Mahiru y Kuro
Había una vez un niño llamado Mahiru. Su madre había muerto cuando él era muy pequeño y desde entonces vivió con una cruel madrastra. Mahiru fue creciendo día a día y la madrastra comenzó a preocuparse por los bienes de la familia. Su deseo era matar a Mahiru para el hijo que ella misma había concebido disfrutara solo de todo lo que poseían.
Un día, cual un gato que va a curar a un ratón, la madrastra dijo, fingiendo compasión:
-Mahiru, a tu edad ya deberías conseguirte una mujer. Pero somos muy pobres, ¿quién va a querer mandar a su hija para que sufra en una casa pobre como ésta? Debemos pensar algo para juntar un poco de dinero y conseguirte una esposa. - Mahiru todavía no había abierto la boca cuando ella prosiguió:
-Te voy a dar una vaca y un toro y tú irás a la montaña a pastorearlos. Volverás cuando hayan tenido cien crías: entonces las venderemos y así podrás conseguir esposa. Si tienes fuerza de voluntad no vuelvas aunque te falte sólo uno. Si no esperas y regresas antes, te advierto que no estaré dispuesta a seguir manteniendo a un muchacho sin futuro como tú, ¡y no entrarás más en esta casa!
Mahiru, con el corazón como atenazado por cuchillos, lloraba y pensaba: ¿Cómo es posible que dos animales engendren cien hijos? La montaña está llena de tigres, lobos y leopardos, ¡quién sabe si no nos comerán a todos! Cuanto más lo pensaba más claro tenía que aquello era una intriga de la madrastra para terminar con él. Pero lo pensó mejor y llegó a la conclusión de que era preferible que lo comiera un lobo o un tigre a quedarse en esa casa con la aviesa madrastra. Entonces apretó los dientes y asintió.
Ese mismo día Mahiru cogió el látigo para los animales, y se cargó al hombro un bulto consistente en una olla con un tazón, cucharas y un viejo edredón floreado. Así partió. Primero atravesó algunos picos y lomas hasta que llegó a la ladera de una montaña llena de verdes hierbas. Decenas de frondosos pinos y cipreses crecían alrededor del agua de la fuente, y rodeaban un templo del dios de la montaña, completamente hecho de piedra. Aunque las puertas y ventanas del templo estaban íntegras, el interior aparecía totalmente vacío. Mahiru recogió algunas hierbas, las ató e hizo una escoba, con la cual barrió el interior hasta dejarlo limpio. Luego se armó una cama con hierbas y hojas secas. Con tres piedras improvisó un horno; mientras, en la pared occidental quedaba lugar para los vacunos. Cerrando bien la puerta las bestias no podían entrar, de forma que Mahiru tuvo un lugar seguro para vivir.
Un día, después del desayuno, Mahiru llevó a los animales hasta la pradera. Al llegar allí puso la fusta a un lado y se recostó en la hierba mirándolos pastar. Al momento cerró los ojos y se quedó dormido: cuando se despertó ya iba a ser mediodía. Se puso de pie desperezándose, luego recogió el látigo y pensaba llevar a los animales hasta el templo para hacer su almuerzo, cuando vio de pronto una serpiente verde y otra blanca luchando en una roca de la montaña.
Las serpientes se mordían entre sí y era difícil de distinguir cada una y saber cuál estaba en ventaja. Mahiru fue como una flecha y restalló su látigo. Las dos serpientes se asustaron mucho, salieron corriendo cada una por su lado y desaparecieron en un abrir y cerrar de ojos.
Al otro día después del desayuno Mahiru llevó de nuevo a las bestias a pastar. Buscó una piedra y apenas se había sentado escuchó a alguien que gritaba:
- ¡Mahiru! ¡Mahiru!
Levantó la cabeza pero no vio a nadie por ningún lado. Pensó: "¿Quién se atreve a venir a estas montañas desoladas y salvajes exponiéndose a que lo coma el lobo? Debe ser que escuché mal". Pero pasó un rato y se volvió a oír el grito.
- ¿Quién es? - preguntó al tiempo que se levantaba - ¡Sal, no bromees con este pobre muchacho!
Apenas hubo terminado de hablar cuando apareció una persona atrás suyo y le dijo, palmeándole la espalda:
- ¡Aquí estoy! - Mahiru se dio vuelta y vio a un hombre que llevaba pantalones verdes, blusa verde, zapatos verdes y sombrero del mismo color. Miraba a Mahiru y le sonreía. El joven se quedó muy asombrado. Nunca había visto a persona alguna en aquellos sitios y hete aquí que hoy venía alguien a hablar con él, ¡qué alegría!
- ¡Mahiru! No me conoces ¿verdad? Yo me llamo Sakuya. Ayer peleé aquí con Misono. Si tú no me hubieras salvado Misono podría haberme matado a mordiscos. Cuando llegué a casa se lo conté a mis padres. Hoy te invito a que vengas a mi hogar a jugar, vente ahora mismo conmigo - le rogó.
- No puedo ir. Si lo hago no hay quien me cuide los animales: tengo miedo que se escapen y se los coma el lobo.
- Si los pierdes te compensaré con cien burros - contestó el otro cordialmente.
Mahiru no tenía nada más que decir, así que ató bien a los animales y siguió a Sakuya hacia el suroeste. Por el camino iban charlando y charlando. Cuando llegaron hasta una cueva de la montaña, Sakuya se detuvo y dijo señalando la cueva:
- Mahiru, ésta es mi casa. Mi padre después de ofrecerte un banquete te hará un regalo. Aquí en la montaña, el oro y la plata no son útiles. Pide ese palo de raíces de azufaifa que está colgado detrás de la puerta; es un palo milagroso y el tesoro de la familia. Cuando se acerquen a tu casa las bestias feroces o los bandidos, tú tirarás hacia el cielo el palo y dirás: "¡Palo milagroso! ¡Palo milagroso! ¡Demuestra tu poder! ¡Defiende la tranquilidad de Mahiru!". De esta manera él matará a todos los que te quieran hacer daño.
Mahiru siguió a Sakuya por la cueva que se iba ensanchando a cada paso y se hacía cada vez más luminosa: luego notó una gran muralla y un patio. Los ladrillos eran verdes y blancos, con colocación muy pareja. A ambos lados de una enorme puerta había dos grandes leones de piedra con aire marcial. Avanzaron hasta allí, la gran puerta negra se abrió: salieron a su encuentro un viejo de barbas blancas y una anciana de pelo cano, quienes dijeron sonriendo:
- ¡Ha llegado Mahiru! Gracias por haber salvado la vida de nuestro hijo. ¿Cómo podremos corresponder tu bondad? - y a un tiempo los tres lo encaminaron a la sala de visitas.
Después de que Mahiru se hubo lavado la cara y tomado el té, se sirvió la mesa. Los platos se iban sucediendo uno tras otro, a cual más rico y más exótico. Era la primera vez en su vida que Mahiru veía una mesa tan abundantemente servida. Comió y bebió hasta hartarse y cuando terminó de comer y de tomar el té se despidió como para irse. Entonces el viejo ordenó a un alguien que trajera una bandeja con oro y otra con plata y le manifestó a Mahiru:
- Tú eres el salvador de mi hijo. No tengo nada bueno para ofrecerte como agradecimiento. Recibe por favor este insignificante regalo, para expresarte mis respetos.
- Es mi obligación ayudar a los demás a salir de las dificultades. Ya he recibido un buen banquete y una gran muestra de afecto, ¿qué más puedo pedir? - contestó Mahiru.
- Eso no. Tú has salvado de buen corazón a una persona, ¿cómo no voy a agradecértelo?
El viejo siguió insistiendo, pero Mahiru no aceptaba. Entonces no le quedó más remedio que decir:
- Entonces hagamos así: mira lo que más te guste de esta casa y llévate dos. Así quedará cumplida nuestra intención.
Mahiru miró por todas partes, notó que detrás de la puerta había en verdad colgado un reluciente palo de azufaifa, y dijo tímidamente:
- ... Denme ese palo de azufaifa. Me servirá para defenderme de los animales salvajes.
El viejo dudó un poco y contestó:
- Bien, cógelo. Puedes defenderte de los animales salvajes con él, pero no lastimar a la gente. Sakuya, acompaña a tu salvador.
Sakuya acompañó a Mahiru hasta un cruce del camino y le expresó con reticencia:
- Hermano Mahiru, te voy a decir la verdad. Mi pelea de ayer con Misono fue porque yo quería una maceta que hay en su casa con una flor llamada yuzan; él no me la quería dar, y me llamó "diablo negro". Yo pienso que seguramente Misono te invitará a su casa. Cuando su familia te ofrezca cosas en agradecimiento no aceptes nada, sólo esa maceta con la flor. ¡Ay, esa flor! Pero ahora no te diré nada, eso lo sabrás tú mismo después... No te olvides de esto por nada del mundo,... ¡Adiós! - y dicho esto volteó la cabeza y se convirtió en una serpiente verde que desapareció hacia el suroeste.
Al otro día, después de desayunar, Mahiru se disponía a salir con los animales a pastar cuando vio a lo lejos un joven que se acercaba. Estaba vestido de blanco de la cabeza a los pies, y gritaba, al tiempo que lo saludaba con la mano:
- ¡Mahiru! ¡Mahiru! - Mahiru pensó que seguramente sería el Misono que le había nombrado Sakuya, entonces preguntó:
- ¿Quién eres? ¿Cómo sabes mi nombre?
- Me llamo Misono. Anteayer me salvaste, ¿no lo recuerdas? Ayer vine a invitarte a mi casa, pero no te encontré. Sólo vi a tus animales pastando. Te invito hoy, ¡ven!
- No puedo ir, si el tigre se come mis animales mi madre me pegará.
- No te preocupes. ¡Si pierdes una vaca yo te daré cien caballos!
Mahiru no pudo replicar nada: no le quedó más que seguir a Misono hacia las montañas del noreste. Subieron una montaña y algunas lomas hasta que llegaron a una cueva en plena montaña.
- Esta es mi casa - dijo Misono.
.....
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