Capítulo 48



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Cheyanne acababa de salir para recibir las pizzas que pedimos por teléfono hacía veinte minutos. Aunque la casa estaba amoblada, no había alimentos, y tampoco me apetecía rebuscar entre restaurantes de comida libre de gluten en Google. Elegimos el primero que apareció y el más cercano.

Lizzie estaba perdida en la televisión, y sabía que eso la mantendría ocupada durante largas horas. Por otro lado, la dueña se marchó, luciendo muy contenta después de haber alquilado este lugar tan rápido y sin ningún tipo de inconvenientes. Tampoco tendría que preocuparme por eso, Alastor me informó que se había ocupado de ese asunto.

Él y yo dimos un paseo por la casa, como si no la hubiéramos conocido a través de ese recorrido virtual.

En la primera sección, me sorprendieron los numerosos cuadros de animales que decoraban la pared a partir de la entrada, hasta la planta de arriba. Conté al menos unos cincuenta de esos cuadros.

Desde la sala donde la niña estaba viendo la televisión, se contemplaba la piscina, y la puerta que nos llevaría a la zona independiente.

Privacidad a la pareja.

Cada vez que pensaba en ello, sentía cosquillas en el estómago.

Cheyanne llega al tiempo en el que llagamos al comedor, y nos escudriña con la mirada.

—¿Lizzie no vendrá? —Contempla hacia la sala de televisión.

—Será difícil que la muevas de ahí —respondí, y Cheyanne me observa con desaprobación, lo que me hace sentir un poco culpable.

—Esta casa es segura, no le pasará nada —defiende Alastor.

Alastor y yo servimos los platos, mientras Cheyanne trata de persuadir a Lizzie para que se una a nosotros, aunque no logra convencerla. Finalmente, la niña toma un pedazo de pizza, obviando el plato, y regresa al lugar en frente de la televisión.

—El día de mañana iré a comprar alimentos y ropa para la niña —nos informa Cheyanne cuando toma asiento frente a mí.

Aunque me hubiera gustado acompañarla, no me ofrecí por temor. Sabía que no podía seguir viviendo con miedo de que algo malo sucediera al salir de casa. Solo esperaba que se solucionara pronto, o al menos, aprender a defenderme y no depender de otros.

—¿Vienes? —me preguntó mientras se servía una porción, y yo di un mordisco al trozo que tenía en la mano. Me sorprendió que el sabor no fuera muy diferente a lo que recordaba de una pizza con gluten, aunque la masa resultara un poco más dura y fina. Incluso tenía un ligero gusto a brócoli.

—Mañana nos visitará el entrenador a primera hora —anunció Alastor, lo que causó miradas de extrañeza de parte de ambas. Yo, porque nunca antes había visto a alguien comer pizza con cubiertos, y Cheyanne debido a lo que acabó de mencionar.

—¿El mismo del hotel? —pregunté y él asintió—. ¿Se trasladará hasta aquí?

—Por dinero, baila el perro —comentó Cheyanne de manera despreocupada mientras doblaba un pedazo de pizza, le daba un gran bocado y tragaba—. Yo también podría enseñarle eso a Sam.

—No. —Alastor frunció el ceño. Parecía incómodo.

—¿Por qué? ¿Te preocupa que llore? —Cheyanne sonrió como el gato de Cheshire, y no pude evitar contemplarlos con una expresión de asombro—. Sam, ¿él te ha contado sobre la manera en la que aprendió a nadar?

—No. —Lo miré, pero aunque Alastor no lo hace de vuelta.

—Fue bastante vergonzoso. —Cheyanne se inclinó hacia adelante, con una chispa traviesa en sus ojos, y comenzó a narrar con entusiasmo—: Verás, la manera de dar la bienvenida en el orfanato a los nuevos, por los abusivos, era bautizarlos en la fuente. No sé cómo Alastor se enteró de que pasaría esa noche, o supuso que yo podría ayudarlo a solucionar su pequeño problema con la natación.

—Es normal que uno aprenda del más fuerte —comentó Alastor como si fuera natural, y siguió concentrado en su plato. Todavía no se atrevió a mirarme a los ojos.

—Era más pequeño que yo, y la verdad es que no le importaba mucho el agua. Pero yo estaba decidida a hacerlo aprender a nadar, así que lo llevé al estanque, tomándolo de su camiseta, y sin ningún tipo de miramiento, lo arrojé al agua. Creo que no esperó que hiciera eso.

—Al menos debiste empezar el conteo —murmuró Alastor y sonreí. Cheyanne también hizo lo mismo, como si reviviera el momento, aunque esta vez le dio un giro inesperado.

—Pero, en realidad, Alastor resultó siendo pésimo nadando. Era como un ladrillo hundiéndose en el agua. Y si hay algo que admiré en él, y por lo cual me agradó, es que no se dio por vencido. Siempre ha sido así. Considero que ahora no lo hace tan mal. O por lo menos flota, y eso es un buen comienzo.

—Pero, aprendió, ¿o no? —pregunté y Cheyanne se encogió de hombros.

—De cualquier manera, no se ahogó en la bienvenida. Así que no te sientas mal si no resultas ser lo suficientemente buena. Ya tendrán algo más en común.

—Por cierto, ¿está bien si te entreno después de tu clase de natación? —me recordó.

—Supongo que sí.

—De acuerdo. Come más, lo necesitarás. —Señaló hacia mi plato. Todavía me queda la mitad de las dos porciones que tomé.

Continué con mi cena, sin comprender por qué de pronto una sensación inquietante se apoderó de mí acerca de lo que depararía el día siguiente.


A primera hora, agradecí que al menos hubiera empacado un traje de baño decente. Era de color negro, con tiras para atar y casi nuevo, ya que no había tenido motivos para usarlo mucho en el pasado.

—¿Lista? —me preguntó Eloy, el instructor que Alastor contrató para darme clases de natación. Ya se encontraba en la piscina, esperándome. A este hombre se le notaban las horas que había pasado bajo el agua. Tenía la piel bronceada, con pecas, el cuerpo atlético y el cabello rubio corto al ras.

Me quité la toalla con la que cubrí mi figura desde la habitación hasta aquí y la dejé sobre una silla. Mis ojos, como dirigidos por imanes, se fueron al sitio en el que Alastor había estado trabajando desde temprano en la mañana. Cuando llegué, él escribía algo en su computadora, pero ahora estaba mirándome de los pies a la cabeza, y luego frunció el ceño cuando contempló al instructor. Él mismo se encargó de consultar a Jacob si podía hacer natación, y recibió una respuesta afirmativa, con la condición de evitar ejercicios físicos intensos. Según mi entendimiento, las primeras clases se centrarían en aprender a mantenerme en la superficie utilizando un flotador, perfeccionar la técnica de las extremidades, practicar la respiración adecuada y la posición de la cabeza.

—¿Todo bien, señor Rostova? —pregunté y Alastor apretó la mandíbula. Intenté no sonreír, pero era inevitable. ¿Se estaba replanteando la idea de que aprendiera a nadar con un hombre semidesnudo?

Negó con la cabeza, como diciéndome «No, por supuesto que no estoy bien».

—Sam. —Cheyanne se apresuró con un recipiente de crema solar en las manos y me lo entregó.

—Gracias. La niña —la interrumpí antes de que regresara con ella—, ¿ya dijo algo?

—No. Ni una sola palabra, como si fuera muda. ¿Siempre fue así?

—En realidad, nunca se callaba.

—Estaba pensando que pasó por algún trauma.

—¿Qué quieres decir?

—Probablemente no lo notaste, pero era solo un síntoma de todo lo demás. Anoche, cuando la acosté, no dejaba de mirar hacia la puerta. También la encontré merodeando por el jardín durante la madrugada. Estaba asustada.

—Nunca la vi... —Me replanteé la idea—. Yo no...

Cheyanne comenzó a negar con la cabeza.

—Pero de algún modo estaba tranquila cuando andabas cerca. —Contempló sobre mi hombro al interior de la casa, al cuarto con la televisión desde donde Lizzie nos observaba. La escena que me produjo escalofríos, su mirada nunca me gustó—. Ella probablemente piensa que eres su lugar seguro. A fin de cuentas, la enviaron contigo.

Imposible.

Susana mencionó que Lizzie había pronunciado mi nombre cuando llegó al hotel, pero eso fue todo. Tampoco pudo hacerlo sola, alguien debió dejarla, y no me sorprendería que hubiera sido César, quizá incluso le ordenó que no dijera nada mientras se fue a hacer quién sabe qué cosas con su otro hijo.

—¿Se te ocurre alguna manera de lograr que diga algo? —pregunté y Cheyanne negó con la cabeza otra vez.

—Podrías intentar hablarle —sugirió, y no era una buena idea, empezando por la sensación irritable y molesta que sentía cada vez que la miraba. No podría fingir amabilidad con ella, al menos no una que fuera sincera. No creía que funcionara, yo tampoco le agradaba. Apostaría que no estaba con nosotros por gusto.

—¿Entrarás a la piscina? —La inesperada presencia de Alastor junto a mí me hizo dar un sobresalto. Cuando miré hacia el interior de la casa, Lizzie ya había vuelto a concentrarse en la televisión.

—Los dejo. —Cheyanne se marchó y le tendí el recipiente de crema solar a Alastor.

—¿Me ayudas a ponérmela?

Él la recibió, y pronto estuvo esparciendo el producto sobre mis hombros y la espalda. Sus manos eran grandes y cálidas. Me acariciaron la piel con suavidad y firmeza, pero también se tomaron un poco más de tiempo para explorar ciertos lugares. En un momento dado, enterró los dedos en mi cintura y su pecho me rozó la espalda. La calidez de su aliento contra mi oreja me obligó a inhalar profundo, aunque terminé haciéndolo de manera entrecortada.

—Si te toca... —Dejé de respirar cuando sus labios rozaron el lóbulo de mi oreja una sola vez.

—¿Estás celoso del entrenador que tú contrataste? Ni siquiera hemos empezado la primera clase —solté en una exhalación.

Me dio la vuelta y me miró con intensidad.

—Si intenta sobrepasarse...

—No lo hará. —No si lo contemplaba de esa forma. La gente solía temerle por eso.

Estaba decidida a entrar en el agua, pero antes de alejarme, Alastor me agarró de la cintura y me besó con arrebato. Hundí los dedos en su cabello, y al tomar distancia, miró al instructor con aire amenazador. Me impresionó cuán desconfiado podía ser.

—Fingiré que no intentas verte territorial conmigo.

—Si tu traje de baño hace que te imagine de muchas formas, él...

—Lo usaré de tabla de surf si llegara a pensar de ese modo.

—Bien. —Ya más tranquilo, Alastor permitió que me alejara.

Bajé por la escalinata de la piscina. Aunque el sol brillaba en lo alto y el clima era caliente, el agua se sentía de algún modo fría.

Eloy me ofreció la mano para que pudiera alcanzar la orilla y me sujetara de ese lado. Alastor todavía no se había movido, y cuando le sonreí me castañearon los dientes por el frío y los nervios.

«Tranquilo», enfaticé sin emplear la voz.

«Que no te toque», leí sus labios y me reí.

¿Cómo se suponía que aprendería a nadar entonces?

Alastor estaba loco de algún modo, pero me encantaba.



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Inquietos, mis dedos tamborilearon sobre la mesa.

Volví a centrar la atención en la pantalla en frente de mí.

El vendedor de la tienda electrónica, al que le facilité la salida del estado, me recomendó un par de hombres que podrían ayudarme a dar con el paradero actual de César. Dijo que estaba dispuesto a echar una mano en todo lo que fuera posible después que lo ayudé a salir del agujero en el que se encontraba. Me reuniría con ellos por la tarde. Estábamos planeando la hora de encuentro, sin embargo, no pude concentrarme, o no del todo.

—¡Mis piernas flotan! —Samantha chapoteó en el agua. Tenía el rostro rojo de esfuerzo mientras intentaba buscar equilibrio y no hundirse en el proceso.

Eloy, su entrenador, la tomó del hombro y la equilibró.

Tac, tac, tac, tac...

Ahora solo el índice golpeaba la mesa de cristal.

Hora de encuentro 3:30 PM. Leí el texto que acababa de llegar a la aplicación de mensajería en mi MacBook, y también decía algo más, pero antes de seguir leyendo, volví la mirada hacia la piscina porque él le mencionó alguna cosa que no logré escuchar.

—¿Está bien así? ¡Oh! —Samantha se hundió, pero consiguió asirse de la orilla de la piscina justo a tiempo. Él se rio, y me dolió la mandíbula por la forma en la que la había mantenido apretada durante los últimos veinte minutos.

Separé los labios y exhalé.

Tac, tac...

Yo lo sugerí, y ella también lo quiso. Parecía una gran idea. Entonces, ¿por qué de pronto me estaba arrepintiendo de lo que hice?

Esta no podía ser una escena de celos. Nada de lo que ocurría dentro del agua era extraño, sin embargo...

—Dame las manos —le ofreció y ella las tomó—. Patalea. Más fuerte. Vamos.

—Estoy. Cansada —soltó exhausta.

Había ciertas partes que, de solo escucharlas, no sonaban a una inocente natación, no si al menos Samantha las pronunciaba jadeando.

—¿Debería sujetarme más fuerte de ti?

Dolor. Excitación. Enojo. Eso era todo lo que había sentido durante los últimos minutos al escucharla. Lo peor era saber, de antemano, que todavía quedaban varios días de aprendizaje, y que estaría allí, jadeando con él, aunque fuera por razones ajenas al sexo.


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