XXIII.

Podía escuchar como si fuese un sueño, las primeras campanadas de la iglesia. Me revolqué una, otra y otra vez en la hierva húmeda donde había pasado la noche, cerca de la salida del pueblo, escondida entre la espesura del bosque.

Levanté mi cuerpo rígido por la incómoda posición en que había estado tumbada unas cinco horas en el suelo incómodo y duro; recogí mis pertenencias y me alisté a esperar a Arturo, quien había prometido encontrarse conmigo.

Y horas pasaron...

Comencé a ponerme muy ansiosa al no verlo llegar, dudando en entrar al pueblo o volver al centro del bosque a refugiarme hasta el día siguiente. Quizás todo se había complicado, o tenía asuntos que tratar primero; o simplemente todo fue una vil mentira. La angustia comenzaba a consumirme.

Di la media vuelta y me fui, entrando nuevamente a aquel bosque, no con la intensión de virar al día siguiente, sino con la voluntad de atravesarlo en su totalidad y alejarme de todo por una vez en la vida, comenzando un nuevo camino lejos de toda la inmundicia que había vivido esos años.

«Ni el más cruel de los destinos podrá derrotar a mi alma, tan humana como la de cualquiera de ellos. No soy una bestia, y no caeré ante la provocación, ante las malas acciones, las traiciones o los desengaños. Soy mucho más que eso; merezco mucho más que eso».

Le dije adiós a esa vida, aún dudando de mi decisión, pero sin la intensión de esperar a que un milagro pasase, ya que en mis veintiún años de vida jamás se me había sido concedido ninguno.

Caminé y caminé hasta que la noche llegó y tuve que parar a descansar. Tomar el camino más largo, siendo expuesta a trampas, animales del bosque, insectos y todo tipo de peligros, era solo la mejor opción comparada a coger por el sendero y encontrarme con quienes me perseguían desde el día anterior, a expensas de ser capturada, asesinada o en el peor de los casos, tener que defenderme y terminar matando a otro humano más.

Ya suponiendo estar lo suficientemente lejos del sendero y del pueblo, me animé entonces a encender una pequeña fogata para repeler a los animales y disipar la frialdad de la noche. Saqué unas zetas de mis provisiones, junto a un pedazo de carne envuelto en un trozo de tela, cortesía de la madre de Antonella. Comí, no con ganas, ya que no tenía estómago y fuerzas para digerir algo tan pesado con el cansancio y ansiedad que tenía, pero las fuerzas no debían flaquearme, por lo cual era mejor estar bien alimentada para en la mañana partir rumbo a la salida del bosque; camino a mi siguiente vida.

Pero siempre hay algo que se cruza en los planes...

-Fue declarado culpable. -Se escuchó una voz cerca de donde me encontraba.

-Es una lástima -dijo otra persona más-. Tantos títulos y una pequeña riqueza tirados en el olvido por culpa de una esclava.

Agudicé el oído, intentando escuchar bien. Me estaba quedando dormida justo cuando escuché los pasos y me escondí borrando la evidencia de que había alguien en ese lado del bosque. Las voces me resultaron muy familiares, y supuse que serían de Freud y sus ayudantes.

-No era tan siquiera un noble de sangre. -Si, era la voz de Freud, soltando veneno como siempre en cada palabra-. No exageren. Para colmo perdió a su única familia y sus tierras hace unos años. Nadie le va a echar en falta cuando...

Ahí dejé de escuchar. Mi instinto se apoderó de mi por completo. Agarré la daga que la madre de Antonella había puesto en el bolsillo de mi falda, encajándola en mi antebrazo sin pensármelo dos veces, provocando con eso que mi cuerpo volviese a ser controlado por mi maldición.

Salí despedida de mi escondite, corriendo velozmente hacia donde se encontraba el grupo de hombres, hasta dar con la cabeza de uno de ellos, la cual agarré con mi mano, y del impulso la estampé fuertemente contra un árbol, desfigurándole el rostro a su dueño por el impacto.

Con la misma agilidad me dirigí al siguiente, el cual había comenzado a gritar, alzando una antorcha al frente. De un manotazo la tiré a un lado, caminando hacia él, con el corazón bombeándome a mil por la adrenalina. Estaba molesta, necesitaba acabar con ellos; necesitaba sangre.

Freud apareció por mi espalda, con otra antorcha más, golpeándome fuertemente la cabeza. El dolor no duró más que pocos segundos antes de que girara el rostro, centrándome en él, feliz de tenerlo tan cerca y vulnerable. Llevé la mano hacia mi cuello, haciendo un gesto con mis garras simulado a una amenaza de muerte. Reí y me le tiré encima para cumplir mi cometido.

El imbécil del que me había olvidado se encontraba a mis espaldas, agarrando al parecer un arma. Comenzó a gritar y gritar mientras me embestía con algo puntiagudo por la espalda. Dolía horrores y la vez se sentía... bien, supongo. Era como si mi cuerpo reaccionase mucho más a la perdida de sangre, que en vez de cansarme solo me hacía demandar más. Si hubiese estado en mis cabales, quizás y hasta me avergonzaba de mi lado masoquista, aquel que ama el dolor y la sensación de estar a un suspiro de la muerte. Tal vez el Gran Padre no me aceptaría en su reino y debía podrirme en las brazas del infierno como contaban las leyendas de Raphael, el salvador de mi antigua raza.

No podía dejar de mirar el rosto descompuesto de Freud mientras arrancaba de uno en uno cada diente de su asquerosa boca, mientras le cortaba su sucia y venenosa lengua, arrancaba sus ojos y lo notaba quedar inconsciente y moribundo ante el dolor y la agonía. Era exquisita la sensación de jugar a mi gusto con su cuerpo pútrido y pecador.

Era tan exquisita que no noté en qué momento el hombre que quedaba, había dejado de golpearme para huir desprendido de ahí. Ya cuando pasaron unas horas, sin tener más nada que hacerle al cuerpo muerto de Freud, mi propio cuerpo cayó rendido ante el cansancio, quedando inconsciente a solo un paso de los cadáveres, siendo devorados por las aves de rapiña, las cuales me parecieron ángeles de la muerte entre mis momentos entre la consciencia y el letargo, causándome verdadera fascinación antes de por fin cerrar los ojos de una buena vez.

Solo algo rondó por mis sueños el tiempo en que pasé ahí dormida, y era el mal presentimiento de que Arturo corría algún peligro, y que yo, como últimamente con cada persona con la que creaba un vínculo, iba a ser su verdugo.

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