XII.
En mi vida me había sorprendido tanto algo como lo hizo el llamado imprevisto del señor Greelard. Desde el día en que me compró jamás me dirigió la palabra directamente, mucho menos me dejó entrar al palacete más allá de la cocina en la planta baja en el ala sur. El hecho que solicitara mi presencia me dejaba sumamente expectante a lo que tuviese que decirme, más aún luego de mis varios episodios de desobediencia y tronco.
Uno de sus vasallos me estuvo esperando a que terminara de apresar a unos maleantes que hostigaban a las demás esclavas jóvenes y saqueaban los cultivos del señor de vez en cuando, tanto por travesuras como por la repetida sarda de protestas en contra del conde, el cruel y despiadado conde que no cumplía sus obligaciones con el pueblo y se limitaba a espectáculos bizarros, orquestados para complacer a los altos nobles y funcionarios de la corte a quienes le debía lamer las botas muy a menudo.
Terminando mi función, el vasallo me escoltó hasta el riachuelo cercano a la entrada del bosquecillo donde solía bañarme casi a diario. El muy depravado observó todo el tiempo sin quitarme un ojo de encima, mirando lascivamente mi cuerpo desnudo siendo consumido por las cristalinas aguas, enjabonado con saponaria y manzanilla recogidas cerca de los jardines del palacete, donde crecían camufladas con otras hermosas plantas florales.
-Majestuoso día, pequeña Jade. ¿No te parece? -dijo el señor una vez que entré limpia, seca y perfumada a su sala privada.
-Buen día, amo. Magnífico para cazar, si me permite la sugerencia -respondí, haciendo una leve y clásica reverencia en señal de respeto.
Sus viejos y vidriosos ojos me observaban con profundidad, como queriendo descifrar algo fuera de su entendimiento. Se levantó de la silla de madera fina y revestimiento en oro en la cual estaba sentado, bordeando su escritorio y caminando lentamente en mi dirección, apoyando el impotente bastón en el suelo de mármol, el cual dejaba sonidos secos que retumbaban en toda la estancia mientras se iba acercando. Estando frente a mí irguió el cuello, como queriendo intimidarme o rebajarme más de lo que podía por mi condición de esclava; colocó su mano en mi mentón y me hizo alzar también el rostro para mirarlo fijamente.
Una punzada en la nuca me hizo cerrar los ojos de pronto, intensificándose cada vez más. Sin haberlo notado, tenía el tan conocido collar de cuero y piedra nigra apretando mi garganta y a un conde jocoso sonriendo maliciosamente ante mi expresión.
-Hasta la fecha no he tenido necesidad de probar esto en ti, pero luego de ver tus habilidades comienzo a temer el día en que decidas revelarte.
-No lo haré -dije-. No tengo otro lugar a donde ir.
-De igual forma no me puedo arriesgar -soltó. Yo asentí, tragando saliva con dificultad ante la amenaza evidente-. Serás buena niña a partir de ahora. Necesito de tus servicios.
-P-pero, señor, para eso podía haberle pedido al capataz o los vasallos que me dieran la orden como de costumbre.
-No...
-¿No?
-Dejarás las barracas por un tiempo -afirmó-, y al resto de los esclavos. -Comenzó a caminar en círculos a mi alrededor, tocando mis piernas, espaldas o busto con su bastón, corrigiendo mi postura o deteniéndose en alguna cicatriz a la vista que no estuviese oculta por el pedazo de tela que me cubría-. A partir de este momento, necesitaré la parte de ti que sabe leer y escribir, aquella con etiqueta y buena educación.
Mi mente se quedó el blanco por unos segundos y luego, ante lo ridículo de la situación, no pude controlar la risa provocada al imaginarme como el señor Greelard me estaba describiendo.
-Disculpe, amo, pero creo que se está confundiend...
-Eres la única doncella sobreviviente en la mansión de los Delorme. No te hagas la ignorante conmigo, ya lo sé todo.
Retrocedí y ladeé mi cabeza, negando rotundamente aquella afirmación. Pasaron por mi mente mil recuerdos de mi tiempo junto a Arturo y el trauma de haber matado a todos seguía atacando mi cordura constantemente.
-¿Qué es lo que desea de mí? -pregunté-. ¿Acaso me va a hacer pagar por aquel fatídico accidente? Le ruego crea en mis palabras, señor Greelard, yo nunca tuve intensión de matar a nadie.
-Lo sé, lo sé -dijo restándole importancia-. Lo pasado no me interesa, pero necesito aprovechar tus habilidades. Sabes que soy patriarca y tutor de dos ineptos hombres sin ápice de educación, decididos a vivir los placeres de su juventud sin acabar de cortejar damas de la corte o buena casta. -Asentí, pero no entendía a donde quería llegar contándome todo eso-. No hay una sola dama en este palacete que pueda darles la bienvenida a mis queridos amigos, ni prostituta en el pueblo con la clase necesaria para estar a la altura de sus exigencias.
-¡Jamás! -grité y envolví mi pecho entre mis brazos en signo de negación absoluta. Sin embargo, fue un acto estúpido; él era mi señor, aquel que pagó por mí, así que le debía obediencia si no quería terminar muerta o en el tronco nuevamente.
Su bastón se apartó del suelo con suma fuerza y velocidad, estampándolo en mi mejilla, lo cual me hizo caer y llevarme la mano al rostro, aturdida por el golpe.
-¡Lo harás, te guste o no, esclava ingrata! -sentenció-. Juraste lealtad cuando te salvé de morir deshidratada en aquella cueva, aprisionada por esos sucios contrabandistas.
-S-señor, por favor no me haga esto -supliqué aún tirada en el suelo-. No podré cumplir con sus órdenes, no quiero que nadie me vuelva a tocar. Puedo lastimar a alguien algún día.
-Ya tomé las medidas necesarias para que no suceda nada que me pueda perjudicar. He comprobado lo mal que te sienta la piedra nigra, por lo cual estarás todo el tiempo rodeada de dicho material. Además... -hizo una pausa-, conozco tu relación con los otros dos esclavos que compré junto contigo. Sé cuidadosa y no me hagas enojar, o serán ellos los mandados para el tronco.
Las lágrimas no demoraron en salir luego de aquella advertencia. Tapé mi rostro y lloré ante la impotencia de no poder hacer nada. Estaba aterrada de cometer algún error, ser tocada por algún noble perverso que quisiera hacerme daño y, sobre todas las cosas, me aterraba meter a Adarah y a Dakofz en medio de este absurdo juego que había comenzado el señor Greelard para divertirse a mi costa.
Reafirmé esos miedos una vez más al ser escoltada escaleras abajo y empujada hacia el ala este del palacete, pasando en frente de la puerta delantera principal, la cual se abrió de par en par, dejando la entrada a varios hombres en ese preciso momento, en lo que yo iba arrastrada rápidamente fuera de sus vistas, cuando una voz resonó por toda la estancia con una mezcla de sumo asombro y temor.
-¿¡Jade!? -Me volteé y palidecí. Miré en todas direcciones y el aire me comenzó a faltar, pero esta vez sabía que no era producto de mi maldición, sino de un terror visceral subiendo por todo mi cuerpo y una angustia tan grande que sería capaz de asfixiarme en cualquier momento.
-¡Arturo...!
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