35. Por su bien
El ruido de los cubiertos chocar con los platos de cerámica le chillan en los oídos mientras los tres almuerzan juntos, como una familia unida. Aquel ruido le permite concentrarse en su hijo, en Dalí. Come sin ningún tipo de remordimientos, como si no tuviera nada que lo molestara o nada que ocultar. Se ve como su inocente y perfecto hijo. Pero es sólo el disfraz que lleva puesto para presentarse ante ella y a su padre, que come de la misma forma que él, fingiendo que nada sucede. Todos en esa mesa son unos mentirosos. Pero al final del juego los ganadores son los que tienen la razón, y Dalí está muy errado.
—¿Cómo te va en la universidad? —pregunta sin tocar su comida.
—Me va muy bien —Dalí sonríe mientras traga—. De maravilla. Pasé la primera prueba de aptitud.
—¿En serio? —ella no está muy feliz por eso.
—¡Sí! En unos días será la segunda y última prueba.
—De seguro que son muy difíciles.
—Sí, pero el esfuerzo lo hace todo.
Se le queda viendo.
Tan tranquilo. Ese de ahí no puede ser el Dalí que conoce, su hijo, al que dio a luz hace 20 años, al que ha criado con los mejores valores y enseñanzas. El Dalí que tiene al frente es un hombre que desconoce, uno corrompido.
Raimundo se le queda viendo por unos segundos, pero ella lo ignora. Si él no hace algo, ella lo hará.
—¿Y dónde te has estado quedando estos días? —pregunta una vez más, esta vez probando su comida.
—En la casa de un amigo —responde él con tanta naturalidad.
—¿Es compañero tuyo?
Dalí duda por unos segundos.
—Se podría decir, pero no estudia la misma carrera que yo —sonríe nervioso, luego ese nerviosismo desaparece y es sustituido por una sonrisa genuina, y la detesta—. Es muy buena persona. Nos hemos hecho muy cercanos y me ayuda con todo. Me presta su casa para estudiar y nos ayudamos mutuamente. Un día de estos se los voy a presentar.
Le da mucha curiosidad conocer a ese amigo suyo, aunque ya siente que lo conoce toda la vida. Un chico que tiene el rumbo perdido, sin futuro, sin ganas de prosperar, y como no es feliz, quiere que los demás sean tan infeliz como él. Conoce muy bien a ese tipo de personas, pero había pensado que había criado muy bien a Dalí como para que fuera lo suficiente inteligente para reconocer a ese tipo de gente. Esto sólo demuestra lo débil que es, y que aún necesita de ella para que su vida sea mejor y perfecta.
—¿Son muy cercanos?
—Sí —deja de hablar por unos segundos, como si buscara las palabras adecuadas—. Es como la persona más cercana que tengo.
Esos ojos suyos, se ven tan brillantes, y aún así no puede ver más allá de ellos. No puede ver la verdad que esconde, y si no fuera por Michael, el hombre que la visitó hace unos días, estaría allí creyéndose todas las mentiras de Dalí. Eso la enfurece. ¿Y cómo que es la persona más cercana que tiene? ¿Por encima de ella? ¿De su madre? ¿Qué tan cercanos son? No quiere ni imaginarse las cosas que han podido hacer juntos en esa casa.
—Me alegra que así sea —dice Raimundo—. Dicen que los amigos a tu edad hay que apreciarlos mucho.
—Sí. Él es tan bueno. Es como si fuera mi alma gemela, o sea, nos llevamos tan bien y es tan divertido, aunque amargado de vez en cuando, y aún así es como un faro de luz. No sé, Aciano es increíble.
—¿Aciano? —pregunta— ¿Se llama Aciano?
—Sí, así se llama.
Se queda en silencio.
Entonces es verdad, es el hijo de Michael, el maldito muchacho que le ha arrebatado a su hijo y lo ha llevado en tan malos pasos. Todo lo que dijo ese hombre es cierto. Tenía en el fondo de su pecho la pequeña esperanza de que fuera mentira, pero Dalí lo acaba de confirmar todo, y eso le rompe el alma.
—Es un nombre muy raro —menciona Raimundo.
—¡Lo sé! Yo le dije lo mismo.
—Nunca lo había escuchado.
—¿Ah, no? Y eso que tú eres más viejo —Dalí ríe, burlón.
Se limita a observarlos conversar. Hablan como si nada, aún Raimundo sabiendo la verdad. ¿Por qué es tan despreocupado? ¿Por qué lo trata como si nada? ¿Es por qué son hombres? Los hombres son tan estúpidos. Sus hombres son tan estúpidos.
—Bueno, me tengo que ir.
—¿Por qué tan rápido? —le pregunta.
—Es que tengo unas cosas que hacer.
—¿Qué cosas? —ataca.
—Unas diligencias, mamá.
—¿Qué diligencias?
—Jeannette —le habla Raimundo.
—Nos vemos después —Dalí le da un beso en la mejilla a su padre y luego a ella, que está más seria de lo habitual— ¿Pasa algo?
—No, no pasa nada. Cuídate, y ten mucho cuidado.
—¿Cuidado con qué?
—Con todo.
—Está bien.
Dalí se va de la casa como si nada. La deja sola, como si ella no valiera nada para él. Últimamente piensa en ese tipo de cosas. Últimamente piensa en todo.
—Yo ya no sé qué vamos a hacer con Dalí —dice con la voz quebrada.
—¿Por qué?
—¿Es qué no te das cuenta? —mira a Raimundo y las primeras lágrimas caen— Dalí nos está mintiendo descaradamente. Está haciendo lo que se le da la gana y ni siquiera nos toma en cuenta en sus decisiones.
—Dalí ya es un hombre.
—¡¿Y eso qué?! ¡Sigue siendo muy joven como para decidir su vida! ¡¿Es que no te duele ni siquiera un poco todo lo que está haciendo?!
—Ni siquiera sabemos si lo que nos dijo ese hombre es verdad.
—¡¿Y es que no te consta?!
—Ni siquiera lo conozco.
—¡¿Y esto qué?! —busca los papeles que Michael les dio— ¿No es nada para ti?
—¡Aún así!
—¡Es tu hijo! ¡Por Dios!
—¡Y me duele!
—¡Pues no parece!
El toqueteo de la puerta los interrumpe.
Jeannette en su rabieta deja solo a Raimundo y abre la puerta.
—Buenas tardes.
—¿Quién es? —pregunta cortante.
—Yo... Saúl Ramírez.
Ha escuchado ese nombre antes, de alguna parte, su cabeza palpita.
—Soy productor musical, estoy buscando a Dalí Zambrano. Vi que es cantante, y tiene muy buena voz. Con unos compañeros estamos desarrollando una nueva disquera y estamos interesados en Dalí. Envié una carta, de hecho debió haber llegado hace días. Ahí le explicaba los detalles y le decía que vendría a verlo para hablar sobre la propuesta del contrato. Realmente él tiene mucho—
—Váyase —lo interrumpe— ¡Váyase de aquí!
—¿Está todo bien?
—¡Qué se vaya, maldita sea! ¡Ni Dalí ni nadie está interesado en su estúpida disquera ni su estúpida música!
El hombre está inmutado ante su furia. No le importa y cierra la puerta con fuerzas. Se vuelve a la sala y se encuentra a Raimundo de pies.
—¿Qué te pasa? ¿Quién era?
—¡Era ese maldito productor que le mandó la carta a Dalí! —toma todos los papeles que le había dado Michael y comienza a tirarlos al piso.
—¡¿Qué estás haciendo?! ¡¿Estás loca o qué?!
—¡Estoy haciendo lo mejor para Dalí! —rompe todos los papeles que se encuentra mientras las venas en su cuello se asoman— ¡Nadie va a hacer que Dalí sea un parásito!
—¡¿Y tenías que hacer todo ese escándalo?!
—¡Por Dalí haría cualquier cosa!
Encuentra la carta de la disquera y la arruga entre sus manos.
—¡Deja eso! —Raimundo trata de quitarle la carta pero ella es más rápida.
—¡Y tú deja de ser tan estúpido! ¡¿Qué es lo qué te pasa?! ¡Ves que Dalí se hunde en la mierda y no haces nada por él! ¡No te importa! ¡¿Es eso verdad?!
—¡Claro que sí me importa!
—¡¿Y entonces por qué actúas así?! ¡Cómo!... —empieza a llorar— ¡Cómo sí no te importara nada!
—Jeanette... —él se acerca y la envuelve en sus brazos— tú sabes que tú y Dalí son todo para mí, ¿cómo vas a decir todo eso?
—Es que me siento tan... tan sola en todo. ¡Hago todo porque esté bien! Y parece que todo empeora...
—No estás sola. Nunca lo has estado —él besa la coronilla de su cabeza.
—Sí... Es cierto —dice con la frente acurrucada en el pecho de su esposo, y en el descuido de él, rompe la carta— te tengo a ti. Siempre te he tenido a ti.
—¿Qué haces? —Raimundo se sorprende al ver los trozos de la carta en sus manos.
—Hago lo mejor para Dalí. Hago lo mejor para nosotros. ¿Tú también lo harás? ¿Por mí? ¿Por Dalí? ¿Por tu familia?
Lo mira a los ojos. No hay respuesta inmediata. No son los ojos decisivos que solían ser hace años. Los ojos que la apoyaban en todo. Ahora son ojos que dudan, pero algo cambia en ellos. Él suspira, y eso es una señal de que ella ha ganado.
—Sí... —responde él.
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