Preludio

Desde que tenemos conciencia, una de las primeras cosas que nos enseñan es que el ser humano cuenta con 5 sentidos: el tacto, el gusto, el olfato, la vista y la audición. Incluso hay personas que creen en la existencia de un sexto sentido, el cual nos mantiene siempre alerta, alguna clase de intuición que nos advierte una situación.

Pero lo que no se dice es que las personas, animales o cualquier organismo con vida pueden desarrollar más de un solo sentido en algunas situaciones. Son capaces de actuar con el sentido más común que todo ser vivo cuenta, el sentido de la supervivencia. 

Desde los inicios de la Tierra, cada especie que habita o algún día estuvo en ella sabe de la existencia de la ley universal que necesitan cumplir para sobrevivir. Cada organismo vivo hace todo lo posible para permanecer con vida, incluso si eso significa tener que acabar con la existencia de otro ser. La ley del más fuerte siempre triunfa sin importar las consecuencias y sin respetar la vida misma de otros. En este y en cualquier mundo, solo sobreviven los más fuertes, los más audaces, los más inteligentes y, sobre todo, el que domine mejor cada uno de sus sentidos.

—Beth, apresúrate, se nos hará tarde —la voz de su padre, aunque firme, transmitía una mezcla de urgencia y paciencia, como si comprendiera la lucha de su hija contra el despertar.

Los primeros rayos del amanecer, tímidos y dorados, se filtraban con delicadeza por las rendijas entre las cortinas de la habitación de Beth. La niña yacía en su cama, envuelta en sábanas que parecían haber sido diseñadas por los mismos dioses del sueño. Su pequeño cuerpo, de aspecto frágil, reposaba en un estado de plenitud y comodidad que solo los niños saben experimentar.

La voz de su padre, un eco firme y decidido, resonó desde el otro lado de la puerta, rompiendo la paz y el encanto del sueño. Los golpes secos y persistentes en la puerta parecían martillar en su conciencia, como un recordatorio incesante de que el mundo la esperaba más allá de las sábanas.

La niña, con los ojos entrecerrados y un ceño adormilado, resistía con todas sus fuerzas el llamado del nuevo día. Sus pequeñas manos se aferraban a las sábanas con una determinación casi heroica, como si el simple acto de mantenerlas cerca pudiera retrasar la llegada de la realidad.

El aire acondicionado, con su constante zumbido, añadía un toque de frescura a la habitación. Sin embargo, también hacía que las sábanas fueran un refugio aún más acogedor. Beth se sentía tentada a quedarse allí, en ese lugar donde los sueños eran más vivos y las preocupaciones quedaban suspendidas en el aire.

Pero la voz de su padre no dejaba lugar para la complacencia. Cada golpe en la puerta era un recordatorio de que el tiempo avanzaba implacablemente. La niña sabía que, tarde o temprano, tendría que rendirse ante el nuevo día.

Con un suspiro de resignación, Beth comenzó a moverse entre las sábanas. Cada movimiento era un pequeño acto de valentía, un paso hacia el mundo exterior que la aguardaba con sus desafíos y aventuras. Sus pies pequeños buscaron el suelo con torpeza, mientras ella luchaba por librarse del cálido abrazo de las sábanas.

El reloj en la pared avanzaba inexorablemente, y la necesidad de levantarse se volvía más apremiante. Su padre, desde el otro lado de la puerta, seguía recordándole que el tiempo no esperaba a nadie, y que el día ya estaba en marcha.

—Sí, ya voy, ya voy —respondió con un tono de voz un poco gruñón, pero con la determinación de enfrentar el día que se presentaba ante ella.

La niña, ahora sentada en el borde de la cama, bostezó con un gesto adorable y somnoliento. Sus ojos, que antes parecían apenas entreabiertos, comenzaron a destellar con curiosidad y un toque de somnolencia mientras asumía gradualmente la realidad del nuevo día que se avecinaba.

Sus manitas se frotaron los ojos, disipando los últimos rastros del sueño, mientras se preparaba para dejar atrás el cálido olor de sus sábanas y abrazar las aventuras que la esperaban fuera de su refugio nocturno.

Ella luchaba por mantener los ojos abiertos mientras avanzaba hacia el baño. El sueño todavía se aferraba a ella, como una sombra que se niega a desaparecer. El agua caliente de la ducha se sentía como una caricia en su piel somnolienta, y poco a poco comenzó a recuperar la plena conciencia.

El sonido del agua que caía y el vapor que llenaba el pequeño espacio del baño parecían disolver las últimas brumas del sueño. Beth se tomó su tiempo bajo el agua, disfrutando de cada segundo de esa pequeña indulgencia mañanera. Sabía que una vez que saliera de la ducha, el mundo la reclamaría con todas sus demandas y responsabilidades.

El agua fría que corría sobre su cuerpo la ayudó a despertar por completo. Se enjabonó el cabello y el cuerpo, sintiendo cómo la espuma y el aroma fresco del jabón la revitalizaban. La ducha era su refugio personal, un breve momento de paz antes de enfrentar el bullicio del mundo exterior.

Después de secarse y vestirse, salió de su habitación con un paso más enérgico. Bajó las escaleras con determinación, lista para enfrentar el día que tenía por delante. Pero antes de llegar al comedor, fue recibida por una explosión de alegría.

Su pequeño pastor alemán, un torbellino de energía y entusiasmo, saltó sobre ella con una emoción contagiosa. Sus patitas golpearon el suelo con un patrón de baile caótico mientras ladraba con alegría. La pequeña se inclinó hacia él, y el perro respondió con lamidas y movimientos juguetones.

Los ojos de la niña brillaban con afecto mientras jugaba con su leal compañero. El perro, con la lengua fuera y la cola enérgicamente agitada, era la personificación de la felicidad. Se notaba que amaba a su dueña, y ella correspondía con caricias y palabras cariñosas.

—Sí, sé que te gusta que te rasque la barriga —dijo con una sonrisa, rascando con afecto la barriga del perro.

La complicidad y el cariño entre ellos eran evidentes, y esos momentos de juego y ternura eran un recordatorio de las pequeñas alegrías que el día traía consigo. Beth continuó jugando con su perro durante unos minutos más, antes de que su padre la llamara desde la cocina.

—Apresúrate, se nos hará tarde —la voz de su padre sonaba impaciente y preocupada.

La niña suspiró y se levantó del suelo, dejando que su perro se relajara después de la sesión de juego. Caminó hacia la cocina, donde su padre ya había preparado el desayuno. El aroma de las tortitas recién hechas llenaba el aire, y Beth sintió un destello de emoción.

—Buenos días, cariño. Hoy tienes un día importante en la escuela, ¿recuerdas? —su padre le sonrió con ternura mientras le servía un plato de tortitas calientes.

—Sí, lo sé. —Asintió la pequeña, aunque aún se sentía un poco adormilada.

La niña y su padre compartieron el desayuno en silencio, disfrutando de la comida y la compañía mutua. Sabía que su progenitor se preocupaba mucho por su educación y siempre la alentaba a esforzarse al máximo en la escuela.

Después de desayunar, Beth se apresuró a lavarse los dientes y a prepararse para el día. Se vistió con su uniforme escolar y se aseguró de que su mochila estuviera lista con todos sus libros y cuadernos.

Su padre la acompañó hasta la puerta de la casa, donde el perro también se despidió de ella con tristeza en los ojos. La niña le prometió que jugarían más tarde y luego se dirigió a la escuela de la mano de su progenitor.

—Lindo día —dijo con cariño el hombre, viendo cómo su hija se alejaba del vehículo.

Beth se encontraba parada frente a la entrada de la escuela, sintiendo las miradas de sus amigos y compañeros de clase que la observaban mientras su padre le expresaba su amor de una manera un tanto embarazosa para ella. A pesar de sus diez años, seguía siendo su "pequeña" a los ojos de su padre, y aunque sabía que sus palabras venían llenas de amor y orgullo, no podía evitar sentirse incómoda frente a sus amigos.

—Si papá, ya no soy una niña pequeña —murmuró en un intento de suavizar la situación, aunque las risas y las miradas curiosas de sus compañeros ya se habían desencadenado.

Su padre captó la incomodidad de Beth y asintió con una sonrisa comprensiva. Sabía que a veces podía resultar abrumador con su afecto, pero no podía evitarlo.

—Aunque ya tengas diez años, siempre serás mi niña —le recordó con cariño antes de expresar su amor de una manera más discreta—. Te amo.

Beth se sintió un poco aliviada por la forma en que su padre cambió su enfoque, y respondió con un susurro.

—Yo también te amo.

Una vez que su padre se fue, Beth se dirigió a la entrada de la escuela y saludó a sus amigos, tratando de recuperar su compostura y mantener la frente en alto. A pesar del pequeño episodio, sabía que su padre solo estaba tratando de mostrarle cuánto la quería y lo orgulloso que estaba de ella.

Continuó su día en la escuela como de costumbre, participando en las clases y compartiendo risas con sus amigos. A medida que el día avanzaba, la incomodidad se desvaneció y el amor y el orgullo de su padre se convirtieron en una fuente de fortaleza y confianza.

Sin embargo, en medio de la clase de matemáticas, la fiebre golpeó. Su rostro comenzó a sentirse caliente, como si una antorcha estuviera ardiendo en su interior. El sudor empezó a empapar su frente, y sus ojos se volvieron vidriosos. Intentó concentrarse en las lecciones, pero cada número y fórmula se mezclaba en una neblina confusa. Sentía como su cuerpo cambiaba de manera repentina a un cambio de temperatura brusco, calentando sus párpados.

Lo que al principio parecía un ligero malestar, pronto se convirtió en una experiencia angustiosa. El calor interno se propagó rápidamente, como una fiebre forestal incontrolable. Sus extremidades comenzaron a sentirse pesadas y rígidas, y un dolor punzante en sus articulaciones la hizo retorcerse en su silla. Era como si sus huesos internos dolieran como si hubieran sido golpeados toda la noche anterior.

El dolor era tan fuerte que podía sentir contracciones y dolores musculares, dificultando la tarea de tomar el lápiz y realizar anotaciones en su cuaderno. Intentó resistir, aferrándose a su escritorio con manos temblorosas. Sabía que algo no estaba bien, pero estaba decidida a no mostrar debilidad frente a sus compañeros.

Finalmente, el malestar se volvió insoportable. Beth levantó la mano y preguntó tímidamente a la profesora si podía ir al baño. Sus compañeros de clase se volvieron para mirarla, algunos con curiosidad y otros con preocupación. La profesora asintió, y ella abandonó el aula, tratando de ocultar su malestar.

Una vez en el baño, Beth se miró en el espejo. Lo que vio la asustó aún más. Su palidez era evidente; sus labios habían perdido su color natural, y su piel tenía un tono cetrino. Sus ojos, normalmente brillantes, con energía y entusiasmo, estaban apagados y cansados. El sudor brotaba por su frente a chorros, empapando su uniforme escolar.

La pequeña intentó recomponerse y regresar al salón, pero su cuerpo no pudo soportarlo más. En medio del pasillo, sus piernas cedieron, y ella se desplomó en el suelo. Sus compañeros de clase y otros estudiantes que pasaban por allí se apresuraron a su lado, creando una fuerte preocupación y un enjambre de voces alarmadas.

La fiebre había ganado la batalla, y Beth se encontraba indefensa en medio de la escuela. La preocupación y el temor llenaron su mente mientras trataba de comprender lo que estaba sucediendo. Su padre fue llamado de inmediato, ella necesitaba atención médica urgente.

La situación en el hospital se volvía cada vez más caótica y desesperante. El padre de Beth, llevándola en brazos, había llegado buscando ayuda desesperadamente, solo para encontrarse con una sala de emergencias desbordada de pacientes. La recepcionista, visiblemente abrumada, le explicaba que estaban colapsados y que debía esperar su turno.

La mirada del hombre reflejaba angustia y frustración mientras observaba impotente a su hija, quien seguía experimentando convulsiones y ataques epilépticos. Cada momento que pasaba era crucial, y la falta de atención médica adecuada solo empeoraba la situación.

—Por favor, es solo una niña, necesita atención médica cuanto antes —suplicaba el padre, sus ojos llenos de desesperación.

Sin embargo, la respuesta siguió siendo la misma: el hospital estaba desbordado, y debían esperar su turno. El padre de Beth sentía que el tiempo se les escapaba de las manos, y no podía permitirse perder más tiempo.

Mientras aguardaban en la abarrotada sala de espera, otras personas llegaban con síntomas similares. La epidemia de convulsiones, ataques epilépticos y fiebre inexplicables estaba afectando a personas de diferentes edades y orígenes. La preocupación y el miedo llenaban el ambiente, y la incertidumbre se apoderaba de todos.

Beth continuaba sufriendo, y su padre, incapaz de hacer más que esperar, la sostenía con amor y desesperación. Las horas parecían eternas, y la angustia aumentaba con cada minuto que pasaba sin recibir ayuda médica.

La sala de emergencias del hospital se había convertido en un microcosmos de sufrimiento y ansiedad, donde las vidas de los pacientes pendían de un hilo. La causa de esta epidemia misteriosa seguía siendo desconocida, y solo el tiempo diría si Beth y los demás afectados encontrarían la atención y el tratamiento que necesitaban para sobrevivir a esta terrible enfermedad.

El regreso a casa fue sombrío y desalentador. La situación en el hospital no había proporcionado ninguna respuesta sólida ni un tratamiento efectivo. El padre, desesperado y frustrado por la falta de respuestas, había optado por llevar a su hija de vuelta a casa, donde esperaba que encontrara al menos un poco de comodidad mientras luchaba contra la enfermedad que la aquejaba.

El viaje de regreso fue silencioso, solo interrumpido por el débil gemido de Beth mientras intentaba lidiar con la fiebre y los dolores que la asediaban. Estaba claro que su salud se deterioraba rápidamente, y la impotencia del padre era palpable.

Al llegar a casa, el padre cuidadosamente colocó a la pequeña en el sofá. La niña, que normalmente rebosaba de energía y vitalidad, ahora se encontraba en posición fetal, tratando de encontrar algún tipo de alivio en medio de su malestar. Su piel estaba pálida, sus ojos apagados y su cuerpo temblaba con fiebre.

El padre observaba impotente a su hija, deseando poder hacer algo para aliviar su sufrimiento. Se sentía atrapado en una pesadilla sin fin, donde la enfermedad había robado la alegría y la vitalidad de su pequeña.

La mirada de niña, cansada y enferma, se encontró con la de su perro, pero en lugar de la alegría y lealtad de siempre, vio en sus ojos una mirada de incertidumbre y defensa. La situación en la casa se volvió aún más caótica y aterradora cuando su fiel compañero, el pastor alemán, cambió su actitud por completo.

—¿Pelusa? —susurró Beth con sus últimas fuerzas, observando con asombro el extraño comportamiento de su mascota.

En lugar de responder al llamado de su dueña, el perro comenzó a ladrar ferozmente, como si la pequeña fuera una completa desconocida. Sus ladridos eran agresivos y llenos de rabia, mostrando sus afilados dientes y gruñendo como si estuviera enfrentando una amenaza mortal.

La sorpresa y el miedo se apoderaron de Beth mientras intentaba entender por qué su querido animal la estaba atacando de esa manera. Con sus últimas fuerzas, trató de acercarse a él para calmarlo, pero el perro se abalanzó sobre ella descontroladamente, como si estuviera defendiéndose de un enemigo.

Los gritos desesperados de la pequeña llenaron la sala, y su padre actuó con rapidez para separar a la mascota de su hija. El padre estaba sobresaltado y confundido por la repentina agresión.

—¿Qué te pasa, estúpido animal? ¡Es Beth, tu dueña! —exclamó el padre mientras sujetaba al cachorro y lo alejaba.

Para evitar futuros ataques, el padre decidió atar al perro a una distancia segura. Aunque no comprendía la razón detrás del comportamiento de Pelusa, pero tenía asuntos más urgentes que atender, como el bienestar de su hija enferma.

La situación en la casa empeoraba. Los síntomas que antes eran preocupantes se habían vuelto aún más agresivos y devastadores. La joven comenzó a toser sangre, un síntoma que llenó de pánico al hombre.

El padre no pudo evitar derramar lágrimas de preocupación y desesperación. Se sentía completamente impotente ante la situación. Los hospitales estaban colapsados, y nadie parecía tener respuestas o soluciones para esta extraña enfermedad que estaba afectando a su hija.

Lo único que podía hacer en ese momento era brindarle consuelo a su hija. La sentó en el sofá y la acarició suavemente mientras miraban juntos una caricatura en la televisión. Aunque su corazón estaba lleno de preocupación, trató de mantener la calma y ocultar su angustia.

Las horas pasaron lentamente, y tanto el padre como la hija se quedaron dormidos en el sofá, agotados por la fatiga y la tensión emocional. Sin embargo, en medio de la noche, el padre se despertó sobresaltado debido a un intenso dolor en el cuello.

Se levantó con cuidado, y notó que Beth ya no estaba con él, y comenzó a buscarla por toda la casa. Su corazón latía con fuerza y la preocupación lo invadía mientras recorría cada rincón. Finalmente, decidió dirigirse a su habitación, pero lo que encontró allí lo dejó completamente aterrorizado.

En el suelo de la habitación yacía un gran charco de sangre, de un color oscuro y espeluznante que contrastaba fuertemente con el blanco de las sábanas. El padre se quedó paralizado por la horrorosa escena que se desarrollaba ante sus ojos. Su mente comenzó a imaginar lo peor mientras la sangre en el suelo hablaba de un empeoramiento drástico en la condición de su hija. Las lágrimas volvieron a inundar sus ojos mientras luchaba por comprender lo que estaba sucediendo y cómo podría ayudar a su amada hija en medio de esta pesadilla aterradora.

La sangre en el suelo actuaba como un macabro rastro que el padre siguió hasta el baño de la habitación. La preocupación y el miedo llenaban su mente mientras se acercaba lentamente a la puerta entreabierta del baño.

—¿Beth? ¿Estás aquí, cariño? —susurró, su voz temblorosa y ansiosa.

Cada paso que daba aumentaba la intensidad de sus latidos, como si su corazón estuviera tratando de advertirle que algo estaba terriblemente mal. Perlas de sudor se formaron en su frente mientras sus piernas temblaban involuntariamente.

Cuando finalmente estuvo lo suficientemente cerca de la puerta, los extraños sonidos que provenían del interior se hicieron más audibles y perturbadores. Eran ruidos que no podía identificar por completo, una combinación de mordiscos, gruñidos y algo más oscuro y retorcido.

Su padre empujó la puerta con cuidado y entró en el baño, solo para encontrarse con una escena que nunca habría imaginado en sus peores pesadillas.

El charco de sangre en el suelo era el centro de atención, pero no era lo más aterrador. En el suelo, arrodillada junto al cadáver deformado de su pequeño pastor alemán, estaba Beth. Su hija estaba involucrada en una actividad incomprensible y aterradora.

La pequeña, quien en otro momento había sido una niña inocente y querida, ahora estaba atrapada en un frenesí de violencia y canibalismo que desafiaba toda lógica y explicación.

Sus pequeños dientes, que en otro tiempo habían mordisqueado dulces y juguetes, ahora se clavaban en la carne y los huesos del pastor alemán con una ferocidad impactante. La sangre salpicaba su rostro y sus manos, tiñendo su piel pálida de un espeluznante tono escarlata. Con cada mordisco y cada rasguño, sus dientes actuaban en perfecta armonía, como si estuvieran dirigidos por una fuerza maligna y siniestra.

Los huesos de las costillas del perro eran triturados sin piedad entre los dientes de Beth, emitiendo un crujido inquietante que resonaba en la habitación como una siniestra sinfonía de horror. Su dentadura parecía inmune a la dificultad de los huesos, como si fueran aspas de una licuadora que trituraban todo a su paso.

Las patas traseras del cachorro yacían totalmente destrozadas y fracturadas en una posición grotesca y antinatural, como si alguien las hubiera retorcido y arrancado con violencia. Esta visión macabra permitía ver el interior del animal, revelando una anatomía que había sido expuesta de manera cruel y espantosa.

La cabeza del pastor alemán también había corrido la misma suerte despiadada, encontrándose desmembrada del cuerpo a pocos metros de distancia. En su lugar, solo quedaba el cráneo, despojado de sus ojos y otras partes que habían sido devoradas por la niña. El cráneo parecía un oscuro trofeo en medio del horror que se desplegaba en la habitación.

La escena era completamente perturbadora y aterradora. Y la pequeña no parecía comprender la atrocidad. Su piel estaba salpicada de sangre, su ropa manchada y rasgada, y su mirada vacía reflejaba la oscuridad que había tomado posesión de ella.

—¿Beth? —expreso incrédulo.

El padre, presa de una inmensa conmoción, no podía creer lo que estaba presenciando. Sus ojos se abrieron desmesuradamente mientras observaba, en estado de shock, su propia hija, cometía un acto inhumano y macabro. Los gritos de angustia se ahogaron en su garganta cuando vio lo que ella estaba haciendo.

Beth, ajena a la realidad y envuelta en un frenesí insano, había dejado de lado al cadáver del cachorro que antes sostenía. Su mirada, otrora inocente, ahora era un pozo de maldad y desequilibrio. Sus ojos, vidriosos y sin pupilas, parecían haber perdido cualquier vestigio de humanidad. Los dientes que antes eran pequeños y blancos, habían crecido de manera espeluznante, deformados y amenazantes.

En ese momento, el padre dejó de ver a su dulce niña. La reconocía solo como una criatura monstruosa y salvaje, completamente desprovista de cualquier rastro de racionalidad. El horror se apoderó de él mientras intentaba retroceder, pero fue demasiado tarde.

Con una velocidad impactante, Beth se abalanzó sobre su padre, quien apenas tuvo tiempo de reaccionar. En medio de la pesadilla que estaba ocurriendo en su propia casa, el padre luchaba desesperadamente por su vida, atrapado en una situación inimaginable.

El mordisco inicial de Beth en su pecho había sido brutal y sanguinario. Sus dientes se hundieron en su carne, aferrándose como garras afiladas en su pectoral y pezón. La agonía fue inmediata y atroz, pero la sorpresa y el horror de ver a su hija convertida en algo inhumano lo paralizaron.

La sangre brotó como una fuente, empapando a ambos en un líquido rojo oscuro. El hombre cayó al suelo, su mente luchando por comprender lo que estaba ocurriendo. Mientras Beth arrancaba un trozo de piel y pezón con ferocidad, el padre miraba su propia carne desgarrada.

Beth no se detenía, su rostro deformado por la locura y la violencia. Mordía y arrancaba todo a su paso, como un depredador enloquecido. Con una fuerza sobrenatural, comenzó a rasgar el abdomen de su padre, haciendo pedazos la carne y exponiendo sus intestinos retorcidos.

Los intestinos se deslizaron lentamente hacia el suelo, como serpientes ensangrentadas que se retorcían. Beth los agarraba con avidez, como si estuviera excavando en busca de un tesoro oculto en las entrañas de su padre. El dolor era insoportable, y la mente del hombre se sumía en una mezcla de náusea y terror indescriptibles.

Los gritos desgarradores llenaban la casa, pero no había nadie que pudiera escucharlos o ayudarlos. La habitación estaba impregnada de un hedor nauseabundo y la sangre goteaba de las paredes y el techo, creando un ambiente surrealista y espeluznante.

Beth, en su frenesí de violencia, finalmente llegó al corazón de su padre. Con un último y brutal mordisco, lo arrancó de su pecho, liberando una cascada de sangre que salpicó su rostro. El hombre dejó escapar un último gemido de agonía antes de que la vida lo abandonara por completo.

La pequeña, ahora completamente cubierta de sangre y con restos de carne y órganos en su boca, se quedó allí, mirando inexpresivamente el cuerpo destrozado de su padre. La habitación estaba sumida en un silencio espeluznante, roto solo por la respiración entrecortada de Beth y el sonido del líquido vital goteando de sus labios deformados.

En ese momento, la pequeña Beth ya no existía, solo quedaba una criatura de pesadilla que había emergido de las sombras de la enfermedad y la violencia. La casa, que alguna vez fue un lugar lleno de amor y alegría, se había convertido en un escenario de horror indescriptible.

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