Capítulo 50
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Cuatro horas de viaje en auto, y los dos hombres que me acompañaban manifestaron miedo, pero, aunque no era de mí, decidieron no compartir sus nombres conmigo. Eran los hermanos menores de aquel a quien habían puesto a cargo en esa tienda electrónica. También provenían de Cuba, y estaban dispuestos a brindarme su ayuda antes de abandonar el estado para reunirse todos en Wisconsin.
—Este es el lugar —indicó el que aparentaba estar próximo a sus treinta años, y que acababa de aparcar el viejo Volvo antes de avanzar sobre un puente que cruzaba encima del mar. Al final se ubicaba un puerto repleto de contenedores y grúas—. Aquí llega la mercadería. Deben pagar mucho para que los guardias se hagan los de la vista gorda y los dejen pasar.
—Nunca pudimos entrar —dijo el chico que parecía tener diecisiete años—. Está vigilado por ellos. Pero hay una entrada que César usaba.
—¿Por qué entraría en secreto, si los guardias ya deberían conocerlo? —me pregunté en voz baja y ambos intercambiaron miradas.
—Así fue cómo lo descubrimos —respondió el mayor. Lo seguimos aquí alguna vez, desde que nuestro hermano empezó a sospechar de la mercadería. Hace aproximadamente seis años que lo vimos entrar, y fue muy extraño. —Señaló hacia el final del puente—. Debajo está el paso.
Salí del auto. El mayor de los hermanos me siguió después de pedirle al otro que lo esperara un momento.
Nos deslizamos bajo el principio del puente, donde el límite del agua nos concedía el paso sobre la arena y las rocas. El camino era sinuoso y complicado de atravesar, en especial con la marea, a punto de cubrirlo todo. Pronto sumergiría bajo el agua el lugar que pisábamos. No había mucho tiempo que perder.
—Ahí. —Señaló un túnel rocoso disimulado por vegetación y piedras. El hombre lo miró con recelo y luego a mí—. ¿Qué harás si lo encuentras?
—Tener una conversación. —Intenté echar un vistazo al interior, pero estaba muy oscuro, apestando a sal, agua estancada y a humedad.
—¿Con un arma? —ironizó—. Vi el bulto que ocultas bajo la camiseta. Si quieres entrar, hazlo solo. No me apetece meterme en la boca del lobo si lo que mis hermanos y yo buscamos es alejarnos de todo esto.
—Tampoco te pedí que me siguieras hasta este punto. Puedes volver al auto.
—¿Y si no regresas? Esos guardias te meterán de un tiro si te ven rondando por ahí. No harán preguntas. Saben todo lo que se juegan si logras salir de ahí con vida.
—Ustedes tampoco me conocen. —Lo miré de reojo y el hombre retrocedió un paso, tropezando con una roca bajo sus pies y manteniendo el equilibrio a duras penas. Conocía el efecto que tenía sobre las demás personas, sabía que la mayoría me comparaba con el hombre que mató a mi madre.
Encendí la linterna de mi teléfono al adentrarme en un pequeño y angosto túnel de piedra, avanzando con cuidado por donde pisaba, esquivando algunas salientes rocosas. El suelo estaba resbaloso y lleno de charcos. Debido a eso, escuchaba con mucha claridad los pasos que venían justo detrás de mí y su respiración acelerada.
—Pero nos darás empleo en Wisconsin a nosotros dos también —murmuró.
—No del tipo de trabajo que deban arriesgar la vida por mí.
—Tengo consciencia, ¿sabes? Si al menos puedo asegurarme de que no hagas algo de lo que te arrepientas más tarde. Además, ¿no tienes poder suficiente para contratar a alguien que venga a explorar este lugar por ti?
—No hay muchos en los que confíe.
—De acuerdo.
—¿Has hecho algo de lo que ahora te arrepientes? —pregunté para alejarlo del tema.
Pronunció improperios, y otra cosa parecida a pisar excremento de ballena.
—Seguirte —dijo—, pero habría sido peor volver al auto.
—Tu hermano te espera en ese lugar.
Al igual que Samantha aguardaba por mí en casa. Por ella sabía que me arrepentiría como el infierno si no volvía a su lado, y mi fin tampoco era arriesgarme tontamente, no si era yo contra un gran número de guardias, porque estaba seguro de que eran muchos. Sin embargo, el ligero olor que llegó a mi nariz me hizo parar. Era débil, pero todavía permaneció tan impregnado en mi memoria, que luché contra las náuseas al apretar los dientes con fuerza. Lo único que rompió el silencio y la aproximación de los recuerdos en mi cabeza fue el goteo incesante del agua desde el techo.
Obligué a mis piernas a llevarme al final del túnel, y me incliné mucho para no golpear con las piedras sobre mí. El suelo estaba resbaladizo. Había cada vez menos espacio.
Iluminé las paredes con la linterna de mi teléfono hasta llegar a una escotilla metálica en el techo. Aunque era pequeña, permitía que un hombre pasara a través de ella, lo que corroboraba las palabras de los hermanos. César pudo haber utilizado este lugar como entrada.
Mis ojos necesitaron tiempo para acostumbrarse a la oscuridad del otro lado de la escotilla, que parecía ser un cuarto muy pequeño. Empujé y se abrió sin problemas.
—Pero, ¿qué demonios estás haciendo? Él no estará aquí, por el amor de Dios. Espero que no esté.
Primero, introduje los brazos. Mis manos se agarraron al suelo, y sentí una humedad pegajosa y espesa. Sin embargo, cuando intenté impulsarme hacia arriba, un olor nauseabundo me golpeó con fuerza, acompañado de una imagen brumosa: la de un cuerpo que se encontraba empapado de líquido vital.
Sobrecogido por la visión, mis brazos cedieron y caí. La escotilla volvió a sellarse sobre mi cabeza. Por otro lado, mi celular quedó con la pantalla hacia abajo en el suelo del túnel, iluminándonos y a un par de metros a nuestro alrededor.
Con la vista nublada, en un intento fallido por recobrar la compostura, me balanceé hasta que mi espalda chocó con la húmeda pared. Por más que traté, mis pulmones se negaron a funcionar, y me doblé hacia adelante. Pronto, la tormenta de recuerdos me atacó sin piedad: una cocina, los sonidos, el llanto, la oscuridad y ese olor. Era similar al de mir recuerdos.
—¿Qué ocurre? ¿Qué viste?
Intenté tomar aire, pero se rehusó a colaborar. Como si en realidad tratara de encontrar oxígeno bajo el agua, o si tuviera algo atascado en la garganta que incluso me causó arcadas.
—¿Qué demonios es ese maldito olor? —Se quejó mi compañero cuando fue capaz de percibirlo. Luego señaló mis manos manchadas de rojo—. ¿Hay algo muerto allá arriba?
Cuando lo miré, comprendió que, más bien, era alguien, pero tampoco conseguí mirarlo a gran detalle.
—Llévalo mar adentro. —Una voz me instó a empujar al hombre que, en su lugar, se apresuró a recoger mi teléfono. Lo sujetó contra su pecho para que la luz quedara contenida. Ambos retrocedimos cuando unos pies aplastaron la escotilla, alejándonos lo más posible, pero no demasiado debido al ruido de nuestras propias respiraciones—. Arrójalo a los tiburones.
Al parecer, había dos o tres personas arriba, y arrastraron el cuerpo sobre la escotilla, haciendo que la sangre cayera a través de ella, salpicándonos los pies. La persona a mi lado comenzó a temblar, tanto que sus dientes empezaron a castañetear, y le hice un gesto para que se controlara. Él terminó cubriéndose la boca con ambas manos. Su pecho se movía con agitación, y con los ojos muy abiertos, miró hacia el agua teñida de sangre.
Yo, por otro lado, aún no me atrevía a respirar como debía, luchando contra los recuerdos que me golpeaban con un dolor de cabeza en las sienes y el pecho.
Hice un esfuerzo sobrehumano y dirigí mi atención hacia arriba, a la silueta de un hombre que emergió de la oscuridad. Cuando giró y encendió la luz en ese lugar, reveló la desagradable cicatriz que se extendía desde su nuca hasta la oreja.
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