X.


-Adarah, no necesito que me protejas -reproché ante la preocupación de mi nueva amiga-. En todo caso, sería yo quien debería velar por ti y por Dakofz.

-Te crees muy fuerte, pero no eres más que una niña -contestó enojada-. No puedes irte encima de esos idiotas solo porque te hayan dicho algo grosero. Algún día te van a matar tantos latigazos.

Adarah dio la vuelta dispuesta a marcharse del barracón al ver que yo era un caso perdido. El cuerpo me escocía y volvía a subir mi fiebre, posiblemente hasta tuviera alguna infección en las heridas causadas por los latigazos. Llevábamos poco más de dos meses en este gran palacete y, aunque juré lealtad al señor Greelard, nunca dije que debía aguantar que sus ineptos vasallos intentaran abusar de mí.

Aunque siendo sincera, hace tiempo sentía la necesidad constante de probar el roce de las fuertes y sensuales manos de uno de ellos: Meggias, el herrero. Ese rubio musculoso de ojos color miel y piel tostada, con su hermosa marca de nacimiento que se podía apreciar sobresaliendo de su abultado pantalón hacia su ombligo. Era todo un deleite observarlo fundir el acero, pulir los trastes de metal o afilar los sables, dagas y espadas mientras gotas de sudor corrían por ese atrayente cuerpo esculpido por los mismísimos ángeles. A veces lo observaba como practicaba el arte de la esgrima, escondido en un rincón de los grandes jardines del palacete donde pocas veces el señor Greelard se asentaba en sus paseos de la tarde. Por un hombre como ese yo aguantaría cientos de latigazos.

Recuerdo aún el día en que llegué a este lugar con Adarah y Dakofz, amarrados a la parte trasera del carruaje de nuestro señor, luego de varios días atravesando las fronteras del reino para llegar a Denneb, pueblo colindante entre Nakdavia e Italicca. Mi amiga fue la primera en caer de rodillas al pisar por fin los terrenos de la propiedad de nuestro señor, llorando de alivio por haber llegado al fin, mientras Dakofz, por su parte se encontraba sentado, recostado al carruaje con la cabeza entre las manos mirando al suelo. Yo me quedé helada ante tanta belleza alrededor, pero al mismo tiempo no podía sacar de mi cabeza los recuerdos que me traía aquel lugar a la mansión de Arturo, haciendo que mis manos temblaran y mi vista nublara del cúmulo de emociones que necesitaba dejar salir.

-Muévete -dijo un hombre en tono brusco mientras terminaba de soltar las sogas del carruaje y agarrarlas con fuerza-, no me causes problemas o te las verás conmigo.

Fue un flechazo instantáneo que, para mi sorpresa, alejó de mi mente a Arturo y todo lo relacionado a él. Esos labios gruesos pronunciando cada palabra, el ceño fruncido y sus fieros ojos mirándome con fastidio...Estuve muchísimo tiempo explorándome a costa de ese primer encuentro.

-¡Otra vez estás holgazaneando, esclava! -sentí su voz a mis espaldas, haciendo que saliera del trance en el cual me encontraba, delirando con aquellos recuerdos que parecían tan lejanos cuando en realidad habían pasado hacía menos de una estación-. Vamos, el señor requiere que salgas en busca de algún ave; se le antoja para la cena.

Tuve intensión de levantarme e ir al bosquecillo cercano para cumplir con mi tarea, sin embargo, el mareo provocado por la fiebre alta me hizo volver al suelo y cerrar los ojos. Sin tener fuerzas para abrirlos nuevamente, pude sentir los pasos apurados de Meggias y el tacto de sus dedos sobre mi frente. Luego sentí como volteaba mi cuerpo y un fuerte picor invadió mi espalda cuando desprendió mi camisón de las heridas de mi espalda, pegados por la sangre seca. Colocó mi cabeza sobre alguna superficie suave y sus pasos se fueron alejando con prisa. El cuerpo me dolía y los escalofríos no paraban de invadirme. Una vez más regresó aquella pesadilla de hacía meses atrás, cuando todo lo que creí que había construido se desmoronó y Arturo dejó bien claro el pavor y el asco que me tenía.

«Arturo, perdóname...», dije al sentir su mano en mi mejilla.

Comencé a llorar en cuanto abrí mis ojos. Era Meggias, cuidando mi fiebre y colocando un paño helado en mi frente.

-Estabas delirando -dijo en voz baja al notar que estaba despierta-. Será mejor que descanses un poco. Yo me iré una vez que haya bajado la fiebre.

Asentí, pero no cerré los ojos. Me quedé embobada observándolo fruncir el ceño y resoplar, detallando mejor cada parte de su rostro, sus pestañas, el verdadero color de sus ojos que a la luz parecían de un tono ámbar, pero de cerca se distinguían pequeñas motas marrones y verdes; las líneas de expresión en su frente de tanto arrugar el entrecejo, la comisura de sus labios y, como platillo principal para mi deleite, su prominente manzana de Adán, la cual subía y bajaba cada vez que tragaba.

-¿Qué tanto estás mirando? -preguntó al ver que no dormía.

-A ti. Eres un hombre muy apuesto.

-Y tu estás medio loca. En tu situación, si fuese otro sirviente quien estuviese aquí, ya hubieses sido profanada.

-Pero eres diferente a ellos -respondí a su comentario.

Él me observó, tan profundamente que, con todas las fuerzas que mi condición me permitía, terminé dándole la espalda por la vergüenza. El dolor iba disminuyendo poco a poco y la fiebre comenzaba a bajar. Decidí al rato, luego de comprobar que Meggias se había marchado luego de darle la espalda, que debía levantarme y dejar de holgazanear si quería encontrar una buena ave de caza para la cena, o quizás dos.

Pasaron las horas y ya casi me había recuperado completamente para cuando Dakofz se apareció con un plato de frutas a la entrada del bosquecillo. Le agradecí el gesto y devoré aquellas delicias ante el hambre provocada por la fatiga que conservaba debido a la falta de sangre, primero por las heridas de los latigazos y luego por usar mi maldición al ir a cazar la bendita ave.

Adarah no tardó en aparecer ante nosotros, llorando y pidiendo perdón por haberme gritado y dejado sola, abrazándome con tanta fuerza que casi me asfixié con un trozo de manzana. Y a lo lejos, apoyado en la puerta trasera que daba a la cocina principal del palacete, se encontraba Meggias observando la ridícula escena y el alboroto montado por nosotros: las más recientes adquisiciones del señor Greelard.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top