Capítulo 39
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Tomamos una ruta alternativa que nos condujo a una calle comercial. A lo largo de esta vía, se alineaban diversos establecimientos, desde una tienda que vendía artículos a un dólar hasta una pizzería, una librería y, un poco más allá, un pequeño almacén de electrónica. Fue este último lo que el mapa indicó.
José estacionó el automóvil a cierta distancia del establecimiento, ya que los espacios más cercanos permanecían ocupados por otros vehículos.
—No tardaré —anuncié al notar que José se apresuraba a abrir su puerta. Sin embargo, me siguió, lo cual no me incomodó en absoluto, considerando que Alastor había sugerido que me quedara con él.
Avanzamos por la acera hasta llegar al establecimiento.
Al entrar, una brisa cálida circulaba gracias a un viejo ventilador que se encontraba junto al mostrador, repleto de teléfonos móviles de segunda mano, pero modernos. Detrás estaba un hombre que, al vernos, nos dio la bienvenida con una sonrisa.
—¿En qué puedo ayudarlos? —preguntó en español. Había notado que no parecíamos ser de ascendencia nativa americana, y por su acento, además de la bandera que colgaba detrás de él, deduje que era de Cuba.
—Hay un abono pendiente que vence hoy —le indiqué y lancé una mirada a José—. No se lo digas a él, por favor.
Asintió, y esperé que fuera de palabra.
—¿A nombre de quién? —preguntó el vendedor.
—Alma Fernández.
El hombre tomó un cuaderno del mostrador y hojeó sus páginas.
—Sí, aquí está. Son cincuenta y cuatro dólares, y la fecha límite es hoy. Llegas justo a tiempo.
Saqué el dinero de mi bolsillo y lo conté, preocupada de que faltara. Debería haberlo hecho antes, pero estaba distraída, no solo por culpa de Alastor, sino también por la incomodidad que sentí al aceptar el dinero de Danna. Por suerte, contaba con el valor suficiente. Me llevó a preguntarme qué más pudo escuchar de nuestra conversación, ya que nos proporcionó la cantidad exacta.
Cuando aparté la mirada de los billetes, noté que el hombre estaba observando a José como si su presencia lo intimidara, lo cual no era para sorprenderse. Era alto, casi un metro noventa, al igual que Alastor. Debido al calor, no llevaba chaqueta, lo que dejaba a la vista sus brazos musculosos bajo la camiseta de un rosa pálido. La amabilidad con la que me sonrió antes se había transformado en una mirada un tanto inquietante.
Deslicé el dinero sobre la superficie y di un golpecito, atrayendo su atención de nuevo hacia mí. Los dedos del hombre temblaron un poco al intentar tomar los billetes, y luego hizo una marca en su cuaderno. Recordé que mamá mencionó que había seis pagos en total, y que también realizó un abono.
—Gracias —le dije, deseando salir del lugar lo más rápido posible. El establecimiento se sentía como un horno, y al menos afuera había una brisa refrescante.
—¿Vienes por César?
Mis pies me detuvieron frente a la salida. Sabía que José notó mi reacción por la forma en que sostuvo la puerta para que pasara. Sentí como si mis huesos se convirtieran en plomo, volviéndose pesados e imposibles de mover.
—¿Quién? —Volteé hacia él, igual que un autómata oxidado. El miedo recorría todo mi sistema.
—Es que la mujer de esta deuda llegó con él la última vez. —Sus labios temblaron un poco—. Pensé que podrías conocerlo.
—No sé quién es. Lo siento.
Volteé hacia la puerta, pero antes de salir a la acera, una mujer entró, cruzándose en mi camino. Era hermosa, con piernas largas y cabello negro y liso que caía sobre sus hombros. Sin embargo, también irradiaba una sensación amenazante. Ella miró a José, y su ceño se frunció. Algo en la expresión de ambos me hizo pensar que se conocían, pero cuando percibió movimiento detrás del mostrador, la mujer se dirigió hacia allí a grandes zancadas. A pesar de llevar un traje blanco que le llegaba por debajo de las rodillas, saltó con agilidad sobre el mostrador y sujetó al vendedor del cuello.
De manera instintiva, retrocedí un paso, mi corazón de repente latía con fuerza en mis oídos.
La mujer parecía decidida a hacerle daño al vendedor, y quedé inmóvil por el impacto, incapaz de mover un solo músculo. José, de inmediato, se acercó a mí de forma protectora.
El vendedor, con un atisbo de desesperación, intentó liberarse del agarre de la mujer, quien lo miraba con una furia asesina. Sorprendentemente, logró soltarse, lo que lo hizo dar un traspié hacia atrás, casi golpeando su cabeza contra la esquina de un estante de metal, de no ser por la rápida intervención de la mujer, quien colocó su mano para evitarlo.
Cuando el hombre se recuperó, ella se miró el dedo índice. La uña estaba rota por la mitad. Vi sangre y carne viva. La expresión de la mujer pasó de una especie de agonía a una determinación feroz. Fulminó al vendedor con la mirada, y él de inmediato se arrodilló.
—Por favor, dame una semana más. ¡Es difícil vender la mercancía sin garantía! —imploró mientras se arrastraba de rodillas hacia la mujer—. Te lo suplico, no llames a la policía.
—Así que, la mercancía de este lugar no es legal —pronunció ella con un tono brusco, y el vendedor la miró como si no entendiera. Un segundo después, su rostro se volvió pálido y comenzó a balbucear.
—No te... ¿No te envió él?
—¿César Vargas?
El hombre y yo nos estremecimos al escuchar ese nombre.
La mujer dio un paso adelante, mientras el vendedor aguardó inmóvil. Su mirada permaneció clavada en el suelo, con manchas de sudor en la camiseta que revelaban su nerviosismo.
—La mercancía de este lugar proviene del mercado negro, es de contrabando. Los productos no pagan impuestos, lo que significa que no hay garantía de calidad —explicó la mujer, y un nudo se formó en mi estómago—. Estás operando de manera ilegal, y temes que César... Que ellos te denuncien.
No sabía cómo había llegado a esa conclusión, pero no parecía estar equivocada. El vendedor tampoco se defendió ni trató de negarlo.
—¡Por favor, no me delates! —imploró.
Me sentí mareada por las palabras de todos a mi alrededor. No solo porque ella no hablaba mi idioma nativo, sino también debido al contexto.
—Como los propietarios de los demás documentos de seguridad social —murmuró José. Él se dio cuenta de mi confusión y trató de explicarme—: En el paquete que te entregaron, había un documento relacionado con el dueño de este negocio. Estamos recopilando información para llegar a la fuente.
Se refería a los responsables, a quienes estaban detrás de mí por ese paquete.
—¿Estamos? —repetí, mientras intentaba asimilar lo que acababa de pronunciar.
Una ráfaga de aire frío paseó sobre mi columna vertebral, y sentí un escalofrío.
—¿Es ella? —La mujer de repente miraba hacia mí, o más bien, a lo que se encontraba a mis espaldas. El vendedor también pudo notarlo y se acurrucó en un rincón. Parecía enfermo y aterrorizado.
—Samantha —pronunció la voz detrás de mí, una que conocía bastante bien.
Volteé, y mi rostro debió reflejar la confusión, porque Alastor siguió hablando.
—¿Qué están haciendo aquí? —Lucía sorprendido, y al ver que José no respondía, probablemente debido a mi solicitud, me miró con intensidad.
—Una deuda. —Logré articular, y fue suficiente para que comprendiera. Las cejas profundizaron una V en su rostro, y su mirada se desvió al vendedor—. ¿Qué estás haciendo?
Sus ojos volvieron a posarse en mí, desentrañando la verdad tras mis palabras.
En realidad, quise preguntar por qué estaba haciendo esto.
El vendedor emitió un sonido desgarrador, similar al que precede al llanto, tiró de su cabello y levantó la mirada hacia nosotros. Lágrimas y gotas de sudor se entremezclaban en su rostro mientras comenzaba a hablar:
—Al llegar a Estados Unidos, apenas al segundo día, después de firmar algunos papeles que aparentaban ser triviales, conseguí el puesto de gerente en un negocio de venta de productos tecnológicos. Parecía un sueño hecho realidad, pero a los pocos días, algo extraño ocurrió cuando nos entregaron la mercancía, en un camión sin placa y ningún distintivo de la empresa de envío. César era el hombre que aparecía al final de cada mes para llevarse el dinero de las ventas, pero no parecía la misma persona que me ofreció el trabajo y la documentación. Había borrado cualquier rastro de amabilidad que alguna vez mostró. —En este punto, sus ojos se abrieron de par en par. Estaba al borde de un ataque de pánico—. Por favor, no me denuncien. Solo deseaba brindarles a mis hijos un futuro más prometedor.
—Cheyanne, debes eliminar cualquier rastro relacionado con Alma Fernández, incluso si hay cámaras. Paga su deuda y abandona el lugar lo antes posible. Nos persiguen, ya nos encargaremos del hombre —ordenó Alastor.
—Hecho. —La mujer se dirigió a la caja registradora y rebuscó entre los documentos, extrayendo el libro en el que yacía el nombre de mi madre y nuestra deuda. Luego, se acercó a la computadora y comenzó a teclear con expresión fría y calculadora. Aunque había algo en sus ojos, una chispa indefinible. Mi atención se desvió a las manchas de sangre en su elegante atuendo blanco, cerca del cuello. Reconocí de inmediato que eran de su dedo. No pude mirar durante mucho tiempo, ya que una oleada de náuseas me invadió y apreté los dientes.
Alastor aplicó una suave presión en mi espalda y, de manera mecánica, lo seguí afuera, hasta la acera. Sin embargo, mis piernas se negaron a cooperar más con las órdenes de mi cerebro
—¿Qué acaba de suceder? —pregunté en un intento desesperado por comprender.
Se detuvo justo frente a mí.
—Este lugar no es de su propiedad. No le llevó mucho tiempo descubrir que quienes lo contrataron para el trabajo, registraron el establecimiento a su nombre. Lo hicieron de esa manera en caso de que alguien descubriera que la mercancía era ilegal.
Era evidente que habían estado investigando el asunto durante un tiempo.
—¿Quiénes nos siguen? —pregunté, llena de miedo.
—La CIA —respondió mientras estudiaba mi rostro con preocupación. Debió notar algo, porque extrajo una mano de su bolsillo, y se atrevió a tocarme, pero lo hizo con extrema delicadeza, como si creyera que era algo frágil y que podría romperse con facilidad.
—¿Por qué?
—Hace poco rechacé su oferta de ayuda porque no tienen una ética sólida en sus operaciones.
—¿Por eso Oliver estuvo en el hotel?
El pulgar de Alastor, que se deslizaba por mi labio inferior, se detuvo de repente, y su expresión se tensó. Había dado en el clavo.
—Podemos hablar de esto por la noche —sugirió, y asentí, pues de por sí era difícil soltar la voz. Los fragmentos de la última conversación aún revoloteaban en mi mente: mercancía ilegal, el vendedor temeroso por ser denunciado, la CIA...
La situación era mucho más peligrosa de lo que había imaginado.
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Alastor, cosita hermosa, empanadita caliente. ¿Nos dejas darte una pequeña mordidita? 🥺❤️
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