Capítulo 37
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Solía mantenerme en mi hotel, a menos que fuera por trabajo. Los eventos públicos no eran de mi agrado, razón por la cual prescindía de la compañía de cualquier agente de seguridad. Sin embargo, en caso de necesidad, existían dos personas a las que confiaría mi vida, y una de ellas era José.
Lo conocí cuando tenía nueve años. Había vivido un par de meses con Oliver después de salir del orfanato, y juntos con Laurent, visitábamos uno de sus imperios comerciales por primera vez. Yo tenía un carácter reservado, y hablar demasiado implicaba crear vínculos que pretendía evitar. Para mí era importante no tomar aprecio a las personas a mi alrededor.
Oliver pretendía enseñarnos sobre la trascendencia de hacer inversiones, y porque así fue como él comenzó: desde abajo. Describía esto igual que apostar dinero real, pero yo no le encontraba ningún sentido ni tampoco me parecía sustancial, hasta el día en el que conocí a José.
Esa mañana de invierno, a pesar de estar en Florida, hacía un poco de frío y lloviznaba. Laurent fue el primero en bajar del automóvil, y cuando yo lo hice, puso mala cara. Sin embargo, lo miré durante menos de cinco segundos.
La impotencia que sentí al pararme frente a la majestuosa entrada del Treasure en Miami, cuyo diseño parecía inspirado en un gigantesco palacio Art Deco, me embargó de manera abrumadora. Observé cómo las familias ingresaban con las manos vacías, mientras que otros salían cargados con numerosas bolsas de compras. La arquitectura imponente del edificio se alzaba hacia el cielo, con detalles ornamentales y un estilo que evocaba una era de lujo y extravagancia. Los reflejos dorados y plateados en las molduras y relieves resplandecían bajo el suave sol de la Florida, añadiendo un toque de esplendor a la escena.
Sin embargo, justo cuando la atmósfera de riqueza y comodidad amenazaba con contagiarme, el momento se rompió. Fue como si un viento frío soplara a través de ese espejismo de opulencia, recordándome que yo estaba allí por una razón distinta, y que mi relación con este lugar era mucho más compleja de lo que parecía.
—Hay cosas que aún debes aprender —dijo Oliver mientras despeinaba el cabello de Laurent con despreocupación. Este último se quejó mientras lo apartaba a manotazos, y fue la primera chispa de envidia que sentí en mi vida. La sensación del nudo apretado en mi garganta resultó difícil de ocultar, no solo porque lo deseaba enterrar en lo más profundo de mi ser, sino también dado que representaba una emoción nueva y desconocida para mí, la cual odié al instante. Me hizo cuestionarme por primera vez: ¿Por qué él sí y yo no?
Me sentía como si fuera el único en el mundo con un padre defectuoso. Mi madre, lo catalogaba de esa manera cada vez que le pregunté por qué venía a nuestro sótano solo para hacernos daño. Él tenía la costumbre de desaparecer durante semanas, reaparecer una noche o dos y luego marcharse temprano al día siguiente. No logré entenderlo hasta que me arrebató a la única mujer que amé, y en ese momento descubrí la verdadera naturaleza del monstruo que era.
Daniela, mi madre, decía que yo era su pequeño superhéroe, que vivía solo para mí, pero no era como yo lo sentía en realidad. Sabía que era el hijo de un villano, la razón detrás de sus desvelos, su fatiga y el motivo por el que no podía escapar de los golpes, a veces doblemente recibidos por mi causa. Nunca pude frenarlo, y al final tampoco fui capaz de salvarla.
Cuando Oliver intentó hacer lo mismo conmigo, eso de acariciar la cabeza, mi reacción fue instantánea. Cada músculo de mi cuerpo se tensó, apreté los dientes y los puños. Nuestras miradas se cruzaron en lo que pareció un largo e infinito minuto, y él detuvo su gesto a mitad del camino. Cuando retrocedió un paso y guardó la mano en el bolsillo, experimenté un alivio abrumador, aunque aún saboreaba la amargura de la envidia corriendo por mis venas.
En aquel entonces, no sabía cómo lidiar con gestos de cariño, incluso si provenían de extraños. Laurent y Oliver lo eran para mí.
El afecto que mi madre me brindaba nunca fue excesivo, simplemente lo necesario. En Nueva York, en ocasiones la acompañaba de compras, ya que ella solía tener algunos trabajos que requerían su presencia, aunque nunca supe que era dama de compañía hasta que la policía me interrogó. La mayor parte del tiempo, me quedaba solo en el sótano, y los recuerdos de su suave caricia en mi mejilla siempre venían acompañados de sus palabras: «Tienes que ser fuerte, Al». Así que no conocía mucho acerca de las emociones o los sentimientos. No me relacionaba con nadie más, y tampoco tenía recuerdos de la escuela pública a la que asistí durante mis primeros seis años. Por aquel entonces, vivía en un estado automático de supervivencia más que de vida. A veces estaba presente, y otras no tanto.
Despacio caminábamos a cada lado de Oliver. Él nos mostraba todo y yo observaba con atención. Hablaba sobre temas complejos que me esforzaba en comprender, como el crecimiento de la actividad empresarial, las fluctuaciones de las divisas y los mercados emergentes. Quería entender de qué manera funcionaba todo, pero era una tarea ardua. Él decía que debía tener paciencia. Mientras tanto, Laurent examinaba con entusiasmo las vitrinas, emocionándose por cada cosa que capturaba su atención. Quién hubiera pensado que con el paso de los años, ese aspecto no cambiaría mucho. Él y yo siempre vivimos en mundos diferentes.
Al salir del imperio de Oliver, mientras él solicitaba que nos trajeran el automóvil, los gritos de un hombre me dejaron perplejo, un tanto entumecido y nervioso, al recordar los momentos de encierro en aquel sótano de Nueva York. De repente, el rostro de mi madre se había manifestado vívido en mi memoria.
Oliver no pareció escuchar los gritos, y Laurent, como de costumbre, se encontraba atrapado en sus propias fantasías. Fui el único que se alejó unos pasos para observar hacia el despacho de seguridad.
José, era un joven de alrededor de 19 años, y que trabajaba como guardia en ese mismo Treasure. Luego de varios minutos de agresiones verbales dirigidas a él por parte de un hombre, comprendí lo que estaba sucediendo.
En secreto del gerente a cargo, José asistió a trabajar con su hijo de dos años, a pesar de que no se permitía. Pero él, recién llegado a los Estados Unidos, no entendía el inglés y tampoco sabía de qué manera comunicarse. Estaba desesperado, con los ojos vidriosos, mientras sostenía a su único hijo contra el pecho, conteniendo sus lágrimas.
El gerente intentaba echarlos a empujones, ya que no parecían comprender de otra manera. José repetía su situación, pero fui el único que entendió su historia en español fluido, gracias a que mi madre me habló en ese idioma siempre, motivo por el que lo consideraba tan especial y no lo hablaba con nadie más.
José y su pareja habían cruzado a pie la frontera desde México, pero solo ellos dos lograron ingresar a los Estados Unidos. Él y su hijo se encontraban en un territorio desconocido, mientras que su compañera no lo consiguió. El joven de 19 años, tras la reciente pérdida de la madre de su hijo, se hallaba desesperado y sin rumbo, sin tener idea de a dónde dirigirse.
La envidia se apoderó de mí otra vez, y ante esta nueva situación. Ese niño tenía un padre que se aferraba a él como si su vida dependiera de ello. Me recordó a mi madre, cuando se interponía para recibir los golpes por mí. Pero lo que me generó una sensación nueva fue su determinación. Gracias a él, por primera vez, me arriesgué a tomar una acción en lugar de observar cómo se desarrollaban los acontecimientos, aunque, en lo más profundo, estaba temblando.
—Puedo cuidarlo —afirmé, sintiéndome tenso y con el estómago revuelto. El gerente y José me miraron, y el silencio que se apoderó del ambiente fue abrumador—. Me refiero al niño.
En ese momento, no entendí por qué sentí ese apretón en el pecho que me hizo arder los ojos. Sin embargo, aquel día supe apreciar la valentía de José, la misma que yo necesitaba para proteger lo que amaba.
Una mano grande y pesada, la de Oliver, se posó en mi hombro y me empujó un poco hacia atrás. Se acercó a José y le prometió que, mientras continuara trabajando para él, se haría cargo de los gastos de la guardería de su hijo.
En ese momento, José se derrumbó, cayendo de rodillas al suelo. Fue la primera vez que vi a un hombre quebrarse de esa manera y llorar sin restricciones. Me vinieron a la mente las palabras de mi madre, quien solía decir que los hombres también podían expresar sus emociones, pero mi padre, cada vez que me encontraba con los ojos hinchados, calificaba eso como una repugnante debilidad. Siempre había deseado ser fuerte, por ella, y a partir de ese día, olvidé la sensación de derramar lágrimas. No tenía idea de que pudiera verse tan liberador.
Inhalé profundo y contuve el aliento tanto como pude, mientras observaba a José abrazar con firmeza a su hijo. Solo para descubrir horas más tarde, al estar de regreso en la mansión de Oliver, las marcas que dejaron mis uñas después de hundirse en las palmas de mis manos.
Con el paso de los años, mientras intentaba comprender por qué mi madre había terminado de esa manera y estudiaba el funcionamiento de las empresas con un propósito definido, me di cuenta de que el trato indiferente hacia José se debía a su origen, ya que él también procedía de América Latina.
A medida que me adentraba en el mundo de los negocios, escuché más historias similares a la nuestra. Demasiadas. Y las hice mías porque, a pesar de haber tenido la suerte de nacer en Estados Unidos, personas como mi madre o José enfrentaban muchas limitaciones por ser extranjeros, pero en especial del lado sur del continente.
Ambos compartían algo en común: el agotamiento, la tristeza en la mirada y la chispa de esperanza en los ojos, anhelando que algún día las cosas mejorasen.
¿Y si existiera un lugar en el que no hubiera diferencias? Un sitio en el que no tuvieran que ser prisioneros de su proceder.
La pregunta me trajo a la memoria la única canción que mamá solía poner en el tocadiscos cuando se sentía un poco menos infeliz. En esas ocasiones, tarareaba la letra mientras lavaba los trastes o preparaba empanadas de pollo.
Hotel California de Eagles era su canción favorita, y pronto también se convirtió en la mía. A través de esa pieza, entendí que todos teníamos algo en común: deseábamos escapar de alguna bestia, huir y encontrar un lugar mejor donde sentirnos seguros. Y aunque los recuerdos, al final, siempre estuvieran presentes, estaba bien recibir un poco de ayuda.
Me aferré a mi ideal, pero para lograrlo, debía esforzarme de verdad.
A partir de nuestra segunda visita al Treasure de Oliver en Miami, José me recibió con una amplia sonrisa, radiante y llena de gratitud. La primera vez, su abrazo me sorprendió y me hizo sentir incómodo. Con las siguientes visitas, le permití que lo hiciera y aprendí a disfrutarlo un poco más cada vez.
—Me convertí en agente de seguridad porque sentí que era la única manera de agradecerle por lo que hizo por nosotros —me dijo José a través del teléfono—. El señor Griffith nos permitió trabajar durante nuestros tres primeros años en los Estados Unidos, y a partir de entonces, usted, un niño de tan solo nueve, veló por mi Carlitos y por mí. Cuidaré de esa jovencita de la misma manera que lo hizo con nosotros.
—Sé que lo harás. —Abrí la carpeta con las copias de las tarjetas de seguro social falsas que venían en el paquete. Aquellas con una equis junto al nombre eran de personas desaparecidas, y por lo que podía ver, la cifra era significativa—. También necesito pedirte otro favor. Te enviaré un listado con las direcciones que visitaré mañana mientras tú cuidas de Samantha. Asegúrate de verificar que esos lugares existan.
—Por supuesto. Le devolveré el documento revisado dentro de unos minutos.
Colgué el teléfono y entré en la suite con la carpeta bajo el brazo. Las luces se encendieron de manera automática. Sin darme cuenta, el tiempo voló mientras conversaba con Cheyanne y José, planificando el día siguiente. Me sentí tonto por haberla hecho esperar.
La cena, aun sin tocar, estaba dispuesta en el comedor, y Samantha dormía plácidamente en uno de los sofás de la sala. Había saltado la comida, lo que me hizo sentir aún peor. Vestía solo una bata de baño, y notar eso me preocupó porque podría resfriarse.
Dejé los documentos en mi escritorio, me aproximé a ella con cuidado para no despertarla y la trasladé a mi cama. Mientras me inclinaba sobre su cuerpo, me permití observarla un momento. Mis pulsaciones se dispararon. Su rostro estaba a centímetros del mío, y tuve que controlar el impulso de cubrirla con mi cuerpo.
Gracias a ella, volví a experimentar miedo, anhelo y también la determinación.
Era hermosa y evocaba una plétora de emociones al mirarla. Su cabello castaño se encontraba desordenado, y sus labios se hallaban ligeramente apretados, pero eso no era todo. Fruncía el ceño, aunque seguía inconsciente. No pude evitar una sonrisa. Incluso mientras dormía, tenía una expresión peculiar de enojo.
Sin poder resistirme, besé su cuello y se movió, provocando que la bata se deslizara hasta exponer la fina fiel en su hombro. La besé en ese nuevo lugar. Ella sonrió y siguió durmiendo, sin embargo, dejó de fruncir el ceño en esta ocasión.
Respiré profundo. Me costó tomar distancia porque Samantha me distrajo al balbucear lo que pareció ser mi nombre.
La cubrí con la sábana y, después de besarla en la frente por última vez, tuve miedo del control que tenía sobre mí. Enloquecería si la perdía, y por eso tampoco podía permitir que nadie más le pusiera un dedo encima.
—Voy a cuidarte, sin importar de qué o quién sea. Incluso si es de mí.
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¿Ya me sigues en mis redes? 😭
@gabbycrys
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