La emo
El crepúsculo teñía de un gris metálico el parque. Milagros, sentada en un banco, aguardaba impaciente. Su encuentro concertado a través de Messenger prometía un reencuentro con Fernando, un joven de rostro fino y atractivo según la imagen digital. De pronto, dos figuras se materializaron a su lado: Adolfo y Kathy.
—Buenas noches —dijo Adolfo, su voz suave pero firme, un contraste con la tosquedad del entorno—. Somos amigos de Fernando. Se retrasará un poco.
Milagros, nerviosa, asintió con la cabeza. Kathy, impasible, la observaba con una intensidad que la incomodaba.
—Éramos niños —comenzó Milagros, su voz entrecortada, como si cada palabra le costara un esfuerzo—. Hacíamos travesuras, y… ese señor… nos golpeaba. A mi madre también. No todos los días, pero… bastaba.
—Cuando hay un padre conflictivo, la vida se vuelve… complicada —observó Kathy, su tono plano, casi desapasionado. —¿Y qué más?
Milagros miró a su alrededor, buscando a Fernando en vano. Dos hombres corpulentos, a cierta distancia, mantenían una conversación en susurros.
—Mi madre… fumaba mucho —continuó Milagros, su voz apenas un susurro—. Dejaba las cerillas… en el colchón. No fue casualidad que… el colchón ardiera primero.
—¿Y cómo lograron escapar? —preguntó Kathy, su mirada penetrante.
—Muchas veces nos dejaban sin comer —Milagros apretó los puños—. Esa noche fue así. Mi hermanito lloraba de hambre, y… le dije que callara, que iba a quemar a esos malos padres. Así que… encendí las cerillas.
—Entonces, estaban despiertos cuando… —Kathy dejó la frase inconclusa, su mirada intensa sobre Milagros.
—… ¿Fernando vendrá? —preguntó Milagros, su voz quebrada por la ansiedad.
—Sí, ya casi llega. Le interesa mucho como para dejarla plantada —Kathy dirigió una mirada fugaz a Adolfo, un gesto casi imperceptible—. Pero, sigamos con su historia… ¿La puerta… no estaba cerrada con llave?
—Nunca ponían llave —respondió Milagros.
—Qué… conveniente —dijo Kathy, su sarcasmo cortante como un cuchillo—.
—¡No me llame mentirosa! No tengo por qué contarle esto.
—Cálmese —dijo Kathy, su tono cambiando ligeramente—. ¿Por qué sus padres no salieron cuando vieron el fuego?
—Ellos… dormían en su habitación —murmuró Milagros, su cabeza gacha.
—¿Dormían en su habitación? ¿Y ustedes dónde? ¿En la sala?
—En un colchón en la sala…
—Pero eso no explica por qué no salieron…
Milagros calló, su mirada fija en el suelo.
—Es que… puse una silla detrás de la puerta —susurró, apenas audible.
Kathy soltó una carcajada seca, sin humor.
—Eso es… infantil, incluso para una niña de ocho años.
—¡Es verdad! —exclamó Milagros, su voz llena de una rabia contenida. Los hombres de la esquina les dirigieron una mirada fugaz.
—Fernando no vendrá, ¿verdad? —preguntó Milagros, tratando de recuperar la calma—. Me iré.
—Fue un accidente —dijo Kathy, su voz fría como el acero—. Pero quiere hacernos creer que asesinó a sus padres para justificar… su estilo de vida.
—Ya están muertos, ¿no? —replicó Milagros, una sonrisa gélida en sus labios.
—Claro. Y luego sus tíos los recogieron. Ahora usted los chantajea, se acuesta con su tío y lo amenaza con denunciarlo para obtener dinero.
—¡Él me violó! ¡Abusó de mí desde los quince!
—¡Por Dios, niña! Violación? Ni siquiera sabe lo que significa esa palabra. No me venga con esas cosas.
Milagros, furiosa, se levantó para marcharse.
—Esas personas de allí —dijo Adolfo, su voz interviniendo por primera vez con firmeza— no están interesados en una charla amistosa. Le recomiendo que se quede.
La autoridad en su voz hizo que Milagros se sentara de nuevo.
—¿Por qué no le dice a su… novio que busque trabajo? —continuó Kathy—. No solo arruinará la vida de su tío, sino que también perjudicará a su tía y a sus hijos.
—Si no paga lo que le pido, irá preso —afirmó Milagros, desafiante.
—Lo que él le pide, dirás —replicó Kathy—. Un vago, maloliente, sin futuro. ¿Sabe siquiera lo que significa ser emo?
—Ustedes seguramente son ángeles.
—Falsos ángeles… seudoángeles —Kathy sonrió, una sonrisa llena de sarcasmo—. Su tío —continuó— preferirá ir preso. Ya no cumplirá sus caprichos y extorsiones.
—¡Entonces que vaya preso! Igual pagará, y pagará más.
—Por favor, Mili, ya es mayor para esas cosas: odio, mentira, venganza, envidia, muerte…
Milagros la miró fijamente.
—Aquí tenemos todo eso —dijo Kathy, con una sonrisa enigmática—. Solo que no lo usamos para destruir, sino para… mejorarnos.
Kathy se levantó y le tendió un papel con su número de teléfono.
—Haga lo que quiera. Si gusta, llámeme. Me interesa mucho ser su amiga; somos tan iguales. Y no ha asesinado a nadie, solo está… confundida.
Milagros tomó el papel.
—¿Y Fernando?
—Si quiere, le digo que venga —respondió Kathy—. Pero cuando se entere de que tiene novio… se le romperá el corazón.
Adolfo y Kathy se retiraron.
—Tú crees que ella quemó la casa? —preguntó Adolfo.
—No solo la quemó, impidió que sus padres escaparan.
—¿Y por qué fingiste no creerle?
—Es suficiente con que ella lo crea —respondió Kathy—. Si piensa que la vemos inocente, se sentirá más segura.
—¿Y su tío?
—Irá preso. Quien manda a acostarse con menores de edad.
El desprecio en la voz de Kathy era palpable.
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