Ser la elegida (Primera Etapa)

Raquel regresó al que era su despacho desde hacía ya cinco meses, se sentó en la silla atusándose la melena para despegársela del cuello y soltando un largo suspiro enterró la cabeza en las hojas de cálculo.

Se había quejado varias veces a mantenimiento para que subieran a reparar el aire acondicionado pero no le habían hecho ningún caso.

A la vista de todos, ella era una simple ajunta. La última en entrar en la oficina y por lo tanto la más prescindible. Aunque bajo su anodina apariencia se escondía un cerebro privilegiado que sólo su jefa, Ítaca Mengod, parecía haber sabido apreciar.

Y Raquel se negaba a usar el privilegio que sabía que le confería ser la elegida de la jefa para que le hicieran caso. Porqué fue ésta quién, tras un largo periplo por varias facultades, la escogió.

Ítaca llevaba muchas horas revisando expedientes en aquel despacho que la rectoría le había facilitado, sin encontrar lo que buscaba. Decidió dar una vuelta por el campus y acercarse al bar para despejarse.

La vio nada más entrar. Entre las mesas llenas de estudiantes que comían, hablaban y jugaban a las cartas.

Sólo ella llamó su atención.

Vestida de gris, con un peinado pasado de moda, estaba enfrascada entre dos libros y una libreta, tomando apuntes mientras se comía un sándwich.

Apenas levantaba la vista entre bocado y bocado y la mano del bolígrafo sólo dejaba de escribir para recolocarse las gafas.

Ítaca la observó un buen rato, había algo magnético en ella, aunque no parecía percatarse de su presencia. De la suya ni de la nadie.

Se acercó sin disimulos y oteó para ver qué libros la tenían tan atrapada.

Sonrió.

Se sentó frente a ella e inició una conversación de forma poco ortodoxa.

—¿No estás un poco crecidita para un cuento infantil como Alicia en el País de las Maravillas?

Raquel, con una breve sonrisa que enseguida ocultó, respondió:

—Aunque desde fuera pueda parecer un anacronismo, Alicia es de todo menos un cuento infantil. De eso trata mi tesis.

Y miró a los ojos a esa mujer que tenía delante. Pelirroja, ojos castaños delineados, maquillaje sofisticado, perfume caro, distinguida... No tenía pinta de catedrática. Ni siquiera de ponente. No se parecía a nadie que hubiese conocido hasta la fecha.

Ítaca se dejó observar y comentó con fingida indiferencia:

—Tu tesis... Entonces, ¿estás terminando la carrera?

— Sí... bueno, en realidad es el doctorado —corrigió Raquel con suavidad —, las carreras las terminé el año pasado.

—¿Las? Pero... ¿Cuántos años tienes? —Ítaca perdió la compostura ante ese dato. La chica no aparentaba más de veintiún o veintidós años... aunque enseguida se corrigió —: Si no es indiscreción que te lo pregunte.

Raquel sonrió por primera vez de manera amplia y natural. Por algún motivo que no llegaba a entender, esa mujer no la incomodaba como solía ocurrirle con todo el mundo y sus curiosas preguntas no la enervaban.

—Si te dijera que tengo cuarenta... me preguntarías como ha sido pactar con el diablo ¿verdad?... Y si te dijera que tengo veinte, lo que te llamaría la atención no sería mi juventud, sino que pensarías que soy una mentirosa.

—Te equivocas. Si tuvieras cuarenta, te encerraría en un laboratorio para hacer experimentos contigo sin preguntar. Y si me dijeras que tienes veinte, cosa que me encaja, pensaría que tienes una mente maravillosa, lo cual me interesa aún más.

Se miraron a los ojos con intensidad, el tiempo parecía pasar a otra velocidad, hasta que Raquel dijo con cierto aire desafiante:

—Siento decepcionarte, pero ninguna de las dos es correcta.

—No me decepcionas, Alicia —sentenció la pelirroja y se levantó de la silla sin decir nada más.

Dejando a Raquel con ganas de contestar que no se llamaba Alicia.

Por primera vez, una conversación se le había antojado placentera y no hubiese querido ponerle fin; sin embargo enterró de nuevo su nariz y sus grandes gafas en el libro e intentó continuar tomando apuntes. Debía centrarse en su tesis, repitió, aunque había algo en esa pelirroja que...

Sacudió la cabeza. Llevaba demasiadas horas con esos libros, seguro que todo había sido fruto de su imaginación.

Ítaca por el contrario no podía, ni quería, sacarse a esa muchacha de la cabeza. Regresó al despacho que le habían habilitado y dejando de lado los expedientes "recomendados", se puso a repasar los de las chicas que habían terminado carrera el año anterior. No le costó mucho dar con Alicia.

Se llamaba Raquel Salazar. Había terminado cum laudae derecho y ADE con mención especial en matemáticas y contabilidad. Se estaba doctorando en finanzas y tenía tan solo diecinueve años, recién cumplidos. Un auténtico prodigio.

¿Por qué el Rector no se la había presentado de inmediato? ¿Por qué nadie le había hecho ya una oferta de trabajo? Con esas calificaciones y esa trayectoria, medio Íbex debería pelear por ella y el otro medio, también.

Y fue en busca de ese hombre, para pedir explicaciones. Pero el Rector Buendía sólo le expuso numerosas excusas sin sentido: "No se desenvuelve bien socialmente", "no da el perfil para una empresa de su categoría", etc.

«Bobadas» pensó Ítaca y maldijo mentalmente a la sociedad. Por un lado ese orgullo machista que impedía a ciertos hombres promocionar a mujeres con más inteligencia que ellos y por otro, ese asqueroso culto al cuerpo que apartaba a todo aquel que no cumpliera con unos estúpidos cánones de belleza marcados por las revistas. Ella misma era víctima de todo ello y lo sabía. Le costó mucho que la tomaran enserio en la empresa. Sólo veían a la guapa hija del presidente.

Después se alegró de ser la única que viera a Raquel cómo realmente era, más allá de su género o su físico. Era fascinante... ¿Y qué importaba que tuviera kilos de más, vistiera de esa forma tan anodina y escondiera sus preciosos ojos verdes bajo unas horribles y enormes gafas de pasta? Esa chica era todo un diamante. Y sería todo un fichaje, si lograba convencerla.

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