Capítulo 74
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Sam se había quedado dormida poco después de que subimos al vehículo. Lucía agotada, pálida y frágil, como si las secuelas de lo que le habían hecho aún la acosaran en sus sueños. A pesar de su aspecto desmejorado, mi corazón latía con fuerza y furia. Cada sombra en su rostro y cuerpo avivaba la llama del enfado en mi interior. Mientras la miraba, solo podía sentir dolor y una determinación férrea de hacer pagar a los que se atrevieron a lastimarla.
Esto aún no acababa.
Esa mañana, en las noticias italianas insinuaron que habían capturado a un posible líder, pero no fue así, y no tardarían en darse cuenta. O quizá ya sabían que los ocupantes de esas camionetas negras no eran hombres de la mafia, sino personas comunes a las que sacrificaron como en un matadero.
Después de lo ocurrido en la casa en medio del campo, resultó que no lograron encontrar a Zacarria. Desapareció sin dejar rastro, abandonando a individuos que no representaron más que un obstáculo para los agentes de Oliver. Ni siquiera aportarían con información relevante al ser atrapados. Eran guardias, y muchos de ellos tampoco se encontraban ahí por voluntad propia.
Zacarria y sus hombres se retiraron de la escena con una precisión que sugería una meticulosa planificación. Incluso en las computadoras de lo que era una sala de operaciones cibernéticas ocupando gran parte de esa casa, no pudieron rastrear su huella. Activaron un virus que desencadenó la destrucción de toda la información almacenada en esos sistemas, dejando tras de sí un rastro de caos digital en cuestión de minutos.
También resultó que solo los agentes de Oliver se presentaron en el lugar. La presencia de él a la cabeza, siendo una figura ajena a este país, generó desconcierto incluso entre los propios italianos en la estación de trenes de Milán la mañana en que llegamos.
A pesar de todo, me inquietó qué imagen quedaría de Oliver. Desde siempre, solía encargarse de mantener la mía impoluta por encima de la suya, y presentí que tampoco sería diferente en esta ocasión.
Escuchábamos a través de la radio todos los informes que sus agentes le proporcionaban una vez que llegaron al lugar. Por razones evidentes, Oliver nos mantuvo alejados del campo. Nos conducían hacia un destino desconocido.
—¿Es que estos europeos no harán nada? —le preguntó el agente al volante.
—Los grupos de inteligencia italianos tienen conocimiento de la presencia de Moretti, pero son incapaces de emprender acciones en su contra debido al inmenso poder que ostentan. Prácticamente constituyen la fuente económica del país. Controlando sus empresas farmacéuticas, que representan su principal actividad junto con otras como el tráfico de personas, blancas o mercancías, expanden su influencia a nivel global. Consciente de esto, en Estados Unidos me encargué de implementar medidas para evitar la entrada de su producción —explicó.
—No obstante, todavía cuentan con asociados que operan en secreto, como Edoardo Fontana —expresó el agente con irritación. Era palpable su aversión ante la idea de que hubieran encontrado una forma de infiltrarse en nuestro país.
Fue capturado al intentar ingresar por las costas con mercancía ilegal y, como consecuencia, lo encarcelaron durante varios años. Sin embargo, no lo repatriaron a su país de origen, ya que en Italia no habrían podido tomar medidas.
—De todas formas, ya es hombre muerto —reveló Oliver en un suspiro—. Aunque logró escapar de prisión junto a Nikolai algunos días atrás, hacía unas horas que encontraron su cadáver en las costas de España, aparentemente víctima de la famiglia.
—Moretti se deshace de cualquier rastro que pueda poner en peligro sus operaciones, sin importar quién sea —argumentó el agente.
—Pese a todos los intentos, en Estados Unidos tampoco tuvieron éxito en extraer información de Edoardo Fontana —intervine por primera vez. La ironía se dejó sentir en mi voz al hablar, y ambos me miraron a través del espejo retrovisor.
Después de todos estos años, por alguna razón en particular, no habían logrado avanzar en el caso, y la verdad pronunciada por mi boca, ocasionó una considerable molestia en Oliver. Debido a su reacción, dejó entrever que había mucho más de lo que se apreciaba a simple vista.
También parecía ajeno a la existencia de Zacarria. En ningún momento lo mencionó. Tal vez pensaba que solo era Moretti y sus aliados. No tenía conocimiento de quiénes lideraban bajo su mano. Quizá sería lo más sensato decírselo, pero esa sed de venganza que ardía en mí me impidió pronunciar su nombre. Ya me encargaría de él.
—Acudir a un nido criminal a ciegas fue una jugada arriesgada —me dijo. La irritación de Oliver hacia mí fue evidente, sus gestos denotaban una clara insatisfacción con la situación que había orquestado.
—Corrieron como ratas —comentó Raine en voz baja. No obstante, era preferible. A diferencia de lo que probablemente Oliver tenía en mente, mi estrategia no implicaba confrontarlos, lo cual podría haber puesto en peligro la vida de Samantha; más bien, buscaba sacarla de allí a toda costa.
Tampoco capturaron a ninguno de los que Méi había incapacitado, que debieron ser unos cuantos. Le pedí que fuera lo más sigilosa posible, y ya sabía cómo se manejaban los mellizos. Sin embargo, Oliver quedó perplejo al enterarse, por radio, que sus agentes encontraron a guardias con heridas de bala en la cabeza. Un tiro limpio. Fue su propio equipo el que se deshizo de los suyos, y él debió intuirlo, porque tampoco me pidió que se lo aclarara.
La brutalidad era la forma en que gestionaban sus asuntos entre ellos. Por eso, las últimas horas se habían transformado en un infierno. Sentía un miedo profundo, una ansiedad que se apoderaba de mí, temiendo que en cualquier momento pudieran arrebatarme el único destello de esperanza que ella había logrado proporcionarme. Esa chispa de luz, adquirida a través de sus esfuerzos, representaba para mí más que un simple consuelo; era un anclaje a una llama en la oscuridad que no podía permitir que se extinguiera.
—Las personas del buque... —Me sorprendió que a Raine le interesara conocer sobre lo que les había sucedido. Pero también me hizo algo de sentido, ya que él formó parte de ellos en el pasado.
—Todos están a salvo. Me aseguré de que regresaran a sus países. —Oliver, habiendo perdido el interés en mirarnos, desvió su atención hacia el exterior. Desde ese momento, se reservó sus palabras para responder a través de la radio.
Al atravesar la puerta del vestíbulo, la recepcionista del hotel seleccionado por Oliver titubeó al acercarse a nosotros. Ninguno mostraba disposición para ser amigable.
—Es probable que haya tenido el tiempo necesario para ejecutar algún programa o protocolo de seguridad —indicó el agente de inteligencia de las fuerzas especiales de los Estados Unidos. La conversación con Oliver sobre lo sucedido en medio del campo seguía en curso, pero concluyó en ese momento.
Examiné el entorno. El lugar se asemejaba a un pequeño edificio moderno de tres pisos, con paredes de ladrillo, piedra e incluso paneles de madera. A la izquierda, había un bar con bebidas y mesas de autoservicio de alimentos. Dadas las altas horas de la madrugada, el sitio estaba desierto.
—Descansen por lo que resta de esta noche —indicó Oliver, dirigiéndome una mirada en especial. Sabía lo que me esperaba mañana. Él no iba a dejarlo pasar.
Cheyanne fue la primera en arrebatarle una llave a la recepcionista y se perdió por la escalera. Xiao tomó la siguiente, y junto a su melliza, se adentraron en los pasillos.
Cuando llegó mi turno, Oliver se aproximó a mi lado.
—Hay agentes vigilando la zona —murmuró, dejando claras sus intenciones para conmigo.
No dije nada.
Junto a Samantha, subimos por la escalera y nos detuvimos a mitad del pasillo. Cheyanne estaba parada frente a su puerta, con la mirada perdida en el número. Al percatarse de mi presencia, empujó y se encerró.
—Vamos, debes estar cansada —la animé a seguir, y Sam tampoco se negó.
Dado que la habitación estaba situaba en el último piso, tenía un techo con forma de triángulo comprimido horizontalmente, sostenido por columnas de madera. También contaba con una ventana que se dirigía hacia el cielo, ubicada cerca de la cama. Además, predominaba el color blanco, creando un ambiente agradable.
—Prepararé la ducha. —En ese momento me di cuenta de que era la primera vez que nos separábamos después de lo que había sido este último tiempo juntos. Se sintió como si un breve suspiro de incertidumbre se colara entre nosotros.
Fui al baño, y cuando abrí el paso del agua, fue como si el dolor en el hombro se activara. Me acerqué al espejo sobre el lavamanos y eché un vistazo. No parecía demasiado profundo, pero tampoco estaba seguro.
—¿Te encuentras bien? —preguntó con angustia. No hallé las palabras. La nostalgia me embargó al escuchar su voz después de tanto. Me agarró del brazo con cuidado y me hizo tomar asiento sobre el borde de la tina—. ¿Puedes quitártela?
Se volvió rápidamente y ubicó un pequeño botiquín en el gabinete antes de regresar deprisa a mi lado. Lo dejó cerca de mí mientras me deshacía de la sudadera.
Cuando extendió su mano con un hisopo, detuve su movimiento a mitad de camino. Experimenté una oleada de preocupación que apretó mi pecho al notar las marcas en sus muñecas y las erupciones cutáneas en sus brazos. El dolor proyectado recorrió todo mi cuerpo, y un nudo se formó en mi estómago.
La visión de las lesiones despertó una mezcla de desasosiego, enojo, y una sensación de impotencia al no haberlo podido evitar.
Se inclinó hacia adelante, hasta que su mirada estuvo a la altura de la mía.
—Estoy bien, ¿de acuerdo? No te castigues por esto. Hay cosas que no podemos controlar —me dijo con suavidad. De pronto, mi pecho se volvió más pesado al notar la similitud en las palabras de Sam con las que me había dicho mi hermano.
No pude evitar sostenerla entre mis brazos, tratando de aferrarme a la sensación de control. De repente, me encontraba inmerso en un huracán de emociones. Sam correspondió con el mismo gesto, pero después de unos minutos, depositó un beso en mi pecho. Con ello, mis brazos aflojaron, permitiéndole la libertad para alejarse una vez más.
—Déjame echar un vistazo a eso; creo que he aprendido un poco de Jacob. Por suerte, tampoco parece muy serio.
Comenzó a tratar la herida. Aunque noté cierta curiosidad en su mirada acerca de cómo fue que me la hice, no preguntó, quizá por temor a descubrirlo o porque intuyó que era producto del caos que vivimos.
—¿Nos bañamos juntos? —indagó al contemplar la bañera llena y mis intenciones por desnudarla.
—¿Te molesta?
—En lo absoluto. Solo pienso que debí encargarme de tu hombro después.
—No importa. —La ayudé con esas prendas, cuyo aroma impregnado, al no ser el suyo y recordarme demasiado a una fragancia masculina, hizo que me sintiera enfermo.
Fui el primero en sumergirme en la tina. Cuando ella se acomodó entre mis piernas, el agua se derramó un poco, pero ninguno de nosotros pareció prestarle mucha atención. Comencé a acariciarla con cuidado, aplicando el jabón con una mano y deteniéndome ocasionalmente en las marcas alrededor de sus muñecas, sin poder evitarlo. Cada roce sobre esas lesiones resonaba en mí como una herida personal, y supe que nada sería suficiente para saldar cuentas con el dolor que ella había experimentado.
A medida que el agua tibia envolvía nuestro cuerpo, traté de transmitirle más con mis gestos que con las palabras, buscando ofrecerle consuelo y apoyo en silencio. Parecía funcionar. La tensión de sus músculos fue disminuyendo.
En un momento, dio media vuelta y se acomodó de rodillas frente a mí.
—Es tu turno —dijo, con una sonrisa astuta plasmada en sus labios. Con ese gesto, esta chica tan brillante, había llegado a mi vida a encender la luz. Me arropó el alma y toda la pesadez que cargaba en el pecho se disipó. Dejé atrás los pensamientos negativos que me habían invadido un momento antes y confirmé mi creencia de que, por esta persona, sería capaz de enfrentar cualquier adversidad, sin miedo a nada. Después de todo, el peor castigo habría sido perderla.
Llenó sus manos con espuma y empezó por mi cabello, bajó por mi cuello, trazó un camino sobre mi pecho y se deslizó un poco más hacia el sur. Detuve sus manos, y en su mirada pareció reflejarse un atisbo de tristeza.
—Lo siento —soltó de inmediato.
No supe en qué podía estar pensando. Mi intención no era rechazarla.
—Si te dejo continuar...
—Y si te pido que dejes de contenerte —intervino con suavidad.
—Sam, hacerte daño no es lo único que me preocupa ahora.
Se tomó un instante para pensar.
—Oh, creo que ya entiendo. —Retrocedió, el peso de la desilusión marcó sus palabras.
Me incliné hacia adelante y la besé. El contacto fue una chispa que encendió la hoguera. La atraje a mí, sintiendo la presión de su cuerpo desnudo contra el mío mientras la devoraba con ansias acumuladas.
Decidí cambiar nuestra posición, moviéndonos como un solo cuerpo, con una intención clara de reducir la distancia al mínimo. Pero, en medio de la vorágine de emociones, más agua desbordó de la tina, cayendo al suelo con un sonido suave. Aunque el reducido espacio se volvió incómodo, la urgencia de nuestro deseo eclipsaba cualquier disgusto externo.
—Me inquieta —susurré, con la respiración entrecortada, obligándome a tomar un trago de aire.
—¿Uh? ¿El qué? —Regresó a mis labios por más.
—¿A qué conclusión llegaste? —Eché un vistazo a su rostro, el deseo brillaba en sus ojos, ya no quedaba rastro de la nebulosidad atrapada minutos atrás.
—Nada en especial.
«Mientes».
—A lo que me refería, es que no tengo preservativos en este momento.
Se quedó quieta, con la mirada vacilando de mi rostro hacia otro punto en el baño. De repente, mostró una pizca de vergüenza, resplandeciendo aún más hermosa, con un leve rubor en sus mejillas.
—Ah. Entonces, sí. Es mejor esperar. Un poco. —Retrocedió, como si se debatiera, entre la vergüenza, el nerviosismo y la falta de deseos por separarse.
Resultó ser un desafío; no deseaba que lo hiciera, sin embargo, me comprometí a resguardarla, incluso si eso significaba protegerla de mí mismo. Por supuesto, resultaba claro que no estaba cumpliendo muy bien con esa promesa.
Al finalizar nuestro baño, cuando salimos de la bañera y cubrí su cuerpo con la toalla, me dispuse a recoger la ropa del suelo. Sin embargo, ella me detuvo con un gesto y, negando con la cabeza, tomó mi mano.
En silencio, me condujo hacia la cama, invitándome a recostarme a su lado.
Al obedecer, nuestros cuerpos desnudos se encontraron, y ella, con destreza, nos cubrió a ambos con la sábana antes de acomodar su cabeza sobre mi pecho.
Mis brazos rodearon su figura, estrechándola contra mí con suavidad. Exhaló con placer al sentir la calidez de nuestro contacto.
Parecía relajada, y la envidié por eso. En repetidas ocasiones, así como en este momento, libré batallas internas contra las insensateces que invadían mi mente.
—Había echado tanto de menos este calor. —Su voz, como un susurro en la penumbra de la habitación, aceleró los latidos en mi pecho. Siempre tenía que ponérmelo tan difícil, pero no iba a reprimirme más.
Recientemente aprendí que esperar no conducía a nada. No aguardaría a sentirme preparado, en especial, si existía la posibilidad de que todo concluyera en un instante, sin dar paso a ninguna oportunidad. Sin embargo, lo que dije en el baño fue verdad. Tampoco deseaba añadirle otra posible carga, al menos, no en un momento como este.
Mis dedos se aventuraron sobre su piel, trazando líneas invisibles que conectaban diferentes puntos. La atmósfera se llenó de una serenidad compartida, como si en ese momento, en la calidez de la intimidad, encontráramos refugio del mundo exterior. La suavidad de su presencia me envolvió, y por un instante, todo lo demás quedó suspendido en el tiempo. Sin embargo, la calma se quebró cuando las yemas de mis dedos se deslizaron sobre la pequeña lesión en su cuello, y cada uno de mis músculos se contrajo.
—Él... ¿Te hizo algo más?
Echó la cabeza hacia atrás. Sus ojos, ligeramente entornados por el sueño, me contemplaron con expectación.
—Es una pregunta trampa.
—De ninguna manera.
—Ahora sé de todo lo que eres capaz.
Cada uno de mis músculos entró en tensión, pero ella no lo notó.
—Lo que viste fue todo —añadió con voz adormilada, como si quisiera ahogar el peso de las palabras en la somnolencia que aún lo envolvía.
Se acurrucó una vez más, y pronto estuvo sumida en un sueño profundo y reparador.
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Un par de horas más tarde, todavía reinaba la oscuridad cuando los calambres en el vientre me despertaron, y terminé encogiéndome hasta quedar en posición fetal. Al deslizarme fuera de la cama, el brazo de Alastor me frenó. No supe si lo desperté o si ya lo estaba.
—Ay, no. —Contemplé el espacio vacío junto a él que acabé de abandonar, donde una mancha oscura era visible en las sábanas blancas.
—¿Qué ocurre? —La preocupación marcó sus palabras. Al no poder evitar que lo viera, me solté y corrí al baño—. ¿Sam?
Cerré la puerta, y durante unos segundos, mortificada, me tapé la cara con las manos. No supe qué hacer, hasta que escuché que llamaba a la puerta.
—Iré a buscarte algo. No tardo.
Se dio cuenta. No había manera de que no lo viera.
—Vale —susurré bajito, aunque quizás él pudo escucharlo.
Lo olvidé por completo y había sucedido con retraso, pero no podía quejarme de que fuera un mal momento. Habría sido peor si me hubiera llegado la regla mientras estaba encerrada en ese sitio, sin lugar a dudas.
Por otro lado, ¿Alastor al menos tenía una idea de lo que debía conseguir? No pude evitar preocuparme, pero alrededor de diez minutos más tarde, cuando estuvo de regreso, supe que me había sido por nada.
Llamó suavemente a la puerta del baño.
—Está abierto —susurré, y al entrar, me encontró sentada dentro de la tina, abrazando mis piernas contra mi pecho, sumergida en el agua una vez más. Ni siquiera pude mirarlo. Estaba avergonzada a morir, así que no advertí cuando se arrodilló junto a mí, sino hasta que me puso una mano sobre la cabeza.
—¿Duele mucho?
—Tanto que quisiera morir. No de forma literal. Es solo un decir...
Lo vi rebuscar en una bolsa de papel con el nombre del hotel.
—No sabía a quién más acudir, pero la mujer de recepción me ayudó con lo único que tenía. —Extrajo varias cosas: un par de tampones para mujeres y unos objetos pequeños de forma circular con envoltura.
—Chocolates —indiqué.
—Escuché que eso ayuda —dijo, y verlo casi tan preocupado como cuando estuve en uno de mis peores momentos, hizo que fuera consciente, una vez más, de cuánto quería a este hombre.
—Gracias.
—Te ayudaré. —Me ofreció su mano—. Si te quedas más tiempo en ese lugar, te vas a desangrar.
Su comentario me hizo reír, pero un nuevo cólico acabó convirtiéndolo en una mueca
—No es así como funciona. Solo el agua caliente es su enemigo.
Miró el agua y frunció el ceño, como si apenas hubiera notado que estaba fría.
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