Capítulo 12
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Si pensó que trabajaría tiempo extra, se llevaría una gran decepción. Mi horario finalizaba a las cuatro, y eso era todo. Sin embargo, luego me pregunté de cuánto podríamos estar hablando. Tenía entendido que las horas extras casi que duplicaban su valor.
Contemplé el plato entre mis manos y me maldije por dentro. En situaciones así, odiaba ser celíaca. Aún tenía hambre y me dolían las piernas por permanecer tanto tiempo de pie.
Con la mirada, me obligué a buscar un lugar para dejar el plato. Tenía la firme sospecha de que su contenido no era libre de gluten, ya que todo se veía tan esponjoso y apetitoso a la vista. Hubiera preferido que lo llenara con la fruta que, al final, terminaría en la basura. Nadie la tocó, a pesar de la variada selección disponible. Era una lástima.
En el pasado, enfrenté la depresión a causa de mi condición. En mi país, obtener alimentos sin gluten siempre resultaba costoso y escaso. Tuve que prescindir de comer fuera de casa.
Ecuador no se encontraba preparado. Nadie tenía conocimiento del gluten; lo confundían con una dieta para perder peso o con la glucosa. Incluso cuatro de los cinco médicos que me examinaron antes de confirmar mi diagnóstico, ni siquiera sabían lo que significaba la palabra celíaco.
Previo a mi viaje, tenía la idea de que estaría en una mejor situación en Estados Unidos, pero, para mi sorpresa, estaba pasando más hambre. Y ni hablar de los hábitos del sueño. Mi cuerpo no se adaptaba a despertar temprano, menos aún con el cambio de horario, aunque no fueran más que un par de horas.
De regreso en la cubierta, dejé el plato en una superficie plana, bastante cerca de un pasillo lateral del yate. La única que me vio hacerlo fue la mesera, y pude entender cuando me llamó "antipática", pero no iba a darle explicaciones. También estaba cansada de eso.
Alguien aclaró la garganta a mis espaldas. Cuando volteé, Alastor, con un movimiento de cabeza insignificante, me señaló la fruta.
—Ve a por ello —propuso, y antes de que pudiera responder, se quitó la camiseta, robando las palabras que habían llegado a la punta de mi lengua en perfecta sincronía—. A menos que desees venir junto a mí —señaló hacia el agua.
—No sé nadar —admití. No debí confesarle eso, pero en ese momento no podía pensar con claridad. Su piel, bajo los rayos de sol, lucía suave y firme. Parpadeé y arrugué la cara porque no debería gustarme tanto lo que veía.
—Y a pesar de todo, accediste a venir —dijo. Si había comenzado a romper el hechizo, Alastor dejó caer sus pantalones al suelo y yo me quedé mirándolo como una idiota.
En su traje de baño, su cuerpo bien trabajado a tan poca distancia se volvía imponente. Recordé vívidamente su desnudez, y supo intuirlo porque sonrió de medio lado. Parecía que estaba orquestando la situación a propósito. Sin duda alguna, eligió el lugar perfecto junto a mí.
—¿Tuve otra opción? —cuestioné con la poca cordura que todavía me quedaba. Este hombre arrogante y atractivo, su cuerpo majestuoso y sus intenciones disfrazadas. Todo lo que dijo sobre el tiempo extra casi se quedó en el olvido.
—No, pero reconozco la manera en la que mirabas la fruta. Evitas el gluten. ¿Celiaquía?
—Te diste cuenta. —No fui capaz de ocultar mi sorpresa—. ¿Cómo pudiste descifrarlo?
—Soy observador. Filtré algunas opciones después de haberte visto pelear con la máquina dispensadora —su mirada hizo que me sintiera transparente. Y podía parecer tonto, pero me conmovió un poco. La gente solía criticarme cuando evitaba comer, aun sin conocer el motivo verdadero. Creían que me preocupaba por mi peso, y lo hacía, pero no bajo las circunstancias que ellos imaginaban—. También puedo ver que te gusta lo que ahora ves en mí.
Acabó de arruinar el sentimiento positivo que tuve hacia él durante el último segundo.
—Además —añadió—, planeo descifrar por qué te cuesta tanto aceptarlo.
—Será decepcionante para ti al final. Estarás acostumbrado a tener a cualquier mujer en tu cama, pero yo no pienso darte ese placer. —Su expresión sufrió un cambio muy amargo—. Sí, está claro lo que estás buscando. Yo también soy bastante observadora.
Mi breve momento de fanfarroneo llegó a su fin cuando me jaló del brazo y mi pecho chocó con el suyo. La goma de mi cabello acabó desasiéndose una vez más.
—No pudiste hacerlo mejor —comenté en un hilo de voz. Habría preferido que sonara como una desagradable protesta, pero no fue de ese modo.
Cerca de mí, un chapuzón mojó mi espalda y parte de sus brazos, desviando mi atención hacia el agua. Su amigo acababa de lanzarse al mar y emergió en la superficie.
—¡Lo siento! —gritó en español, con una pronunciación terrible, pero sentí que mi inglés debía sonarles de manera similar. Por otro lado, Alastor no pudo evitar jalarme. Lo más seguro es que no hubiera tenido otra opción a causa del clavado de Laurent. O eso preferí pensar.
—Lo hizo a propósito —murmuré.
—No me di cuenta. —Lo sorprendí mirándome—. Estaba planeando aprovechar la situación y besarte —añadió eso último en su idioma, y me resultó más convincente que mi inglés se hubiera vuelto confuso gracias a sus ojos negros y mis manos sobre su pecho desnudo. Su piel de pronto irradiaba calor hacia mi cuerpo sin reservas.
La embarcación se sacudió con la estela de un par de motos acuáticas. Mantener el equilibrio resultaba difícil en un suelo empapado, así que, de alguna manera, ambos acabamos en el mar, donde el agua estaba helada. Entró en mis ojos y ardió con intensidad, confirmando que el Océano Atlántico era aún más salado que el Pacífico.
Pude ver la parte inferior del yate, así como la cadena del ancla que se perdía en una oscuridad aterradora. Cuando abrí la boca, mi peor temor se hizo realidad. No podía respirar y tampoco sabía nadar. Pero Alastor seguía a mi lado, sujetándome con firmeza y ayudándome a llegar a la superficie.
Aun en el agua, tosí sin control. Mi garganta ardía por la salinidad.
—¡No me sueltes! —me aferré con desesperación a su cuello—. ¿Por qué carajos sonríes?
—Porque accederás a quedarte esta noche.
¿Cómo podía hablar con tanta tranquilidad? Yo temblaba igual que un perro mojado mientras las mujeres que se asomaron por el filo del bote nos miraban más con rechazo que preocupación.
—¡Por supuesto que no! —aseguré.
—Seguro. —Dejó de abrazarme, y si me mantuve en la superficie fue porque lo abracé.
—¡Está bien! ¡Lo haré! —Su mano de pronto ardía en mi espalda, y su respiración en mi cuello me producía casi la misma sensación—. Qué inmaduro de tu parte, Alastor.
—Dilo con más frecuencia.
—¿El qué?
—Mi nombre. Disfruto escuchándolo de ti.
Sería porque era la única en este lugar que lo pronunciaba en español.
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La vi vulnerable en el mar, y si bien pude haber afirmado lo contrario, no tenía la más mínima intención de abandonarla a su suerte, ni aunque se hubiera negado a mi solicitud de quedarse.
Su cabello mojado, de un marrón sutil, había cobrado vida bajo los rayos del sol, desplegando reflejos dorados que lo hacían resplandecer. Era una belleza natural y radiante, con unos ojos que transitaban desde un profundo café hasta transformarse en un tono verde hipnotizante. Sumado al temblor en su cuerpo, me resultaron atrayentes, y aún no comprendía por qué.
En medio de toda su rebeldía, había algo especial y dulce que me atraía de manera irremediable. Por un momento, solo deseé abrazarla y disipar el miedo en su mirada. No tenía idea de que le causaría tanto pavor.
A raíz de eso, sentí el peso del arrepentimiento en mi conciencia de forma casi inmediata, ya que ni la sacudida del yate ni el agua que empapó el suelo fueron las verdaderas razones de que ella y yo termináramos en el mar. Yo, por el contrario, sí lo fui.
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