chance de elegir si queríamos saber la verdad o no. Solo siguió con el plan que vaya a saber por qué motivo se le ocurrió. Siguió y lo llevó hasta las últimas consecuencias.
Por ese entonces, iba a la primaria. No me acuerdo exactamente en qué época estábamos, pero sé que ocurrió en un recreo que aparentaba ser igual a cualquier otro. Estaba vagando sola por el patio, algo bastante normal dentro de todo. Una de las chicas populares —increíble, o no tanto, que hubiese grupitos dominantes entre críos de siete y ocho años de edad— se encargó de reunirnos a las chicas del curso, bajo el pretexto de que tenía algo muy importante que decir. Siendo que era algo así como mi amiga (sí, yo formaba parte de un grupo, aunque no podía calificarlos como amigos. Sobre todo, no podía considerarla a ella en particular como amiga mía. Basta con decir que, en una reunión, le dio regalos a todos menos a mí. Sí, gran amistad la nuestra. Hasta en mi propio grupo era la marginada. Alucinante), decidí hacer caso a juntarme con el resto. Quizás la curiosidad me jugó una mala pasada. O, quizás, solo tuve la mala suerte de que una niña caprichosa quisiera salirse con la suya y me obligara a escuchar lo que no quería oír.
"Papá Noel, los Reyes Magos... No existen. Son nuestros papás".
Y así, con una simple frase, el mundo se vino abajo. Creo que desde esa época debo haber arrastrado un profundo trauma, porque mi mente no podía comprender lo que se le estaba diciendo ni procesar esa información hasta darse cuenta de lo que ello implicaba. Es que ¿a quién se le ocurre hacerle eso a unas chiquillas? ¡¿A quién?!
A esa criatura salida del mismísimo Tártaro, a esa se le ocurre.
Vaya una a saber, en una de esas necesitaba compartir su experiencia de descubrimiento para poder superarlo. Pero no, eso no fue. Después de tantos años, todavía me acuerdo de su expresión. Lo estaba disfrutando. Se sentía como una reina, con el poder que le otorgaba el conocimiento. Se sentía exultante por el mero hecho de saber algo que nosotros desconocíamos. Algo que iba a cambiarnos.
No recuerdo muy bien cómo reaccionaron las demás, pero todavía me acuerdo de cómo me sentí yo. Cuando tuve la oportunidad de ver a mamá esa tarde, después de su larga jornada de trabajo, lo primero que hice fue enfrentarla y preguntarle aquello que me había estado carcomiendo por dentro durante las pasadas horas.
¿Acaso era cierto que Papá Noel no es real?
Ahora, imaginen a una niña de carita regordeta, mejillas sonrosadas y con un par de anteojos que la hacen ver como una señora atrapada en el cuerpo de una estudiante de primaria. Añadan un peinado que complementa a esos anteojos, el pelo apenas rozando sus hombros. Para terminar, imaginen esa carita marcada por una expresión dolida, con la inocencia a flor de piel y la duda brillando en sus ojos.
Sí, así de fatal era la situación. Descorazonante.
Mi mamá no sabía dónde esconderse. Y con razón. Si hubiera estado yo en su lugar, habría salido corriendo y no me habrían visto nunca más (just kidding, me hubiera quedado en blanco). Se quedó callada por un buen rato, pensando cuál sería el mejor camino. Ganó la verdad.
Y ganó mi dolor. A mis veintiún años, todo esto suena gracioso y un tanto ridículo, pero entonces fue algo grande. Era como dejar parte de mi infancia atrás, años de creencias inútiles y cuyo sentido se había perdido. Ya no habría más cartas, ni sorpresas increíbles.
Como la pileta que había aparecido mágicamente en el patio de casa.
O los patines que los Reyes habían traído cuando tenía cinco años.
O la bicicleta que Papá Noel había dejado en el garaje, decorada con un enorme moño rojo.
La magia de pensar que unos personajes muy particulares venían a casa especialmente para dejarme regalos ya no existía. Pero había sido reemplazada por otra casa, por algo de lo que me doy cuenta en estas épocas.
La magia de mamá, su capacidad por mantener la ilusión viva por años, los esfuerzos que ponía para sorprenderme y hacerme feliz. Eso nunca me lo iban a poder quitar, aun siendo una adulta (o suponiendo serlo).
Antes de que me mudara a mi propio departamento, ella solía esconder regalos por toda la casa. Intentaba mantener el misterio hasta el final, pero yo había adquirido el raro talento de encontrar lo que no buscaba. Sin quererlo terminaba por descubrir cada escondite, lo que derivó en una nueva costumbre: ocultar regalos en los lugares más ridículos.
Los hubo en armarios, arrinconados detrás de montañas de ropa.
Los hubo mezclados entre las compras hogareñas, enterrados entre paquetes de fideos.
Los hubo hasta en el baño y en cualquier rincón al que yo no pudiera acceder con facilidad (léase: cualquier lugar que requiriese de una escalera para que yo pudiera alcanzarlo).
Pero esta Navidad no habría nada escondido.
Ni siquiera habría un árbol.
Porque el tiempo pasa y la inocencia no es lo único que se pierde en el camino.
Yo perdí mucho, mucho más.
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Evey y yo nos sentimos curiosas... ¿Cómo se enteraron ustedes de que Papá Noel no existe? Compartan sus anécdotas en los comentarios ♥
La idea de esta pequeña historia es que sea interactiva, así que espero que compartan sus experiencias (¡o las de personajes suyos!) en cada capítulo.
Nos leemos pronto :D
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