5. A primera vista

Ya es lunes, y por más impresionante que le parezca, aún mantiene su trabajo.

El día después del desastre, y el día después de ese, había faltado al trabajo, pensando que lo había perdido, que era una pérdida de tiempo aparecerse por allá con una sonrisa hipócrita, pedir disculpas como si lo que pasó no hubiera sido tan grave, y esperar cómo un niño inocente que le perdonasen todas sus travesuras. Sin embargo, el domingo recibió una llamada de su jefe. Igual pensó que era la llamada que iba a sentenciar su despido. Resulta que su jefe le había dicho que podía ir el lunes, que habló con sus compañeros, y que todos acordaron en pasar por alto lo sucedido. Al parecer, todos podían tener un buen corazón, o al menos, eso pensó, hasta que las palabras de su jefe salieron frías y cortantes:

—Si fuera por mí, te habría despedido.

—¿ De quién fue la idea de que me dejaran?

—De nadie en particular, todos estaban neutros, aunque se les veía lamentados —hizo una pausa—. Sino fuera porque si te vas quedaría un hueco aquí, te vas. Regresa el lunes.

Lo normal era sentirse aliviado. Sí. Eso tendría que haber sido lo normal, pero se sintió incluso más culpable, comprometido, como si su jefe le hubiera tomado el corazón a piel seca, lo hubiera apretado unas cuantas veces, con fuerza, casi al punto de destriparlo, para que así sintiera como los latidos se detenían, como la sangre faltaba, y el dolor hiciera un recorrido por todas las venas debajo de la piel, que ya se comenzaba a sentir fría. Sí, estaba comprometido a ir. Tenía que ir. Debía ir.

Las horas hasta el lunes pasaron pesadas, y  le faltaba el aire. Y ese día se da cuenta del porque lo necesitan. Es noche de karaoke y presentaciones, donde los clientes se montan en el pequeño escenario y cantan las canciones que se les antoja; o por su contrario, solistas y bandas, personas que aman la música y persiguen el sueño de triunfar en la industria, se suben allí para dar todo su esfuerzo. Le hubiera gustado ser uno de ellos. Se ven tan libres. «¿Será fácil ser músico?».

El restaurante está diferente a la estética que acostumbra a tener: algo sofisticado, luces cálidas, y la música de fondo es siempre calmada; ahora hay luces moradas, rosadas, azules, verdes, de muchos colores, que van de extremo a extremo. La música es movida, hasta que suben a cantar y tienen que detenerla. Las risas explotan. Los aplausos. La bulla. La habladuría. Todo es un solo sonido, un solo ritmo, y por un instante se alegra de estar ahí, porque se olvida de todo lo que siempre le espera en casa. Pero sólo por un instante, porque después tiene que seguir con su trabajo, y eso le recuerda todo lo demás.

—¿Mesa 8? —pregunta, con dos platos en la mano.

—Sí —responde una de las dos mujeres.

—Disfruten. Ya les traigo sus bebidas.

Entra a la cocina, en busca del champagne que ambas mujeres pidieron. Se ven muy tiernas juntas, piensa, tomándose de las manos, dándose leves besos sobre los labios de la otra. ¿Tendrán ellas problemas en su casa cómo él los tiene? ¿Tendrán todos los clientes problemas? Se siente ridículo el pensarlo, porque sabe la respuesta, pero está tan hundido en el hoyo que se cree la única víctima. No quiere ser egoísta. No lo está siendo. Sólo se cree una víctima más que no puede ver más allá de sus propias desgracias, y concluye que no está mal, porque a veces no tenemos el tiempo de ver por los demás, ni siquiera por nosotros mismos. Camina un poco, la música se detiene, al igual que la gente. Sabe que significa: alguien tocará.

Mira al escenario. Un chico como de su misma edad está subiendo las escaleras, con confianza y una sonrisa ganadora. Tiene el cabello pintado, pero no diferencia el color por todas las luces de colores. Se sienta en una silla en el centro del escenario.

—Buenas noches a todos —saluda—. Espero estén pasando buena noche —todos ríen con el chico al darse cuenta de lo que dijo. Incluso él se ríe del chico—. Soy Dalí Zambrano. Sé que no me conocen, y yo tampoco a ustedes, pero quiero decirles que en verdad espero la estén pasando bien. Espero que el estar rodeados de la música, de tantas personas con diferentes afinidades en ellas, o sólo por cantar con diversión, les sane.

No se mueve, se le queda viendo. Hay algo en ese chico, Dalí, que lo deja paralizado en el suelo, y es pocos segundos después (que le parecen eternos), que se da cuenta que la razón por la que lo escucha con atención es por su voz. Es una voz cualquiera, no es diferente de la suya ni de los demás, pero cuando habla, tiene un dulzor que lo envuelve. Es efervescente. Hipnotizadora. Dentro de su garganta hay un toque ronco, que no es mucho, sólo uno muy leve, pero que le da un toque... diferente. La forma en la que dice las palabras también lo engancha. Habla seguro. Melancólico. Feliz. Triste. Todos hacen silencio, y él se pregunta si es por respeto, o si también están hipnotizados por esa encantadora voz.

—La música nos conoce. Sabe cómo nos sentimos. La música sana; sana las penas, el dolor, la tristeza, y el alma. Es por eso que he compuesto esta canción para ustedes y para todas aquellas personas que deseen escucharla. Espero la disfruten.

Todos aplauden y gritan, mientras le dan la bienvenida a Dalí.

Dalí toca la guitarra acústica que tiene en sus manos. Lo hace con una delicadeza exquisita. La melodía es lenta, reconfortante. El chico de cabellos pintados eleva sus ojos hacia el público, observándolos, hasta que se cruza con los suyos, que lo mira fijamente. Se le queda viendo. Es como si él  fuera el único que le prestara atención. Es el único que está interesado en su música; en él. Y se mantienen la mirada.

Está de pie, pero lo que nadie ve, es que realmente está flotando. Los ojos de aquel muchacho están llenos de sentimientos. Tienen tanto que decir, tanto que expresar. Es tonto, pues, se ve en el reflejo de los ojos del músico, aunque estén a metros de distancia. Vuelve a la realidad cuando Dalí aparta la mirada. Definitivamente era un tonto. El chico sólo lo miró como miró a todos los demás. Sólo se percataba de su público. Y él era una gota en el mar. Pero eso jamás quitará el hecho de haber sentido un montón de emociones que emanaban de Dalí.

Dalí sigue tocando. Todos lo ven confiado, pero le tiembla la mano. Empieza a sudar. Nadie lo nota. Dalí tiene miedo. Tiene mucho miedo. Nadie lo nota, a excepción de él. No lo ve tan mal, pero tiene el presentimiento de que está asustado. Y se pregunta: ¿por qué tienes miedo? Lo haces increíble.

Dalí poco a poco aumenta la velocidad, la intensidad, y todos prestan atención. Tiene la necesidad de dejar de respirar, porque sabe, a pesar de que es la primera vez que escucha aquella canción, que está a punto de reventar. Y justo antes de que lo haga, la electricidad  y luces fallan, y la guitarra deja de sonar en los altavoces.

La gente habla, susurra, preguntando que ha sucedido.

Detrás suyo habla uno de sus compañeros, pidiendo disculpas por tropezar con los cables. No le toma importancia y mira al escenario, y entre la poca iluminación que hay, ve el rostro de Dalí: está aturdido, confundido, pero tiene una sonrisa que lo asusta, y no porque sea aterradora, sino porque es una sonrisa forzada, a punto de explotar, decepcionada. Lo sabe porque muchas veces se ha sentido así. Los empleados se mueven entre la gente para tratar de reparar el incidente, y él va hasta la mesa con el champaña y las copas.

—Aquí tienen su champagne. Espero lo disfruten, y disculpen las molestias, muy pronto se solucionará el problema.

Sirve la champaña, distraído, y cuando termina, se da vuelta hacia el escenario, buscando al chico que ha sido interrumpido, pero no lo encuentra. No está. Mira hacia los lados, buscándolo, pero no logra verlo entre la gente que se ha comenzado a molestar y la oscuridad mezclada con algunas débiles luces de colores. Es cómo una discoteca, pero no disfruta la fiesta. La campanilla de la puerta suena y ve como se abre. No lo ve, pero sabe que es Dalí, y va apresurado.

Al salir queda un poco cegado por la luz de la calle, pero se recupera rápido. La diferencia entre allí afuera y adentro es enorme. Allí en la calle hay frío. Hay más luz blanca, y el ruido es tranquilo, sólo el silbido del viento mezclado con las débiles  voces de la gente del restaurante. Ve a los lados, pero no lo encuentra. Camina hacia delante y lo ve. Lleva su guitarra en una mano. Camina apresurado, cómo si quisiera huir, y tiene el impulso de ir detrás de él.

—¡Aciano! —lo llama una compañera— ¿Sabes dónde están las llaves del depósito?

—Ah... Sí. ¡Sí!

Sus impulsos se vieron obligados a encerrarse en la jaula que es su pecho, y tiene que dejar ir al chico. No está obligado a ayudarlo, a consolarlo, pero por alguna razón quiere hacerlo. No sabe porqué, pero quiere ir a su lado, abrazarlo, decirle que todo está bien, que regrese y que termine su canción. Que todos lo están esperando. Que regrese. Pero no puede hacerlo.

Lo vuelven a llamar.

—¡Ya voy! —grita, y antes de irse de una vez por todas, vuelve a mirar a Dalí, de espaldas, y se lamenta dentro de su cabeza— Ya voy.

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