Capítulo 10



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SCuando mencionó que me proporcionaría un buen desayuno, lo malinterpreté por completo. Nunca imaginé que se refería al lujoso restaurante del hotel. Lo curioso fue que, de alguna manera, me sentí ligeramente decepcionada por estar aquí. Consideré que habría sido más cómodo ir al restaurante de comida chatarra que se encontraba en la piscina.

—Pide lo que quieras —ofreció.

¿Tan hambrienta lucía?

La noche pasada, mamá y yo preparamos la cena sin gluten y nos encargamos de lavar y organizar la cocina de nuevo. Sin embargo, la nevera aún necesitaba atención. A pesar de todo, por fin disfruté de una comida decente, aunque esta mañana me quedé dormida otra vez y no tuve la oportunidad de desayunar.

—¿Por qué haces esto?

—¿Es tan complicado solo agradecer y dejar de hablar?

—De ese modo, ¿cómo podría pedir lo que quiero?

Sonrió con irritación.

—Cuánto me gustaría propinarte una lección. —Sus ojos, de pronto más oscuros de lo normal, me indicaron que debería tener más cuidado con lo que decía. Sus palabras a veces sonaban como si escondieran segundas intenciones, y una oscuridad que todavía no conseguía descifrar, pero temí que se pareciera a la que había escapado.

De cualquier manera, ¿acaso era una cría para que me hablara de castigos y cosas de ese estilo? ¿Qué es lo peor que podría hacerme?, ¿dejarme sin el salario de un mes? Bueno, eso sí sería el infierno.

—Gracias, pero no voy a comer. —Me levanté de la silla, apretando la barra de proteína en mi bolsillo. Alcanzó a tomarme del brazo y volvió a sentarme. Del otro lado de la mesa él lució imponente y poderoso al tomar asiento.

¿Por qué era tan insistente y tenía que complicarlo todo?

—No engordarás.

Apreté la mandíbula. Seguía diciendo que estaba a dieta, y sí, era algo como eso, pero no por elección, sino por necesidad. Ya había pasado por demasiadas experiencias en las que nadie entendía la gravedad de tener una condición celíaca, y tampoco quería gastar mi tiempo explicándole qué era el gluten. Mi trabajo empezaba dentro de poco.

—No tendrán lo que necesito —informé y me miró con mayor interés.

—¿Gustos exóticos?

—Tengo entendido que el personal tenemos prohibido venir aquí.

Tendría problemas con Claudio si me veían, eso era algo que daba por sentado. No por nada nos habían asignado ese horrible lugar sin ventanas para comer, aunque después de reflexionarlo un poco, cualquier cosa sonaba mejor que la casa de César.

Se inclinó y detuvo a tan solo un par de centímetros de mí.

—¿Entiendes lo que significa estar conmigo? —Le dio un golpecito a la mesa—. No te preocupes por cosas absurdas.

—Para mí, es de vital importancia conservar mi trabajo.

—Y por eso estás aquí —dijo, y recargó la espalda en la silla.

—¿Es una amenaza?

—Si es así como deseas tomarlo. —De nuevo parecía irritado.

—No tienes pinta de cortesía, Alastor. ¿Cuál es tu verdadera intención en todo esto? —Lo señalé a él, a mí, y luego a lo demás. Quería que terminara con todo de una buena vez.

Su semblante inexpresivo me causó escalofríos que recorrieron mi columna vertebral por completo, pero que, al poco tiempo, tropezaron con zonas en mi cuerpo que creí inexploradas. Acabé pronunciando su nombre en voz alta por primera vez, y sonó...

—Desafiante —pronunció tentado.

Eso, pero sin el mismo encanto.

—No comprendo a lo que te refieres —admití.

—Lo entenderías si tan solo me dejaras proporcionarte placer.

En definitiva, él buscaba diversión de una noche, y no tenía nada en contra de sus preferencias; simplemente, yo no compartía los mismos pasatiempos.

La mesera apareció con una sonrisa exagerada, tratando de captar la atención de esos ojos negros que reflejaban pensamientos profundos mientras me miraban. Durante todo este tiempo, había tratado de ignorar lo que se sentía estar en su presencia, pero resultaba imposible. Él era un hombre aplacador.

—¿Placer? —repetí al plantearme la posibilidad de haber vuelto a entender mal. Un segundo después, me arrepentí al notar que la chica que antes lo miraba a él, ahora me contemplaba como si fuera una rata muerta en medio de la mesa.

Él sonrió con diversión, aunque seguía pareciéndome el diablo. Era tan molesto admitir que a veces algo en mí revoloteaba por su culpa. Hacía que me sintiera ansiosa.

—Alastor, estás de regreso —suspiró enamorada la mesera mientras apretaba el menú contra su pecho.

La mujer tendría treinta y tantos años, pero actuaba como una adolescente hormonal frente a este hombre. Parecía estadounidense, no solo por su acento, sino también por su apariencia. Sin embargo, había algo de origen latino en ella que no conseguí descifrar por completo. Tal vez se debía a su cabello rizado y a su estatura, que era similar a la mía. No estaba segura, pero definitivamente había algo en él que atraía a las personas de ascendencia latina. Ya fuera un vínculo emocional o algo más profundo, no era normal que en el personal del hotel hubiera más personas como nosotros que nativos americanos.

—Creí que ya no vendrías por aquí. ¿De qué tienes ganas?

Él, todavía sin apartar la mirada de mí, contestó:

—Lo mismo que a la dama le apetezca. —Se acomodó sobre su silla para mirarme de mejor manera, buscando apoyo de la mesa con su brazo derecho. Luego, susurró—: Siento curiosidad por cómo responderá.

La mesera estaría deseando saber a qué se refería, pero no comprendería lo que Alastor acababa de insinuar. No lo entendería de la misma forma que yo, al sentir su dedo dándome un toquecito en la rodilla bajo la mesa. Fue un gesto tan absurdo, pero lo suficiente como para hacerme dar un salto y encender varias zonas de mi cuerpo.

La ahora incómoda mesera dejó el menú y se marchó. A partir de entonces, mi mente permaneció en blanco, como si mis pensamientos hubieran sido erradicados por el calor que se extendía por mi cuerpo mientras su mano rozaba mi piel en ese mismo lugar, tomándose el atrevimiento de explorar un poco más.

¿Cómo era posible?

Odiaba admitirlo, pero no podía apartar mis ojos de él. Sabía perfectamente en dónde tocar, incluso se volvía doloroso el deseo que pronto enardeció la zona bajo mi ombligo. Y eso, él también lo sabía.

La suya me pareció una sonrisa cruel.

Espantada ante lo que podría ocasionar con tan solo un simple roce, arrastré la silla y me levanté, capturando la atención de los comensales más cercanos a nosotros. Entre ellos, noté a un grupo de adolescentes que lo habían estado mirando. Él no tardó en percatarse y sonrió a las tres jóvenes. No sabía si era tan solo por amabilidad, pero me inquietaba. Era como si estuviera saliendo con todas las chicas del planeta. A todas les sonreía y las trataba con amabilidad, al igual que lo hizo con el par de mujeres rusas en la piscina.

Pero no era así con el personal de limpieza. La que salió de su habitación envuelta en un mar de lágrimas esa mañana no parecía haber recibido un buen trato de su parte. Esto me advertía que él podía ser despiadado y un canalla.

¿Por qué accedí a venir en primer lugar? Fue muy tonto y peligroso de mi parte.

Me deslicé hacia la puerta con celeridad, sin embargo, sus pasos rápidos me alcanzaron en el pasillo. Tomó mi brazo, pero esta vez me solté con determinación. No sería amable. No caería.

No jugarían conmigo otra vez.



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—¿Cuál es tu problema? —Estaba furiosa y no comprendí la razón. Las mujeres que había conocido, como era usual, se volvían obedientes con una cena o un desayuno refinados. Era frustrante no saber en qué estaba pensando.

—Ve a jugar con una nueva Barbie, ¡estúpido Ken! —Pasó junto a mí. En cualquier otra ocasión sus palabras me habrían causado gracia, pero no ahora. Ella estaba odiándome, y era muy tonto de mi parte insistir tanto.

—Tú eres mi maldito problema, Barbie. —Al menos eso frenó su escape, y no era del todo una mentira.

Dio media vuelta y me enfrentó.

—Entonces, ¿debo renunciar? —Tenía agallas. Creí que por lo menos reiría, pero todo funcionaba mal con ella. La situación se me estaba escapando de las manos, y jamás encontré algo que no pudiera controlar. Lo peor de todo es que ahora, más que nunca, deseaba callar las palabras de su irritante boca, y definitivamente no en un sentido negativo. Cuanto más difícil se ponía, más me hacía desearla.

—No —establecí—. Debes quedarte y pasar todo el jodido día en mi suite, pero en especial durante la noche.

Así no estaría comiéndome la cabeza por culpa suya. Preferiría tenerla a mi lado que soñar que lo estaba. Y nada de pesadillas. Solo ella, yo, y la posibilidad de terminar con todo esto en mi cama. Sin trabajo ni distracciones.

¿Por qué debía ser tan difícil en primer lugar? ¿Por qué yo era tan cabezota? Si las cosas seguían así, se complicarían aún más. Incluso había empezado a sentirme asqueado de mí mismo.

—Tienes problemas, y cuán lamentable es que no te das cuenta —dijo. Su cabello atado en una cola alta me golpeó en la mejilla cuando volteó, y por primera vez no tenía idea de lo que debía hacer a continuación.

—¿Te doy un consejo? Déjala pasar. —Un golpecito en la espalda me frenó. Laurent levantó la mano en señal de redención cuando lo miré.

—No estoy de humor para tus tonterías. —Avancé por el camino que ella había tomado, pero Laurent me siguió. No podía buscarla si él estaba presente. A veces actuaba como un niño, aunque en realidad tenía 31 años. Le gustaba permanecer a mi alrededor. Solía seguirme y pensar en mí como su hermano mayor y ejemplo, aunque desde el comienzo no teníamos nada más que algo lo bastante parecido a una relación laboral, en donde yo era un intruso que llegaba para apoderarse de todos sus bienes. Las cosas entre nosotros habían mejorado bastante desde ese entonces.

Su padre, después de cederle la cadena de centros comerciales Treasure, quiso que le enseñara un par de cosas, pues resultó ser bastante incompetente. Lo acepté porque Oliver me ayudó en su momento, y tampoco le molestaba que su hijo persiguiera mis pasos, aunque se equivocaba en eso. Yo no estaba del todo limpio, pero él veía potencial en mí por esa misma razón.

—Tan solo opino que es una pérdida de tiempo. Las de su clase tienen una manera diferente de ver el mundo. Nada las contenta y todo les molesta. —Se estremeció, como si estuviera hablando de su peor pesadilla.

—Y tú, ¿qué diablos sabes de mujeres? —Me resultaba irónico que intentara darme una lección sobre el tema, cuando solía ser él el que recibía la bofetada, por eso tendía a pedirme ayuda. Tenía más años de vida y experiencia que él.

—Tienes razón, no sé nada. Por eso eres tú el que me facilita las chicas. Tan solo fui un don nadie antes de convertirme en el heredero de papá. Tú, por otro lado, ni siquiera tuviste una adolescencia normal. Intenté convivir con gente de su estilo antes de graduarme del colegio. —Señaló el lugar por el que la chica desapareció.

—Ella no es normal.

—En efecto, te dará pesadillas —me advirtió, sin embargo, ya era muy tarde. No podía arrancármela de la cabeza—. Pero eres terco.

—La convenceré. —Me miró como si acabara de brotarme una segunda cabeza.

—Yo pienso que no.

—¿Por quién me tomas?

—Tan solo percibí el odio en sus ojos cuando te miró por última vez —dijo con diversión.

—Y eso es lo que me gusta —admití más encantado de lo que debí estarlo.

—Masoquista. Teniendo caminos más fáciles bajo tus pies, siempre acudes al más complicado de todos. —Sacudió la cabeza en negativa—. Por favor, dime que no te enamoraste a primera vista.

—¿Quién dijo nada de amor? —intervine con seguridad.

—Bien. ¿Sabes qué? A lo que vine. El barco está por zarpar —reveló. Entre tantas cosas lo había olvidado—. Por favor, dime que vendrás. No puedo hacerlo sin ti.

Pensé en negarme y no acompañarlo en su viaje en esta ocasión. Eran aburridos, aunque también era cierto que solían ayudarme a despejar la mente. Pero se me acababa de ocurrir algo todavía mejor.

—¿Tienes espacio para alguien más?

—¡Oh, no, hermano! Dime que no es lo que imagino. ¿De qué manera planeas llevarla si se acaba de marchar como si el diablo la hubiese reclamado?

—¿Olvidas quién soy?

—Te estás metiendo en el infierno de verdad.

—Ya lo he visto, y créeme, no es tan diferente a este lugar. —Nuestros ojos se cruzaron, y comprendió que mis palabras escondían un significado más profundo que no había logrado entender.

—Luego no digas que no te lo advertí. —Fue lo último que dijo antes de zanjar el tema.


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