Ser la elgida (Tercera Etapa)

Media hora después de que Raquel se hubiera sentado en su despacho, Ítaca entró con varios informes en la mano y el calor ambiental la sorprendió. Al mirar brevemente a su Alicia, se mosqueó. Se notaba que estaba muy incómoda, tenía la cara colorada y no dejaba de resoplar.

Maldijo mentalmente a los de mantenimiento. Levantó el teléfono de la mesa de Raquel sin ni pedir permiso y marcó furiosa.

—Martínez, soy Mengod. Subid inmediatamente a arreglar el aire en el despacho de Salazar... No me vengas con historias. Ahora. ¿Te lo deletreo?  —y colgó.

Raquel, la observaba en silencio; Ítaca mostraba siempre mucha seguridad: resolvía los temas triviales con eficacia y los cruciales con excelencia. Ella no tenía esa capacidad con la gente, lo suyo eran los números y los libros. Internamente agradeció el detalle de su jefa, aunque no sólo era el calor lo que la estaba incomodando esa mañana.

Verla besándose con esa mujer rubia, junto a la máquina del café, la había... molestado. Y mucho.

—¿Por qué no me has dicho lo del aire? —La sacó de sus pensamientos, la pelirroja.

—Bueno... Ya me había quejado, y... y-y-yo... n-n-no quería molestar... —tartamudeó Raquel. No sabía cómo lidiar con sus emociones.

—Ya sabes que no molestas... Anda, recoge tus cosas y pasa a mi despacho, Alicia —dijo Ítaca con dulzura.

Raquel se había acostumbrado, más que eso, a que Ítaca la llamara Alicia cuando estaban a solas. Era un gesto íntimo que solía provocarle un estallido de música que se expandía por su interior, haciendo resonar todas las fibras de su ser; pero esa mañana, después de lo que había visto en la máquina de café, no había música, sólo el cruel crepitar de las partituras quemándose y quemándolo todo a su paso.

Notar el cambio de temperatura la hizo sentir mejor momentáneamente.

Ítaca le hizo sitio en su enorme mesa y con una sonrisa la invitó a sentarse. Raquel se acomodó, manteniendo las distancias.

Trabajaron un buen rato en silencio.

Ítaca la observaba de reojo; sabía que algo no iba bien. La joven no estaba como siempre. Se las apañó, tirando de ingenio como siempre, para entablar una conversación, aunque Raquel no terminaba de soltar prenda sobre lo que le ocurría.

Habían hecho muchos avances en esos últimos meses, su amistad se había estrechado e Ítaca deseaba que llegaran mucho más allá, pero iba con pies de plomo porque Raquel era muy especial. No sólo por su tremenda inteligencia o por su fobia social, también porque tenía quince años menos que ella, y eso, aunque no lo demostrara, la acojonaba.

¿Qué iba a ver una joven tan brillante como Raquel en una mujer como ella? ¿Qué podía ofrecerle ella, que Raquel no pudiera obtener de cualquier otra, más joven y más inteligente que ella?

Aunque la conversación entre ellas siempre terminaba fluyendo con agradable facilidad, pues ambas habían descubierto multitud de afinidades.

Al final de la mañana, el ambiente en el despacho de Mengod era bastante distendido. Raquel se había relajado, y había sucumbido al placer de conversar -y a tener cerca-, a Ítaca.

Pensó en la rubia del café y al sentir de nuevo las llamas quemando la música, se dió cuenta de que se estaba enamorando de su jefa.

Entonces, la puerta del despacho se abrió sin haber sido golpeada con antelación.

—Ítaca, ¿vamos a comer? —Preguntó la rubia con una sonrisa enorme en la cara.

—No, lo siento, Helena. Nos vemos después —contestó ésta, con otra sonrisa, mientras se levantaba y se acercaba a la puerta.

—No, no voy a volver. Tengo recados por la tarde.

—¿Se lo has dicho a papá? —preguntó la pelirroja, refiriéndose al jefe de la empresa.

—Él es quién me manda de recados —contestó la rubia y ambas se rieron.

Con naturalidad, Helena besó de forma breve y casta los labios de Ítaca y diciendo adiós, se fue.

Cuando la peliroja regresaba a su asiento, observó a Raquel. Su Alicia, había enturbiado el gesto. Estaba igual de incómoda que por la mañana y una idea fugaz le pasó por la cabeza.

—Raquel, ¿estás bien? —por una vez no quería bromear y por eso usó su verdadero nombre.

— Sí, claro —contestó la morena, mientras fingía que leía un informe.

Ítaca apoyó el trasero en la mesa, justo frente a Raquel, le quitó el informe de las manos, la despojó de sus gafas y le plantó un beso enorme en los labios.

Se recreó en ella, en el sabor de sus labios carnosos. Presionó un poco y sentió como Raquel se abría a ella y le devolvía el beso. Ambas se abandonaron a la pasión hasta que se quedaron sin aliento.

Y entonces Raquel, dejó de sentirse pequeña y empezó a crecer y a crecer; asombrándose hasta a sí misma, habló con seguridad:

—Ítaca, no sabes el tiempo que llevaba deseando que esto sucediera. Creo que ahora me doy cuenta de todo lo que siento —dijo con la mirada iluminada—, pero no quiero que se repita jamás.

Ítaca se quedó unos segundos perpleja. Analizó lo que la morena le había dicho y respondió con calma:

Ali... Raquel —se corrigió—, acabas de decir que lo deseas y es evidente que yo también. Desde el mismo día que te vi en la cafetería de la Universidad. ¿Qué problema hay? Para mí no supone ningún impedimento la diferencia de edad y tampoco que seas mi empleada; ni siquiera, obviamente, que seas mujer...

—N-n-no es eso —Raquel negó con la cabeza y lanzando un suspiro, susurró —: No quiero meterme entre Helena y tú.

Ítaca sonrió y se contuvo para no soltar una gran carcajada.

Volvió a besar con ardor a Raquel, que a pesar de sus palabras no pudo resistirse al ataque pasional con el que la pelirroja la emboscó. Y cuando se separaron, sin darle tiempo a reaccionar, le dijo:

—¡Ay, Alicia...! Helena es mi hermana.

Y entonces fue Raquel la que se lanzó sobre Ítaca y dejó que todos los sentimientos que fluían por su interior, salieran a flote. Dejó que la música sonara con fuerza por cada rincón de su cuerpo, latiendo, vibrando... extinguiendo el fuego para siempre.

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