Mahiru y Kuro 2
Entraron los dos en la cueva y no habían caminado mucho cuando apareció ante su vista un espacio de suelo plano lleno de flores y plantas muy extrañas. Pájaros raros y preciosos volaban por el cielo mientras que en tierra corrían curiosos animales. A través de un pasillo de piedras de colores llegaron a un quiosco rodeado de agua y flores de loto. Gasas de color verde cubrían las ventanas de estilo clásico. Después de pasar la cortina se sentaron y Misono le sirvió té frío en un vaso de cristal.
- Hermano Mahiru, espera un momento, voy a llamar a mis padres - le dijo.
Mahiru observó a su alrededor. El suelo estaba cubierto de ladrillos con motivos de pájaros y un fénix, de mucho colorido. Las mesas, las sillas y los bancos eran de un sándalo rojo y brillante, la delicada vajilla que estaba sobre la mesa presentaba múltiples colores. Las flores rojas y las hojas verdes de los motivos parecían reales.
Muy pronto se oyó un ruido de pasos. Al tiempo que se abría la cortina apareció un anciano encorvado de blancas barbas y una viejita de cabellos plateados.
- Misono ha ido a invitarte dos veces y al fin estás aquí - dijeron sonriedo. - Siéntate, ¡por favor! Si no hubiera sido por tu bondad nuestro hijo Misono ya estaría muerto hace dos días... Misono, ¡ordena pronto que sirvan la comida!
Dos sirvientas pusieron la mesa y al ratito se empezaron a amontonar los platos exóticos, a cual más sabroso.
Cuando terminó la comida Mahiru quiso volver a cuidar sus animales. Misono ordenó traer una gran bandeja con monedas de oro y una caja con perlas blancas, para regalarle a su amigo.
El muchacho hizo como le había dicho Sakuya y no aceptó ningún regalo. Sólo dijo, muy tímidamente y señalando aquella maceta:
- Esta flor es muy linda, ¿me la podrían regalar?
En el rostro del viejo se dibujó un gesto de embarazo mientras en los ojos de la anciana se asomaron grandes lágrimas, que se desprendían como perlas de un collar roto. Misono miraba a sus padres sin hablar.
- No se pongan tristes - se apresuró a decir Mahiru - .No quiero la flor, ya me voy - .Y diciendo esto comenzó a caminar. Pero Misono se le interpuso en su camino, se acercó a sus padres y les murmuró algo. Los dos ancianos asintieron con la cabeza y su rostro de preocupación se volvió alegre.
- Mahiru, no te enojes - le dijeron - . Hay una razón para que hayamos actuado así, pero ahora no te la podemos decir. Ya la sabrás tú mismo... Ya que te gusta esa flor, entonces ¡llévatela!... Esperamos que la cuides bien - y dicho esto le ordenaron a Misono:
- Carga la flor y acompaña a Mahiru.
- Por nada del mundo - dijeron por último a nuestro héroe -, la expongas al viento o a la lluvia ni la hagas pasar mal alguno.
Llevando la flor, Misono acompañó a Mahiru hasta la salida de la cueva. Este último lo quiso persuadir repetidas veces a que volviera, pero el otro no quería dejarlo y lo acompañó hasta el sitio adonde había peleado con Sakuya.
Ya muy seguro, Misono le entregó entonces la flor a su amigo diciéndole:
-Espero que puedas hacer lo que te aconsejaron mis padres, no seas injusto con ella... - Misono sacó un pañuelo, se secó las lágrimas y se despidió, partiendo hacia el noreste.
Mahiru estaba confundido. ¿Por qué esta flor había provocado una lucha a vida o muerte entre Sakuya y Misono? ¿Por qué los ancianos eran capaces de desprenderse de oro, plata y perlas y no de esa planta? Como si fuera una madeja enredada, por más que pensaba en el problema no daba con la punta del hilo.
Cuanto más cargaba la planta más pesada se le hacía, transpiraba del esfuerzo. Entonces la colocó en el suelo. Intentaba sentarse a descansar un poco cuando vio que la cuerda que ataba a la vaca se había soltado. Corrió a agarrar la cuerda: al verlo el animal, lo olió y le lamió las manos, como una muestra de cariño. El sol estaba por esconderse en la montaña y Mahiru pensó que los animales también tendrían sed. Entonces se apresuró a llevarlos a la orilla del agua: de repente sintió una diáfana voz a sus espaldas.
- ¡Hermano Mahiru! ¿Cómo me dejas aquí y no te ocupas de mi persona? - Mahiru volteó a mirar. Allí había un joven que parecía un hada, ataviada con sedas azules. Sobresaltado y contento a la vez, Mahiru se sintió más y más confundido.
- Mahiru - dijo sonriendo el hermoso chico -, ¿has olvidado lo que te dijeron mis padres y mi hermano? ¿Te olvidas de todo junto a tus animales? - Mahiru se quedó estupefacto, y preguntó:
- ¿Quién eres tú?
- Me llamo Kuro y soy el hermano mayor de Misono. Yo soy la flor que cargabas hace un rato.
Sin darse cuenta llegaron al templo. Mahiru ató bien los animales y luego entró al templo en compañía del joven. El bajó la cabeza tímidamente y dijo vergonzoso:
- Muchacho, yo no sabía que esa flor eras tú. Ya ves que no tengo ni comida ni ropa y vivo solo en la profundidad de la montaña. ¿Cómo voy a dejar que un muchacho tan mimado como tú venga a penar aquí? Aprovechemos que aún o ha oscurecido, te acompañaré a tu casa.
- Hermano Mahiru, te diré la verdad. Cuando era pequeño frecuentemente iba a jugar a tu aldea y por ello estoy seguro de que eres una persona de buen corazón. Tu madrastra te ha maltratado de mil formas, pero tú eres laborioso, valiente y tienes voluntad. Desde que hace un mes te viste obligado a venir aquí, vengo día a día a observarte a escondidas. Cuando no te veía, la comida no me sabía sabrosa y dormía intranquila. Siempre he pensado buscar una oportunidad para hablar contigo, pero me ha dado vergüenza. - Hizo una pausa y continuó. - Sakuya es el hijo único de mi tía paterna y desde pequeño ha sido malcriado; sólo sabe estirar los brazos para que lo vistan y abrir la boca cuando lo alimentan. Además se le han pegado algunas costumbres inmorales. El ha venido muchas veces a pedir mi mano, pero yo no le he hecho caso. También ha obligado a mi tía a interceder por él. A mis padres, delante de la hermana de mi padre, también les ha dado reparo decirle algo. No les quedó más remedio que decirle a Misono que hablara con él para que me olvide. Nadie se hubiera imaginado que Sakuya se iba a indignar y hasta llegar a pelearse con Misono. Afortunadamente tú salvaste la situación. Gracias a Dios y a la ayuda de mi hermano, hoy estamos juntos nosotros dos. Si te disgusto no me quedaré a tu lado, me iré enseguida...
- ¡De ninguna manera! ¿Cómo me vas a disgustar? - Se apresuró a replicar Mahiru, al tiempo que se levantaba para preparar la comida.
- Por hablar nos hemos olvidado que es tarde. ¡Hay que entrar a los animales! - dijo Kuro.
Mahiru entró a los bovinos y los ató bien. En el momento de dar vuelta la cabeza vio sobre la mesa de piedra un plato de pollo frito, otro de hongos frescos y otro más lleno de panecillos al vapor calientes.
- ¿De dónde ha salido esto? - preguntó extrañado.
- No preguntes de dónde ha salido esto, ¡mira de dónde ha salido aquello! - Mahiru siguió la dirección del dedo de Kuro y así pudo ver en la pared del este una gran cama de dos plazas en reemplazo de su lecho de hojas secas, con edredones verdes y colchones rojos y almohadas bordadas, todo muy bien tendido.
- Contigo, ya no tendré de qué preocuparme - expresó Mahiru con satisfacción.
Desde esa noche ellos constituyeron una íntima pareja.
Al día siguiente, el le dijo a Mahiru:
- Hermano Mahiru, mira como vuelan en conjunto las ocas salvajes en el cielo y como las hormigas caminan en grupo por el suelo. No podemos seguir viviendo mucho tiempo solos en la profundidad de la montaña. ¡Volvamos a casa hoy mismo!
- ¡Eso es imposible! Mi padre ha muerto y mi madrastra es la que manda en casa. Cuando yo vivía allí todos los días me ganaba una paliza y un rezongo. ¿Cómo podría soportar que tú vayas allí a sufrir también? Cuando me mandó a la montaña mi madrastra me dijo: vuelve sólo cuando los animales hayan tenido cien crías. Que no falte ni una". Y ahora no tengo ni sombra de crías, ¿cómo volver?
- Cien terneros no son nada del otro mundo. Quédate tranquilo, cuando lleguemos se me ocurrirá algo.
Mahiru no creía del todo en lo que había dicho su compañero, pero le dio vergüenza preguntar más. Entonces recogió sus cosas y partieron, él adelante dirigiendo a los animales y Kuro detrás, montada en el lomo de la vaca. Después de pasar una y otra montaña, Cuando el sol había alcanzado su cénit llegaron a la entrada de la aldea.
Kuro le pidió a su amigo el látigo y exclamó, al tiempo que lo agitaba:
- Un latigazo por aquí y otro por allí, ¡cien terneritos ya están aquí! -
Y de verdad, en un abrir y cerrar de ojos corrieron hacia ellos cien terneros. Eran tan gordos como si hubiesen sido modelados con arcilla, y con su piel brillante corrían de aquí para allá, mugiendo. Mahiru llevaba a la pareja vacuna y los terneros seguían detrás suyo. Cuando entraron en la aldea justamente la gente estaba almorzando. Los aldeanos nunca habían visto tantos terneros y tan gordos, y menos aún un recién casado tan bello. Mahiru hizo entrar a los animales en el patio, que pronto quedó lleno.
La madrastra del joven vino a contarlos: no faltaba ni uno. Como persona que amaba la riqueza como a su propia vida, al ver tal cantidad de animales se le enrojecieron los ojos rojos y exclamó:
- Mahiru, ahora que me has traído tantos animales ya no te maltrataré más. Quédate aquí a vivir con tu hombre.
Desde entonces, la pareja vivió feliz, trabajando al unísono.
Fin
Nombre original: Li Bao y Cui Cui
(Cuento de la nacionalidad han)
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