Capítulo 65
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Tras recorrer pasillos extensos, flanqueados por guardias armados, vestidos tanto de trajes como de forma casual, de estatura imponente y fortaleza visible, me percaté de que nos hallábamos en un hotel. Aunque no rivalizaba con la grandiosidad del de Alastor ni exhibía lujos ostentosos, desprendía un encanto sutil y elegante.
En esta ocasión, no me cubrieron la cabeza, quizás por tratarse de un hombre que claramente ocupaba un alto cargo. Aquellos que lo saludaron con un gesto similar al que hacían los funcionarios de Alastor, no solo evitaban su mirada por evidente temor, sino también su cercanía. Se desplazaban hacia los márgenes de los estrechos pasillos, cediéndole el paso. Parecía como si temieran cruzarse por accidente en su camino y acabar atrapados bajo la imponente barrera de dureza muscular que era su cuerpo. Además, no mostraba ni una pizca de amabilidad; su agarre en mi brazo era firme y doloroso.
Con paso sólido y decidido, sus pisadas resonaban en el suelo, llevando consigo una confianza que denotaba seguridad y autoridad. Cada movimiento impregnado de un poder palpable, una fuerza que marcaba su presencia en el espacio que ocupaba. Me costaba mucho trabajo mantener su ritmo.
Por otro lado, las personas que venían detrás, como sombras emergidas del inframundo, aparecieron de manera tan sigilosa que apenas los percibí. Avanzaban con pasos meticulosos, siempre a sus espaldas, como si reconocieran que él debía liderar la marcha. No pude verlos con claridad, pues su insistencia para que caminara me lo impidió en repetidas ocasiones.
Aunque esperaba que me llevara de regreso con Cheyanne y Raine, no lo hizo. La habitación a la que Zacarria me condujo mostraba una notable similitud con la anterior, en el que vi a Alastor por última vez.
Me liberó al cruzar el umbral. Parecía cabreado cuando se acercó a la cama, donde reposaba una maleta de tela similar a las utilizadas por los deportistas en sus viajes, y sacó un par de prendas elegantes, pero no las llevó consigo, solo las dejó sobre el colchón. Cuando pareció notar mi persistente mirada, giró hacia mí, al tiempo en el que otro hombre que aparentaba su misma edad, se nos unió después que le concediera el paso. Los demás no entraron, pero algo me decía que se encontraban del otro lado del muro.
Ambos me observaron durante breves instantes, y desconocí la razón de su interés. Los ojos de Zacarria, de varios tonos más claros que los de Alastor, ardían con las peores intenciones. Generó en mí el instinto de huir, pero la parte aún lúcida de mi ser insistía en que lo mejor era quedarme inmóvil. Como si con eso pudiera evitar provocar el ataque del animal sobre su presa.
Luego, el que se recargó contra la pared cerca de la ventana, esbozó una sutil sonrisa cargada de ironía y maldad; un gesto que expresaba cuán dispuesto estaba para causarme dolor si me atrevía a dar media vuelta, hacia la puerta que se quedó a mis espaldas. Algo me sugirió que ni siquiera se había molestado en bloquearla. Tal vez lo hizo con ese mismo propósito.
Pero agradecí este indicio, pues gracias a su presencia descubrí que en el exterior, a sus espaldas, estaba cediendo paso a la noche. Aun así, apenas pude percatarme de ello, ya que Zacarria, con su rostro impasible y sin emociones, se encaminó hacia la otra puerta de la habitación.
Ese hombre me ponía nerviosa de formas negativas. Era como despertar en mitad de la noche, con la sensación de ser observada por algo diabólico e incomprensible.
Pronto escuché el paso del agua abrirse, y concluí que se trataba del baño. Diez minutos después, Zacarria regresó desnudo en todo su poderoso esplendor. Esta vez no pude evitar la mirada que resbaló sobre su piel húmeda, pues sería equiparable a visitar un museo repleto de maravillosas obras de arte y, al final, no detenerse a contemplar ninguna de ellas. Estaba precisamente plagada de tinta y cicatrices. Aunque no lo observé con morbo ni nada por el estilo, experimenté un sentimiento de pesar por Alastor, como si estuviera traicionándolo.
—No estás intentando escapar —me dijo en inglés. Sus palabras igual que dagas afiladas. El simple acto de conversar conmigo parecía ser un trabajo agotador e irritante para él.
—¿Te piensas que soy estúpida?
Levantó sus ojos impregnados de furia hacia mí. Pero, al notar que lo miraba con mi expresividad tan característica, insinuó una curvatura de labios arrogante que fue efímera.
—Eres lo bastante idiota como para hablarle así a nuestro... —intercedió el otro, alejándose de la ventana y avanzando de forma amenazante en mi dirección. Retrocedí y, tenía los músculos tan tensos que mi espalda golpeó la puerta.
—Cállate —intervino Zacarria, y su voz, imperiosa, igual que una orden, lo detuvo, pero también me puso a temblar. Era incluso peor que Alastor. De esta persona emanaba maldad pura a través de cada uno de sus poros, y no parecía preocuparse por ocultarla.
Estaba segura de la bondad presente en el hombre que amaba, sin embargo, frente a mí, y en especial en el líder, no vislumbraba ningún rastro de humanidad.
—Lo lamento, caporegime. Pero ella...
—Te dije que mantuvieras la puta boca cerrada.
Eso hizo. Como un perro amaestrado, ese temible individuo retrocedió.
Al dirigir su mirada de regreso a mí, los ojos de Zacarria exploraron mi cuerpo como si fuera la primera vez que se fijaba en mí de verdad, evaluando y deteniéndose en ciertos lugares. A juzgar por su expresión, no halló mucho que le agradara, y tampoco me afectó. Eso no era relevante para mí, sobre todo considerando el tiempo que había pasado sin preocuparme por mi apariencia durante los últimos días.
Intercambió algunas palabras en italiano con el otro, y descubrí que su compañero se llamaba Fran, quien poco después se retiró sin decir una sola palabra, dejándonos a solas.
Mis ojos siguieron cada movimiento de Zacarria mientras se enfundaba en su traje negro y camisa del mismo color. Desafiando la formalidad, prescindió de la corbata y dejó los botones sin abrochar, pero su elegancia persistía. A pesar de mis esfuerzos por leer sus gestos, como Cheyanne me había enseñado para estar preparada ante cualquier eventualidad, no logré descifrar nada. Era evidente que este hombre tenía poder, pero a diferencia de Alastor, se movía con una confianza distinta, a veces desatada, otras cuidadosa y devastadora.
—Pareces ya haber visto a un hombre desnudo antes. ¿Aquel? —habló, refiriéndose a Alastor. No logré comprender el propósito de su pregunta, por más que lo intenté, no entendí por qué lo tenían en esa situación o el motivo por el que me habían llevado a este lugar. Si era por culpa de Nikolai, que era lo más lógico, no podía encajar las piezas por completo. Tal vez el fin de su pregunta era el ofenderme, pues sonó a que, ante sus ojos, yo lucía inocente y tonta. De todas maneras, mantuve mi postura, tratando de ocultar cualquier rastro de emoción, al igual que él lo hacía. Permanecí en silencio y apenas respiré.
—Puedo percibir tu desprecio. —Se acercó a mí, y aunque deseaba mantener la distancia, no moví un solo músculo. No quería que notara que en realidad seguía temblando de terror. Estar tan cerca de él provocaba que mi corazón me aporreara el pecho como un animalillo aterrorizado. Pero él, al parecer, lo interpretó como rabia, y preferí que así fuera.
—¿Sabes lo que más detesto? —añadió mientras tomaba mi mentón sin cuidado, manteniendo mis ojos fijos en los suyos—. A la gente que se atreve a mirarme o hablarme con altivez. Podría hacerte tantas cosas ahora mismo, y no me importaría si te rompes, tampoco formas parte de nuestro mundo. Si no fuera por el Don...
Se detuvo, pero no necesitó concluir la frase para que lo dejara claro. No solo hablaba en términos de fracturar huesos, lo expresaba en todos los sentidos posibles. Pero obedecía las instrucciones del anciano, y por eso se mantenía al margen. Aunque se encontraba a pocos centímetros de distancia de mí, aquel hombre de tercera edad lo mantenía bajo control. Esto resultaba peculiar, ya que Zacarria no parecía ser del tipo que obedecía órdenes.
—¿Qué le hiciste? —Me atreví a preguntar, y mi voz sonó peor de lo que hubiera esperado. Él lució contento por ver el efecto que producía en mí.
—Nada —aseguró, y supe que mentía. Se inclinó todavía más sobre mí, y así percibí lo imponente de su estatura. Su presencia era como un muro infranqueable que me envolvía con deseos de aplastarme—. Intuyo que no dudarías en atacarme si te revelo la verdad. Sin embargo, ¿hasta que punto serías capaz? De pronto, no sé por qué, pero siento curiosidad.
Apreté la mandíbula, y su mirada descendió a mis manos convertidas en puños.
Cuando esperaba ver su sonrisa, se la guardó para sí mismo. Con la mandíbula apretada retrocedió sin dejar de mirarme, y volvió a rebuscar el contenido en su maleta. Luego arrojó sobre el colchón un par de prendas más, y me hizo un gesto en su dirección, con una clara invitación a que las tomara.
—No me obligues a intervenir —advirtió de mala manera mientras ejercía presión en el puente de su nariz, como si se encontrara a punto de estornudar, o porque acabó de percibir algo desagradable.
No obstante, ¿cuál era la finalidad? No emanaba amabilidad desinteresada. Con solo mirarlo, eso quedaba claro. Por un segundo casi le obedezco sin rechistar, y habría sido lo mejor, sin embargo, hubo otra parte muy mía que me detuvo, una que pretendía dejar en claro que no tomaría nada que proviniera de él, o de su gente; y por la que también me arrepentí un momento después.
—¿Y te piensas que haré tal cosa? —pensé en voz alta porque su ofrecimiento me desencajó. Tampoco creí que él fuera a escucharlo. Su muestra de bondad hacia mí no tenía ningún sentido. Más bien, me pareció que era muy sensible a los olores, considerando que yo no había tomado un baño en mucho tiempo.
Levantó una ceja, aunque asintió como si cediera. Mi error fue pensar que lo dejaría pasar. En cuestión de segundos, lo vi plantarse frente a mí. Se agachó y me levantó sobre su hombro como si fuera de peso pluma, sin ningún tipo de cuidado, y con una confianza desbordante, postró su mano en mi trasero para que no me resbalara. De inmediato, la duda de que pudiera lastimarme se apoderó de mí y ni siquiera intenté liberarme.
Me depositó en el baño de manera brusca. Apenas logré mantenerme en pie cuando me soltó con descuido, y tuve a mi corazón latiendo frenético de miedo una vez más.
Mi queja se vio interrumpida cuando me arrojó la ropa y se marchó, sin preocuparse de que ni me molesté en evitar que sus prendas cayeran al suelo.
—Tienes ocho minutos para ducharte, de lo contrario, entraré —sentenció desde el exterior, transmitiendo la certeza de que no bromeaba.
Decidida a cerrar la puerta, me aproximé a ese lugar, pero en ese momento, emergió de algún rincón y con un brazo bloqueó el cierre, mientras el otro se apoyaba en el marco. Con ambas extremidades extendidas cerca de mi cabeza, su imponente presencia volvió a manifestarse, como una masa colosal a punto de cerrarse sobre mí, demasiado cercana para mi comodidad.
—Puerta abierta —estableció y retrocedí, un gesto que le otorgó la clara sensación de triunfo y solo así se apartó. Prefería mantenerlo a distancia. No podía olvidar cómo había tirado de mi pelo minutos atrás cuando estábamos en frente de Alastor. ¿De qué más podía ser capaz esta gente?
A pesar de la poca privacidad ofrecida, resignada, me volví, preguntándome si de verdad sería capaz de hacerme algo malo si lo desobedecía.
Una exhalación escapó de mis labios al encontrarme con mi reflejo en el espejo sobre el lavamanos. Mi aspecto era desolador. Mi rostro exponía palidez y fatiga, el cabello convertido en nudos, las mejillas hundidas y las ojeras marcadas. La única vez que me había visto tan mal fue años atrás, cuando enfermé, lo que no era buena señal.
—No escucho el agua correr.
Me aproximé a la ducha y abrí el grifo. Lancé un vistazo rápido a la puerta, y me adentré bajo la cascada. El calor del líquido se percibió como agujas en mi piel, pero sobre todo en el lugar que las cuerdas habían ejercido presión.
Contemplé mis manos temblorosas, con las uñas largas, quebradas y sucias, y recordé la sensación de flotar en el mar, lo que me provocó un débil mareo. Acabé sujetándome de las paredes para mantener el equilibrio.
Me dije en mi mente que debía ser fuerte, ya que desmoronarse en un momento como este no sería de ninguna ayuda. De todas maneras, un sollozo escapó de mis labios, y por más que mi cerebro envió señales a mi cuerpo para que, por lo menos, empezara a enjuagarse el agua sal, tampoco lo llevó a cabo.
Estaba segura de que aún no habían transcurrido los ocho minutos, cuando escuché que la puerta principal se abrió de repente.
Alarmada, me volteé. Nadie había entrado en el baño, pero me apresuré al saltar fuera de la ducha, y estuve a punto de resbalar cuando un escalofrío de arrepentimiento recorrió mi piel. El agua volvía a empaparme, pero rechazaría de lleno cualquier atisbo de contacto con esta gente. Cheyanne mencionó que formaban parte de la mafia italiana. No tenía mucha idea de nada referente al tema; sin embargo, ¿no eran acaso unos sanguinarios sin sentimientos?
Y también habían dicho que se desharían de ella y Raine. ¿Qué nos depararía el futuro a partir de este momento?
De repente, mis pensamientos se dirigieron hacia Laurent, lo que me llevó a recordar la mirada que Alastor tenía hace unos minutos. Estaba envuelto en un manto de desesperación y odio, como si hubiera caído en la más profunda oscuridad. Pero su hermano se había salvado, ¿cierto?
«Le costó mucho trabajo mejorar, y le comencé a tomar aprecio. Alastor siempre guardó mucha reserva, casi no pronunciaba palabra, y ahora llegas tú y...». Me había dicho después que corrió a rescatarme. En aquel momento, le aseguré que no le haría daño. «Quizá tú no. Pero cada vez que se le mete algo en la cabeza, es capaz de cualquier cosa, y no quiero que vuelva a terminar...». Las lágrimas escocían en mis ojos, y empecé a sentir que me ahogaba, por lo que tuve que respirar con fuerza varias veces, mientras aniquilaba los sonidos en la palma de mi mano.
No quería salir del baño. Sentía que por lo menos en ese lugar estaría a salvo, lejos del peligro que representaban esos hombres. Sin embargo, si me quedaba sola por más tiempo, iba a largarme a llorar.
Escuché que alguien hablaba y lentamente me introduje en la habitación. La mirada de Zacarria se clavó en la mía. Por vez primera, su rostro exhibía una emoción plena, aunque esta era de signo negativo, lo que hizo que yo acabara retrocediendo un paso, y de inmediato me obligué a frenar. Como si fuera a ser útil para controlar mis emociones, terminé clavándome las uñas en las palmas de las manos.
—Cumplí con todo lo que exigías al pie de la letra —mencioné en un susurro. Mi voz sonó terrible por segunda ocasión, pero no estábamos a solas. Fran había reaparecido y se sorprendió al contemplarme.
—¿Duchándote con la ropa puesta? Interesante elección de moda, ¿no crees? Definitivamente el próximo grito en París. —Sus palabras estaban cargadas de sarcasmo, crueles y punzantes—. Presiento que va a ser una maldita fuente constante de problemas.
Zacarria no dijo nada, pero su mandíbula apretada respondió por él. Por supuesto, mi cuerpo cubierto por mi ropa empapada estaba dejando charcos por doquier en el suelo. No pensaba usar la suya. De hecho, debía encontrarse en el mismo lugar que la dejó.
Zacarria hizo un ademán de acercarse a mí sin buenas intenciones, pero fue Fran quien lo detuvo en esta ocasión.
—No olvides la cena, pronto tendremos que partir. Tú también. —Al final, se refirió a mí de manera despectiva, como si fuera uno más de los muebles del lugar—. No quiero tener que cargarte si pierdes el conocimiento.
Solo por el gesto que hizo hacia una mesa en un rincón, me fijé en los alimentos servidos. Supuse que los había traído mientras me encontraba en la ducha.
—No lo quiero —dije, pero mi estómago protestó en negativa. Apenas si había comido un poco de pollo minutos atrás, sin embargo, no fue suficiente.
Zacarria se aproximó y procedió a atarme las muñecas una vez más, con un nudo bastante peculiar, diferente al que aquellos hombres habían hecho poco antes de que dejásemos el yate. Aunque igual de fuerte.
—Que haga lo que quiera —sentenció, mirándome a los ojos. Era evidente que le importaba poco. Se alejó y tomó asiento a la mesa, empezando su comida. Su alimentación era diferente a la de los demás, con un filete de carne bañado en salsa, ensalada y vino para tomar, lo que me recordó las botellas que había visto en el yate. Debían ser unos aficionados a esa bebida. Pero estas no se parecían.
Fran me arrastró hasta la silla frente a la suya —quizá, porque no había más asientos aparte de la cama y el suelo—, y me soltó con descuido.
Intercambiaron palabras en italiano. Se percibía como una discusión hasta que Fran se unió a nosotros, dejando el arma que llevaba en su cinturón sobre la mesa. Al verla, la idea de tomarla para intentar escapar me provocó un retorcijón en el estómago. Aun en esta situación me causaba inseguridad, y todavía más al recordar las detonaciones en el océano, que resonaban igual que truenos poderosos, dispersándose en forma de ecos.
Cuando miré a Zacarria, me estaba observando con detenimiento. Como si intentara entender mis pensamientos, sus ojos siguieron la dirección de mi mirada hacia el arma.
—Eras mercancía —concluyó. Fran terminó de tragar, me observó, y me sentí como basura. Aunque era mejor que ambos creyeran solo eso—. Pero eres la mujer del hijo de Nikolai, y a quien le dio igual que acabaras con nosotros.
Aquella irónica suposición se cernió sobre mí como un balde de agua fría, provocándome escalofríos. Había insinuado que estaban en el mar para recibir el cargamento ilegal que llegaba en el buque. Pero, según lo que Cheyanne escuchó, decidieron no acercarse por los disparos.
Puede que tampoco se equivocara con lo que dijo. Hasta el momento, no habíamos logrado descifrar el propósito de ese hombre que guardaba un inquietante parecido a Alastor.
Fran arrojó el tenedor sobre su plato con impaciencia. Comprendí que evaluaban mis reacciones, aguardando para sonsacarme información, o ver si intentaba tomar el arma, tan accesible en la mesa. Tal vez no estaba funcionando como esperaban que lo hiciera.
—Debe estar deseando morir, y yo podría cumplir ese deseo con satisfacción, capo —murmuró Francesco con irritación. Observó mi plato intacto, a lo mejor porque durante los últimos minutos también contemplé la ensalada. Lucía inofensiva y apetecible, hasta que vi a Zacarria apartar trozos de lo que aparentaba ser pan tostado.
En mi mente, la palabra "capo" resonó hasta lo más profundo, y después de verlo, todo cobró sentido. No pude evitar cuestionarme cómo llegué a encontrarme en esta situación.
Entendí que mi actitud representó ser un problema cuando Fran tomó el tenedor en frente de mí, lo enterró en la ensalada, hundió sus dedos en mis mejillas e intentó metérmelo en la boca a la fuerza. En un acto de resistencia me negué a comer, pero al ser obligada por él, y porque comenzó a hacerme daño con el tenedor, consiguió su objetivo. Reaccioné de inmediato, y acabé escupiendo la comida en su rostro. No en un acto de rebeldía, sino pensando en su contenido. Incluso si hubiera podido correr a lavarme la boca, lo habría hecho sin lugar a dudas.
Zacarria golpeó la mesa de tal manera que la copa de vino se derramó sobre el mantel, y le exigió que se largara de la habitación. Quizá eso me salvó de la reacción del otro. De todas formas, su hombre tampoco pareció tomarlo de la mejor manera, y cuando ambos cruzaron miradas, fue como si estuviera a punto de desatarse la tercera guerra mundial en la habitación, pero al final, el subordinado cedió.
Cuando volvimos a quedarnos solos, Zacarria se levantó, e inclinándose sobre la mesa, acercó su rostro al mío a una distancia mínima.
—¿Crees que sigues en tu puta América del Norte? —Arrojó el plato, de modo que golpeó la pared más cercana y acabó convertido en añicos. El temblor en mi cuerpo se encontraba de vuelta—. No me importa si mueres de hambre, podría matarte yo mismo...
Inclinó su rostro aún más cerca, y ante la proximidad, reaccioné sin pensar, propinándole un cabezazo en la nariz, aunque tampoco tan fuerte como para hacerlo sangrar. No me percaté de lo arraigadas que estaban en mí las clases de defensa personal que Cheyanne me había impartido. Todo el tiempo se esforzó en desarrollar mis reflejos, y aquí el resultado. Pero tampoco habría llegado a imaginar que me arrepentiría de ello.
Zacarria, furioso y sorprendido, volteó hacia mí con la mandíbula tensa. En ese momento supe que había dejado de verme como una inocente en apuros. La vena en su cuello se hinchó, y estuve segura que pensó en golpearme. Sin embargo, se contuvo. Pero toda esa energía acumulada acabó con la mesa volteada a un lado de la habitación. Mi patético coraje quedó reducido a nada.
—No sé si eres valiente o simplemente estúpida. —Respiraba fuerte, como si el vendaval de emociones dentro de él buscara una salida a gritos—. Intentaré con otro enfoque. Debiste haber aceptado mi gesto de amabilidad mientras aún existía.
Tan rápido como un suspiro me puse de pie, pero a mitad del camino mis piernas me traicionaron y todo oscureció, apenas noté cuando mi cuerpo golpeó el suyo, habiendo caído en calidad de peso muerto.
Ya me ocurrió esto antes, y sin lugar a dudas, tampoco era el mejor momento para ponerme anémica de nuevo. Durante un instante, mientras mis fosas nasales respiraban su olor salvaje, recordé las últimas palabras de mamá, pidiéndome de favor que no descuidara de mi salud.
Él debió pensar que me había desmayado, pues no dijo nada, y ninguno de los dos se movió durante lo que pareció una eternidad. No me atreví. Habría preferido que se apartara, dejándome caer al suelo, pero en su lugar, mi cabeza descansaba sobre su pecho, y me sostuve así. Aunque no pude y tampoco me atreví a mirarlo, podía intuir lo que estaba pensando, pues yo hacía lo mismo: qué terrible coincidencia.
Entonces, decidí dejarlo creer que había sido de ese modo. Permití que mi cerebro se desconectara de mis piernas, caer al lugar que me parecía el más seguro, y así fingir que había perdido la consciencia en verdad. No obstante, su brazo se aferró con fuerza a mi cintura al tiempo en el que me comencé a resbalar.
—¿Qué mierda? —Debió ser el silencio precedente al caos lo que atrajo la presencia del otro. Eso, y que la luz de pronto se apagó. Pude verlo cuando despegué los párpados tan solo un poco.
Esa persona, acabó apartándome de Zacarria. No necesité abrir los ojos por completo para percibir que lo hizo como si yo fuera una desagradable garrapata. Sin embargo, Fran sonó más alterado de lo que hubiera esperado al decirle ciertas cosas en ese idioma que ambos compartían. Aunque no entendí nada, deduje que su inquietud no estaba relacionada conmigo cuando Zacarria abandonó la habitación con apremio, justo después de pronunciar en medio de una frase algo que sí pude entender: Il figlio di Nikolai.
Sin lugar a dudas, estaban hablando de Alastor.
Fran intentó acostarme en la cama, pero al abrir los ojos y tratar de levantarme, no logré hacer ninguna de las dos cosas correctamente, empezando porque mi visión aún estaba borrosa, siguiendo porque sentía una presión inmensa en la cabeza, y finalizando porque él, sin ninguna reserva, me apuntó con su arma y permaneció allí, vigilándome con una advertencia en sus ojos. Estaba claro que lo que más deseaba era encontrar la excusa perfecta para salir detrás de su líder.
Más tarde, resonaron los pasos de personas que se apresuraban de un lado a otro por el pasillo.
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Il figlio di Nikolai: El hijo de Nikolai.
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