Capítulo 6 - La tregua imposible


Después de días de una ansiedad abrumadora y sin descanso, Helena decidió que era hora de tomarse un merecido respiro. La bola de cristal solía ser su fiel confidente en la predicción de los destinos ajenos, pero ahora se había transformado en su peor enemiga. El hecho de vislumbrar su propia muerte había dejado una profunda huella en su interior, y ya no podía evitar imaginar las múltiples maneras en que el destino podría llevarla consigo al más allá.

El plan era bastante simple: alejarse de todo por un rato y seguir el consejo de su amiga Inés para desconectar por completo de su entorno habitual. Helena había corrido las cortinas en su hogar acogedor decorado con velas y telas coloridas; solo el aroma a incienso la acompañaba en ese momento. Un cartel colgado en la puerta anunciaba "Cerrado por unos días", mientras que su teléfono permanecía apagado.

Ese día estaba reservado para la calma y la reflexión personal.

Caminó hacia el mercado local que solía ser su cable a tierra. Habitualmente disfrutaba del bullicio de los comerciantes y el colorido de las frutas en los puestos bajo la luz del sol del día siempre le daba una sensación de vida simple que a veces ansiaba y la hacía valorar el seguir viva y no perderse en sus visiones. Pero esta vez todo parecía distinto, mientras recorría los puestos una manzana brillante captó su atención. Era roja, casi perfecta, pero de alguna manera le recordaba al veneno letal de los cuentos de hadas que su madre le contaba cuando era niña antes de dormir. Poseía algunas áreas arrugadas y más oscuras que el característico rojo de esa fruta.

«¿Y si muero intoxicada?» pensó soltando la manzana repentinamente como si quemara sus manos sin percatarse que casi metía la manzana en su bolsa de compras sin darse apenas cuenta del estado de la fruta. Se movió hacia atrás chocando contra un señor panzón que le lanzaba miradas de reojo mientras organizaba algunas cajas de frutas a un lado. El hombre le preguntó si se encontraba bien o si algo mal había ocurrido pero ella no logró reaccionar de manera instantánea ante su interrogante.

—Nada —dijo ella mientras dirigía su mirada hacia las frutas.

Intentó tranquilizarse al comprar algunas cosas y volver a casa. Pero el viaje resultó igualmente inquietante cuando un ómnibus pasó demasiado cerca de la acera y salpicó un charco de agua sucia que alcanzó sus sandalias. Era la línea 148 e iba hacia Aviación. Helena enseguida dio un salto ante el contacto como si el líquido pudiera corroer su piel al instante. Sintió la suciedad del agua y cómo sus pies ardían. Con un paso acelerado evitó las miradas de los demás.

A medida que avanzaba por la calle solitaria y silenciosa, cada ruido parecía adquirir un tono más amenazante en sus oídos en constante alerta. El estruendo repentino y ensordecedor de una moto que se aproximaba desde detrás la obligó a pegarse al muro de un edificio cercano. «Podría haberme atropellado» pensó para sí misma, sintiendo las palpitaciones aceleradas de su corazón. Miró al motociclista, un joven distraído con auriculares que apenas notó su presencia. Sin embargo, para Helena, aquella situación había representado una suerte inesperada y casi milagrosa.

Mientras caminaba por la calle vio a un perro callejero acercándose con timidez hacia ella mientras sacaba la lengua y dejaba caer un poco de saliva al suelo sucio de la calle. A pesar de que no parecía amenazador, su aspecto descuidado y su mirada suplicante la hicieron retroceder enseguida. Pensó que tal vez tenía rabia o algo peor como una mordida infectada. Su mente no dejaba de imaginar escenarios aún más horribles que el anterior. Dio media vuelta de forma apresurada ignorando los lastimeros aullidos del animal que se quedó mirándola confundido.

Al regresar a casa exhausta y agotada cerró la puerta de forma brusca y se recostó sobre ella para recuperar el aliento con rapidez. Frotó sus pies con intensidad en busca de un alivio momentáneo. Le asaltaba la preocupación de haberse expuesto a bacterias a través del agua estancada que pudieran ingresar por alguna pequeña herida abierta en su piel. Su pecho subía y bajaba agitadamente por la ansiedad del momento y el miedo que le causaba el hecho de ser consciente de que cualquier situación cotidiana podría ser la desencadenante de su muerte. Las bolsas repletas de compras derramaron su contenido al chocar contra el suelo y las frutas rodaron sin control golpeando las patas de la mesa que estaba frente a ella. Helena las observó caer y rodar pero decidió no levantarlas por el momento. «Tal vez una de ellas esté contaminada» pensó mientras se alejaba caminando despacio.

Se dejó caer en el sofá sintiendo una mezcla de cansancio y miedo que la abrumaba por completo. Observaba el techo que de repente pareció acercarse a ella de manera asfixiante. Las sombras de las velas danzaban en las paredes creando formas que en su estado de ansiedad se transformaban en monstruos amenazantes alimentados por el miedo que la consumía. Cerró los ojos intentando controlar su respiración pero incluso la oscuridad detrás de sus párpados se vio invadida por imágenes aterradoras.

El aroma del incienso solía ser reconfortante para ella, pero ahora lo percibía como un humo pesado que parecía estar afectando su salud segundo tras segundo. A su mente se le venían imágenes de un incendio del cual no podía escapar si se quedaba dormida. Decidió abrir los ojos y apagar todas las velas y el incienso de inmediato al notar que oscilaban de manera sospechosamente intensa debido al viento.

Intentó tranquilizarse: «No puede ser tan grave», reflexionó mientras sentía el agotamiento invadir sus entrañas. «Tengo que mantener la calma», se dijo a sí misma en un intentó de recuperar la compostura, pero su propia voz le resultaba extraña y distante en ese momento, como si otra persona estuviera imitándola. Abrió los ojos y se encontró frente a la bola de cristal que reposaba sobre la mesa. Allí estaba ella: brillante y en silencio. Pero su reflejo pareció devolverle una mirada acusadora; como si supiera de antemano aquello que Helena evadía enfrentar.

«Capaz... tendría volver a mirar», pensó de manera temerosa ante la idea que la asustaba pero que no podía descartar con facilidad de su mente. Quizás podría verificar si su muerte no se aproximaba en ese momento exacto de la vida y que quizás era solo una jugada del destino en su contra. O tal vez podría hallar un modo de evitarlo, de burlar al destino, si eso fuera en realidad posible.

Se incorporó lentamente del sofá y sintió el frío del suelo bajo sus pies descalzos mientras se acercaba a la bola brillante que parecía palpitar con misterio ante ella, como si la llamara hacia sí misma. Al estirar la mano para tocarla suavemente un ruido seco rompió el silencio de la sala. Algo había caído al suelo en la parte posterior de donde estaba parada. Sorprendida por el sonido repentino se giró con rapidez para encontrarse frente a frente no solo con el brillo de las frutas frescas, sino también por una naranja que había rodado más allá de la bolsa del mercado hasta detenerse junto a los pies del sofá. La superficie reluciente pareció inofensiva a simple vista para Helena, sin embargo, no pudo evitar imaginar la presencia de pesticidas u hongos y hasta algo aún más letal que pudiera estar ocultándose en su interior.

Retrocedió un paso y perdió el equilibrio antes de caer al suelo de forma brusca. La bola de cristal en la mesa se tambaleó sutilmente mostrando signos reveladores de peligro inminente que aguardaban a Helena en su destino incierto entre dos temores paralizantes: decidir si enfrentaba su propia mortalidad o dejarla a merced del azar sin buscar respuestas pendientes. Las manos de Helena temblaban por la tensión del momento crítico que la había envuelto de forma repentina. Un gemido sordo luchaba por escapar de sus labios mientras cerraba los párpados con fuerza para intentar bloquear el terror latente que se apoderaba de sus sentidos. El eco dispersado del gemido parecía extenderse por todo su hogar como una señal alarmante ante lo inevitable que se avecinaba. Luego, el silencio, el cual se apoderó gradualmente anulando cualquier rastro de sonido o movimiento a su alrededor.

Cuando abrió los ojos de nuevo y miró la bola de cristal frente a ella se dio cuenta de que algo había cambiado en su interior. Ahora no reflejaba su rostro, sino el de otra persona —una figura sombría de sonrisa retorcida y mirada penetrante que parecía disfrutar de su angustia—, era El "Maestro", como solían llamarlo. Un escalofrío recorrió su espalda mientras veía cómo la figura parecía intentar escapar del cristal.

Helena se arrastró hacia atrás por el suelo sin poder apartar la vista de la figura en la bola de cristal. El "Maestro" tenía una sonrisa pérfida que parecía alargarse cada vez más como si disfrutara de su miedo etéreo. Su sombra dentro del cristal comenzó a extenderse oscureciendo la claridad que antes reflejaba la luz de las velas apagadas.

Un golpe contundente resonó en la mesa y la bola vibró con vida propia mientras emitía un suave murmullo que Helena no podía descifrar completamente pero que sentía en lo más profundo de su ser. Algo se movía en el ambiente de forma pesada y densa, estar en ese apartamento que antes representaba su refugio ahora le oprimía los sentidos.

—¡No! —gritó Helena entre sollozos de miedo mientras extendía la mano para apartar la bola de la mesa, pero un calor intenso la detuvo en seco antes siquiera de tocarla. La energía que desprendía era tan ardiente que no podía ni acercarse siquiera. La figura fantasmal reflejada en el cristal esbozó una sonrisita maliciosa. Su risa inaudible resonaba vibrante en su mente.

—¿Crees que puedes escapar de tu destino tan fácilmente? —Una voz áspera retumbó en su mente de manera clara y burlona al mismo tiempo que Helena identificaba de inmediato a quién le pertenecía. El Maestro. Aunque no era la primera vez que se manifestaba ante ella de este modo peculiar y casi tangiblemente real nunca había experimentado su presencia de una forma tan impactante antes.

—No quiero nada de vos —murmuró Helena entre temblores al tiempo que llevaba sus manos hacia las sienes en un intento por ahogar el ruido molesto que la invadía en su mente. Sus dedos se enredaban en su pelo con desesperación, como si de alguna manera pudiera alejar la intrusión mental—. ¡Quiero que me dejes en paz!

—¡Oh, Helena querida! Ya es demasiado tarde para eso... Me llamaste aunque no lo recuerdes —La voz continuó resonando a su alrededor como el ahorcamiento letal de una serpiente que acorralaba a su presa.

El Maestro se inclinó hacia adelante y por un instante Helena creyó ver una mano esquelética surgiendo de la superficie transparente. Su propia imagen se distorsionaba como el agua y un dedo largo y huesudo rompió la barrera entre ambos mundos. Entre el espiritual y el de los sentidos.

Helena dio un grito ahogado y retrocedió hasta toparse contra la pared fría de la habitación; deseaba cerrar los ojos pero algo en su interior le impedía apartar la mirada de aquella escena macabra que se desarrollaba frente a sus ojos. La mano del misterioso "Maestro", envuelta en una oscura aura semejante al carbón ardiente en medio del infierno, y decorada por uñas largas y carcomidas como su propia alma angustiada golpeó la mesa produciendo un sonido ominoso y hueco que resonó en todo el lugar. Después de ese primer impactante golpe surgió lentamente el resto del brazo, y detrás de él asomó un rostro pálido y demacrado que parecía ser el eco de una pesadilla grotesca.

—Dejame tranquila, no te llamé —susurró Helena entre sollozos mientras sentía cómo sus fuerzas la abandonaban ante cada temblor de su cuerpo. Trató de recordar los conjuros protectores que había aprendido en el pasado para resguardarse de las fuerzas oscuras y las palabras que solían sellar puertas y repeler entidades como él. Pero por más que lo intentara, su mente estaba en blanco. El miedo la tenía paralizada y desposeída de todo lo que alguna vez la había fortalecido.

El "Maestro" atravesó el umbral hacia nuestro mundo, y su figura delgada y desproporcional se tuvo que doblar ligeramente para poder entrar en el estrecho espacio disponible. Era alto como un titán que se cernía en las sombras. Sus ojos vacíos brillaban en la penumbra mientras la observaban de una forma que parecería penetrar su alma. Cada paso resonaba en el suelo como un temblor en la existencia al acercarse a ella, provocándole escalofríos. A pesar de todo ello, mantenía en su rostro aquella sonrisa sádica que se alimentaba del miedo de Helena.

—No necesito tu aprobación, Helena. Solo vine por lo que me pertenece —La última frase resonó en su pecho como un golpe contundente para Helena; jadeando ante la sensación de que su respiración se agitaba con más rapidez, como si una fuerza invisible le estrujara la garganta. Fue en ese instante cuando lo comprendió por completo: él no solo estaba allí por su vida sino también por algo más trascendental; por su alma.

Helena evocó de repente un conjuro que recordaba y que podría ayudarla a sobrevivir en ese momento crítico. Cerró los ojos y susurró unas palabras protectoras que había aprendido muchos años atrás. Un conjuro que tenía el poder de sellar y desterrar las energías sombrías. Aunque sus palabras salían entrecortadas de su boca temblorosa, una chispa dorada comenzó a emerger desde la bola de cristal iluminando el espacio circundante como una hoguera en plena oscuridad​.

La esfera de cristal tembló con intensidad y vibró tan fuerte que estuvo a punto de caer al suelo. Un grito agudo y desesperado resonó desde su interior como si el "Maestro", ahora atrapado dentro de ella luchara por liberarse. Helena se concentró lo máximo que pudo, percibiendo cómo la energía fluía desde su pecho hasta sus manos. Con un último grito desafiante, canalizó toda su fuerza en la esfera que irradió una explosión de luz y calor, disipándose al instante.

Cuando abrió los ojos se dio cuenta de que la esfera estaba rajada y su superficie parecía sin vida y opaca. Helena sintió algo de alivio pero pronto notó una sombra maligna rondando en las esquinas de su mente. El Maestro había partido, sin embargo, ella sabía que no era una victoria definitiva. Su presencia perduraba como un frío viento que se filtraba por los intersticios de su cordura y se alimentaba de lo poco que quedaba de ella.

El silencio que llenaba la habitación era abrumador; cada sombra parecía ocultar miradas vigilantes y la sensación de muerte acechaba en cada rincón de la casa. ¿Acaso ella había llamado a la muerte a su vida? La lámpara en la esquina y la mesa cubiertas de telas junto a las velas ya consumidas daban una impresión ominosa, como si estuvieran al borde de convertirse en una amenaza mortal para su existencia. Helena percibió que el temor no la había dejado en paz: se había instalado en su hogar y se había enraizado en todos los rincones.

Se tumbó en el sofá abrazando sus rodillas en busca de consuelo sin éxito alguno. Esta situación la había desbordado por completo. Su respiración estaba agitada y cada sonido —un crujido de madera; el viento contra las ventanas; los pasos del afuera— la hacía saltar y mirar en pánico en todas direcciones. Observó la bola de cristal rota sobre la mesa y juró ver una línea de humo negro aún escapando de ella

Entonces notó cómo un escalofrío poco común recorría su espalda mientras un susurro apenas perceptible rozaba su oído: ¿Cuál es el precio de la mentira?

Helena se volvió rápidamente hacia atrás pero no encontró nada detrás de ella excepto una oscuridad perturbadora. Sin embargo algo se había movido. En el espejo cerca de la puerta su reflejo no la miraba a ella, sino que estaba enfocado en la bola de cristal.

Helena observó la bola de cristal rota y comprendió su significado inmediato: sin ella, su fuente de poder se había desvanecido, y tendría que buscar respuestas de otras maneras para desentrañar el misterio que envolvía su destino sellado en las tinieblas. Debía abandonar su zona de confort y enfrentar los peligros del mundo exterior, rezando para que no fuera su último aliento al hacerlo. «Solo me queda... confiar en la protección de Dios», pensó para sí misma. 

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