Capítulo 28



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Verifiqué la pantalla de mi teléfono. La señal GPS me guio por una autopista y luego por un estrecho camino de tierra que nos llevó a través de un paisaje pantanoso y solitario. En este lugar, se alzaba una casa de cemento. Detuve el auto y fui el primero en salir.

—Alastor, ¡espera! —Laurent trató de detenerme cuando ya estaba a mitad de camino hacia la puerta. Luego se interpuso y me empujó con firmeza—. ¡Despierta, maldita sea! No sabes si será seguro, así que tranquilízate.

—Alguien nos observa desde la ventana —advirtió Alma. Aún estaba de pie junto a mi coche.

—Quédate en el auto —le sugerí mientras echaba un vistazo rápido a través de cada ventana que vi. Si en verdad había alguien, debió ocultarse con facilidad. La sensación de inquietud se intensificó mientras contemplaba la casa en busca de cualquier señal de actividad.

—¡Debimos pedir ayuda de la policía! —exclamó Laurent mientras examinaba la construcción.

—No era una posibilidad.

—¿Por qué? ¿Acaso quieres convertirte en el héroe para que entonces te preste atención?

—Es posible que Samantha y Alma no tengan su documentación al día —insinué. Sabía que podía confiar en él a pesar de todo, porque a lo largo de los años no había revelado mi secreto a nadie.

—¿Quieres decir que están de ilegales en el país?

—Investigué un poco después de visitar una estación de policía alguna madrugada, y sus documentos de trabajo son falsos —añadí.

La mayoría de mis empleados eran latinos o tenían algo que los unía al lado sur del continente por preferencia personal.

Solo por mi hotel en Miami, pasaron personas que aún no disponían de la documentación adecuada, pero gracias a las oportunidades de trabajo que encontraron, eventualmente lograron regularizar su estatus legal en el país.

Mi madre llegó a Estados Unidos en busca de una vida segura, pero debido a la falta de documentos, terminó en un prostíbulo.

No es que yo pusiera en riesgo mi propia seguridad, ya que, a través de una empresa intermediaria que me conectaba con personas interesadas, resolvíamos los casos individuales. El contrato especificaba el plazo que tenían para regularizar su situación migratoria, y si no lo conseguían durante ese tiempo, debían marcharse. Era una elección personal. Por lo mismo, no mucha gente estaba al tanto de esta oportunidad.

—¿Tienen visas o entraron de forma ilegal? —No respondí, ya que no lo sabía—. Y a pesar de todo, permitiste que se quedaran. Es porque te gusta, ¿no es así? Sobre lo que está sucediendo ahora, debiste habérselo comentado a papá. Él habría sabido a qué tipo de gente enviar aquí, pues por si no lo has notado, esto tampoco tiene pinta de ser legal.

—¿Quiénes son? —preguntó una voz.

—¡Carajo! —soltó Laurent.

—Buscamos a alguien, una chica.

La puerta se abrió tan solo un poco, y la mirada de un hombre cohibido apareció detrás de las sombras. El sudor le corría por la frente.

—¿Qué tipo de chica? —preguntó, y su pronunciación dejó en claro que el inglés no era su lengua materna. Era probable que fuera de la India.

De repente, Laurent le dio una patada a la puerta, abriéndola de par en par. El hombre retrocedió y cayó sentado en lo que parecía ser una pequeña sala ataviada de objetos varios, velas y figurillas religiosas. Debía de tener alrededor de cuarenta años, pero con los ojos nublados pasó de contemplar la puerta, que ahora colgaba de una bisagra, a nosotros.

—Debo haber perdido la puta cabeza, así que apresúrate a encontrarla —dijo Laurent. Su respiración casi tan profundizada como la mía—. Yo me encargo del tipo raro.

—¡Espera! —gritó el hombre, levantando los brazos al verlo tronarse los dedos. Le temblaban las manos—. ¡Me la dejaron aquí!

Sus palabras resonaron como aguijones, avivando una llama en mi interior. Entré en la casa y me acerqué al hombre que había comenzado a retorcerse hacia atrás como un gusano.

—¿Qué acabas de decir? —pregunté, listo para ayudarlo a hablar.

El hombre, aterrorizado, se puso de pie y se precipitó a través de un corto pasillo hasta una habitación. Laurent lo persiguió, y así evitó que se encerrara.

—¡Oh, mierda! —Laurent dio un paso hacia atrás, quedándose atravesado en el umbral de la puerta. Lo aparté del medio al llegar.

Era Sam. Se encontraba acostada en una pequeña cama de hierro. Su rostro estaba tan pálido como el yeso, y su camiseta, junto con un vendaje empapado de sangre, parecían gritar su lucha desesperada por aferrarse a la vida. Al verla en ese estado, sentí como si mi alma se hubiera desplomado al suelo, hecha añicos por la desesperación y la impotencia. Mi corazón latía con fuerza, como si estuviera abierto de par en par, desgarrado de adentro hacia afuera.

Quedé paralizado, incapaz de moverme o de pensar con claridad. Verla en ese estado hizo que una imagen del rostro de mi madre pasara por mi mente, agitando mis emociones como un veneno potente, aunque solo fuera durante un breve instante, pues la ira reavivó el fuego abrazador.

En medio de ese caos abrumador, mi mente logró formular dos preguntas nítidas: «¿Por qué?», y «¿Quién?» Sin embargo, mi atención volvió al hombre que aún temblaba al pie de la cama.

—¿Quién fue? —Me acerqué. Las manos convertidas en puños y listo para lo que sea.

—¡Yo no! —gritó, echándose hacia atrás todo lo que pudo. Comenzó a golpearse el pecho con desesperación mientras balbuceaba—: Intenté ayudarla, pero no logré hacer más que vendarla. Le dije que no me la dejara aquí porque iba a morir.

La sangre fue drenada de mi cuerpo en cuestión de segundos. Sin embargo, regresó porque el hombre debió notar que no había elegido las palabras adecuadas al vernos, y apresuró:

—Todavía vive, aunque no será por mucho.

—¿Quién le hizo esto? —Lo levanté del suelo. Hablar le resultaba tan difícil que tuve la tentación de meter una cuchara en su garganta y arrancarle las palabras.

—Cé-César Vargas —se apresuró, y sus palabras fueron como un golpe.

—¿A dónde fue?

—¡No lo sé! ¡La dejó aquí y se marchó sin decir nada! ¡Lo-lo juro!

—¿Sam? Eh, ¡Sam! Alastor, no se despierta. —Laurent la sacudía el hombro, pero ella no reaccionó.

—Morirá si se queda. Yo se lo dije... —Lo solté, y aprovechó para salir despavorido de la habitación.

Mientras observaba a Sam, tan pálida y vulnerable, la rabia se disipó y dio paso a un nuevo pensamiento. No podía permitirme perderla también.

—Muévete.

Laurent dio un salto hacia atrás, y me incliné para comprobar el pulso en su cuello. Esperé, con los segundos sintiéndose eternos, hasta que lo percibí, aunque débil y frágil. El alivio que sentí fue inexplicable, pero la pesadilla todavía no había terminado.

La levanté en mis brazos y me dirigí hacia la salida.

—No le quites la venda, o perderá más sangre —me advirtió el hombre cuando pasé por la sala. Estaba en el sitio más alejado posible, y esperaba que continuara así. Tenía la sensación de que mataría al primero que se cruzara en mi camino y me hiciera perder más tiempo.

Al salir, Alma intentó acercarse corriendo, pero cuando sus ojos descendieron hacia Samantha en mis brazos, se detuvo en seco junto a la puerta todavía abierta. Podía imaginar lo que estaba sintiendo en ese momento, porque yo experimenté algo similar.

—Ay, no. No, no, no. ¿Qué pasó?

Llegué al auto, esperando a que Alma terminara de entrar en los asientos traseros para acomodar a Samantha.

—César —mencioné ese maldito nombre, y ella enmudeció por completo. Por su expresión, supe que no se lo esperaba. No había estado al tanto del tipo de monstruo al que le confió su hija, al igual que yo, y esa idea me volvía loco.

—¡Laurent! —Cuando cerré la puerta, él salió corriendo de la casa y se metió en el asiento del copiloto. Yo ocupé el puesto del conductor.

El motor arrancó con un rugido, aceleré, y mi auto levantó una nube de polvo detrás de nosotros mientras nos alejábamos de la casa.

Minutos después, el automóvil dobló en una curva cerrada, haciendo que las ruedas chirriaran al llevarnos de regreso a la carretera, dejando atrás la casa en el pantano en medio de la noche.

—¿A dónde vamos ahora? No podemos llevarla a un hospital —me recordó Laurent, y a través del retrovisor noté que su madre nos miraba, con la expresión de alguien que estaba a punto de perder el conocimiento. Ella entendió esa última palabra y parecía estar considerándolo mientras observaba a Samantha usando sus piernas como almohada.

—Llama a Oliver —le dije.

Las manos de Laurent temblaban mientras marcaba el número de su padre, y cuando contestó, trató de explicarle lo que acababa de suceder. Sin embargo, ni siquiera pudo articular las palabras con precisión, así que le arrebaté el teléfono. Laurent parecía a punto de vomitar, por lo que bajó la ventana para sacar la cabeza y tomar aire.

—Necesito a uno de tus mejores doctores.

—¿Te encuentras bien?

—¡Oliver! —En mis palabras se acunó la desesperación, cortando varios hilos y desaliñándola hasta el punto de asemejarla al rugido de una bestia herida.

Hubo un momento de silencio al otro lado de la línea, y sentí como si me estuvieran arrancando el pecho.

—Por favor —susurré. Las dos personas presentes en el auto me observaban, y al aparato que sostenía con una mano.

—De acuerdo. Lo enviaré de inmediato a tu hotel.

Colgué y arrojé el móvil a un lado.

Con sus miradas aún fijas en mí, apreté el volante hasta que mis nudillos se volvieron blancos y pisé el acelerador a fondo.

Cuando mi auto entró en el estacionamiento del hotel, sentí como si hubiera completado la carrera más larga de mi vida.

—Espera, ¡espera! —Laurent señaló hacia la parte trasera del hotel—. Ve a la entrada de carga, o la gente se volverá loca al ver tanta sangre.

—A la mierda con todos ellos. Nos tomará más tiempo entrar por ahí. —Estacioné frente a la puerta principal.

—Iré a llamar al ascensor. —Laurent se adelantó.

Un botones retrocedió sorprendido cuando salí del auto antes de permitirle abrir mi puerta. Me precipité sobre la trasera, y él no supo qué hacer cuando me vio sacar a Sam.

—Ni una palabra al respecto a nadie, ¿entendido?

—Sí, señor —balbuceó, y se inclinó mientras pasaba junto a él.

Entré en el vestíbulo. Laurent hablaba con Susana, quien abrió los ojos con sorpresa al vernos. También había llamado al ascensor, el botón con la flecha hacia arriba se encontraba iluminado. Por fortuna, no había nadie más cerca debido a la temporada baja. Sabía lo que podría significar que algún huésped nos viera. Mi pasado todavía pendía de un hilo muy delgado. Cuando se rompiera y toda la mierda se derramara sobre el mundo, sería mi fin.

—Susana, sígueme. —Hice un gesto para que entrara en el ascensor con nosotros.

Cuando las puertas se cerraron, su mirada se desplazó de Alma y yo, hacia Samantha. Sin embargo, no pronunció una palabra, solo tragó saliva, esperando que el ascensor alcanzara mi piso.

—El doctor llegó hace poco —nos informó como si acabara de recobrar los sentidos.

Salimos y, junto a la única entrada de mi suite, estaba él.

Susana se apresuró a deslizar la tarjeta y empujar la puerta con manos temblorosas. Llevé a Samantha a mi habitación y el doctor se acercó, habiendo arrojado su chaqueta al pie de mi cama. Comenzó a examinarla de inmediato, y los nervios me devoraban por dentro.

—Tiene su grado de complicación, aunque el vendaje parece haber hecho un buen trabajo —expuso, y desde la puerta de mi habitación, Alma nos miraba sin entender una sola palabra—. Ha perdido mucha sangre, la herida no está infectada, debo quitar la bala y lo que traje no es suficiente. Oliver no me habló de esto. —Comenzó a sacar objetos de su maletín, empezando por una bolsa de fluidos, agujas y tubos para el suero.

—Lo que necesites, lo tendrás de inmediato —aseguré, él asintió.

—Susana —la llamé y dio un salto hacia mí—. Toma nota de todo lo que te pida el doctor y tráelo del departamento médico cuanto antes. Otra cosa. No quiero que nadie nos moleste, así que mantén la boca cerrada. Si escucho que alguien pronuncia una sola palabra acerca de esto, estarás despedida.

—Entendido.

Por alguna razón, mis ojos encontraron a Laurent de pie junto a la puerta.

—Necesita ayuda, y yo no puedo. Hablo en serio. Si hay algo que no tolero, eso es la sangre. Lo siento.

—Gracias —le dije. No me detuve a contemplar la expresión de sorpresa que mis palabras le provocaron, porque devolví mi cuidado a Samantha. Debía comprender que fue de gran ayuda en la casa del pantano.

—¿Seguro que puedes resistir? —preguntó el doctor mientras contemplaba de reojo a Alma, quien estaba sentada en un sofá con la mirada perdida en algún lugar del suelo debido a la conmoción. Necesitaría un momento para recomponerse.

—Estoy dispuesto a lo que sea, si la salvas —le aseguré.

—Haré todo lo que pueda.

—Eso no es suficiente.

—La salvaremos.


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