XX.
-¡Detente, Jade...! -escuché a Arturo gritarme a lo lejos.
No miré atrás en ningún momento, aturdida por lo que había sucedido minutos antes. Ya habiendo cruzado medio palacete hasta llegar al ala este, al comprobar que Arturo no me había seguido, aflojé el paso, soltando un gran suspiro de alivio al sentirme segura y más calmada.
Sin embargo, fue un error sentir que estaba segura...
-Bien aventurada noche, señorita Jade -sentí a un costado y una corriente cargada de rabia y miedo invadió mi cuerpo.
Giré mi cuerpo a un pasillo lateral a donde yo me encontraba, observando a Darly caminando despacio en mi dirección. La sonrisa cínica que ocupaba en el rostro me produjo una ira tan grande que tuve que hacer acopio de fuerzas y paciencia para no perder la compostura.
-Buena noche, señor Darly -saludé con falsa cortesía-. Esperaba no volver a encontrármelo en esta parte del palacete. Ahora, si me permite, dispongo a marcharme a mi habitación. Entenderá que una dama no debería estar hablando con un hombre a solas, a estas horas de la noche.
Recordando que, minutos antes estaba hablando con otro hombre, incluso cometiendo un acto tan inmoral como besarnos a escondidas, me sonrojé.
-Una dama... -dijo pensativo para luego echarse a reír en grotescas carcajadas; símbolo de su falta de educación.
-Sí, una dama. Es lo que soy en este momento, le guste o no. Por ese motivo le pido respeto, ya que mi pasado no tiene nada que ver con lo que soy actualmente. Usted debe comprender eso de una buena vez.
Dicho eso, volteé nuevamente y dispuse a caminar hacia el final del pasillo hasta mi habitación. Tan siquiera pude abrir la puerta antes de que el canalla me agarrara del brazo.
Miré su mano y luego fijé mi vista en él, enojada por su acercamiento innecesario. Fui a protestar, gritar o hacer algo para que me soltase, pero él habló primero.
-Tienes total razón, querida. No te conocí siendo una esclava, ni presentas el hedor, la ignorancia o suciedad que oscila alrededor de aquella barraca.
-Parece que la está frecuentando... -asumí.
Jalé mi brazo en un sutil movimiento, el cual notó, decidiendo soltarme, pero sin alargar la distancia en la que estábamos. Yo por mi parte sí di dos pasos atrás, defendiendo mi espacio personal.
-Comprenderás que soy un hombre desolado -dijo, como si eso explicara muchas cosas que, en sí, yo nunca llegaría a comprender ni aprobar luego de lo que intentó hacerme días antes-. Los deseos llaman a la puerta de vez en cuando. Además, Greelard me dio su bendición para escoger varias esclavas a llevarme una vez que deba regresar a mis tierras.
Poco faltó para estampar mi puño en su descarado rostro.
-¿Hay alguna esclava en particular que sea digna de su interés?
-Ninguno de esos animales será digno nunca de nada -espetó, para luego querer justificarse-, aunque tu eres diferente. Eres una joven educada y de buen ver, que ha podido escalar de clase, aunque no lleves la etiqueta en la sangre -me aduló falsamente, queriendo hacer la paz entre ambos, aunque eso fuera más que imposible.
-Entonces... -continué preguntando-. ¿Alguna que le sea de utilidad para calmar sus deseos, o ayudarle en sus tierras?
-No sé sus nombres ni me interesa saberlos; sin embargo, hay varias. Una de ellas es una hermosa joya de piel morena y cabello rizado.
Apreté la falda del vestido con mis manos cuando describió a la esclava que más le interesaba. Una vez más tuve que respirar profundo y ensanchar mi sonrisa, evitando así cometer un acto del cual pudiera arrepentirme.
Continuó describiendo a la joven esclava, la cual estaba totalmente convencida de que se trataba de Adarah. Relató sobre sus encuentros mientras él paseaba por los jardines y la veía recogiendo frutas de la huerta a lo lejos; relató también sobre un día que se perdió en el bosquecillo y terminó caminando siguiendo el río hasta llegar a la cascada donde yo y Adarah solíamos bañarnos, viéndola desnuda mientras el agua caía por su espalda. Hubo un momento en que dejé de escuchar lo que contaba y fue justamente cuando me contó la posibilidad de que ella estuviese embarazada.
Mi juicio se nubló completamente y la misma convicción que se incrustó en mi alma desde hacía unos días, volvió a reafirmarse en ese preciso instante. Dejé de ser obradora de mis actos y palabras cuando tomé la decisión más importante hasta aquel entonces...
«Ya es la hora...».
-Me estoy compadeciendo de usted, y lamento tener que decírselo, señor Darly -volví a acercarme a él, poniendo mis manos en su pecho y haciendo movimientos en círculo sobre su camisa-. Deje de pensar en aquella esclava. Si hubiese entendido la situación por la cual está pasando quizás no hubiese sido tan grosera en nuestro encuentro anterior. Me siento muy avergonzada con su persona.
-No debes preocuparte, querida... -puso sus manos sobre las mías. Había mordido el anzuelo-. Me halaga que estés tan receptiva.
Aguanté las arcadas una vez que el impulso me permitió unir mis labios a los suyos. Le agarré la camisa con fuerza, tirándolo hacia mí, abriendo la puerta a mis espaldas y entrando a mi habitación. Aquel sucio beso se extendió hasta que mi cuerpo chocó con la madera del escritorio, en el cual me senté, tirando todo lo que había encima al suelo.
Darly bajó de mi boca hacia mi cuello, besando y lamiendo desenfrenado. Yo solo supe coger y soltar aire de forma lenta, poniendo mi mente en blanco. Antonella salió asustada del cuarto de baño al sentir el ruido. Agarró un pequeño candelabro de la cómoda al lado de mi cama, mas le hice señal de silencio mientras mis manos aprisionaban la cara del noble contra mi cuello. Ella entendió, colocando el objeto en el lugar donde estaba y saliendo sigilosamente de la habitación.
Fue entonces que me despegué de Darly, caminando hacia la puerta y cerrando con llave. Miré pícaramente al bastardo, el cual comenzó a quitarse la ropa con presura.
Di lentos pasos hacia él, con mis manos en mi espalda agarrando la llave con fuerza y presionándola contra una de mis muñecas. Una gota de sudor cayó por mi frente ante el dolor que produjo el tosco corte del cobre sin filo en mi piel. Sentí la sangre manar, mi vista enrojecer y mi pecho arder, pero mi conciencia no fue dominada por aquello que yo llamaba "mi maldición", debido al efecto de la piedra nigra incrustada en todas las joyas que traía encima.
El depravado noble, inquieto ante la espera y con su sed de placer pudiendo más que su raciocinio, sin pensarlo dos veces se abalanzó sobre mí, haciéndose blanco fácil para mis afiladas garras, las cuales fueron instintivamente a lo que más aquel hombre debía amar de sí mismo: su masculinidad...
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