V.
Las estaciones pasaron una tras la otra sin darme tiempo tan siquiera a ser consciente de cuanto había pasado desde que llegué por primera vez a esta mansión. Al inicio fue difícil; acostumbrarme a un nuevo hogar, las responsabilidades que conllevaban ser propiedad del baronet, mi antiguo captor. Sin darme cuenta habían pasado ya tres años desde entonces.
No pude esperar tener un mejor amo, alguien como Arturo, que, a pesar de mi torpeza y desobediencia en muchas ocasiones, había sabido perdonarme en vez de mandarme al tronco. Incluso me permitió una educación, enseñándome normas de etiqueta, lenguaje muerto y demás materias que pretendían igualarme a una joven de casa noble.
De vez en cuando partía al mar en busca de una nueva aventura, tardando semanas e incluso meses sin aparecer en sus terrenos. Mi tarea, o la de todas las jóvenes de su posesión, era entretener a sus invitados en su ausencia. Éramos algo así como cortesanas de alta sociedad, y realmente nunca me molestó pues, a pesar de los muchos caballeros y nobles que conocí en estos años, Arturo nunca permitió que perdiera aquello que me era tan preciado: la prueba de mi castidad.
Arturo llegó a casa luego de tres largos meses. No podía dormir por lo cual me escabullí a tomar algún postre nocturno. Mi emoción al verlo entrar sigiloso por la puerta de la cocina fue tal que, olvidando los modales que tanto costó en que aprendiera, corrí hacia él y le abracé. Mi vestido embarró de polvo blanco de harina en el acto al chocar con un bol encima de la mesa, mas no me importó en absoluto. Solo tenía ojos para él. Se le veía cansado, pero aun así no dudo en acariciar mi cabello como lo había hecho en tantas ocasiones en el transcurso de esos años.
-Le extrañé, señor.
-Yo a ti, pequeña Jade.
Nos mirábamos como si el mundo no existiera, sin poder despegar la vista uno del otro. Sonidos de pasos acercándose hicieron que reaccionara, despegándome de sus brazos y tomando una distancia prudente. Observé la entrada de la cocina y una tenue luz se iba haciendo más brillante y perceptible a medida que se acercaba. Erguí el cuerpo al saber quién podía ser a esas horas de la noche; madame Dalila tenía el sueño ligero al parecer.
-¡Querido Delorme! -exclamó al vernos a Arturo y a mí-. ¡Qué grata sorpresa tenerte en casa luego de tantísimo tiempo! -Dirigió su gélida mirada hacia mí, haciendo que bajara el rostro y retirara lentamente, con el mal humor de no haberme podido despedir de mi amo.
Caminé, taconeando hacia las escaleras y escondiéndome en un rincón. Madame pasó por mi lado con paso firme poco después sin notar mi presencia, yendo nuevamente hacia sus aposentos a descansar. Salí al comprobar que no había peligro y volví a dirigirme hacia la cocina. Arturo se encontraba aún ahí, recostado contra la mesa en pose pensativa. Se le veía extremadamente cansado, al punto de parecer varios años mayor de lo que realmente era.
Cambió su vista hacia mí al darse cuenta de que no me había marchado, sonriendo penosamente y haciendo un gesto con su mano para que me acercase. Caminé hacia él, esta vez con más cuidado para no derramar nada o hacer algún alboroto. Agarró mis manos y las estrujó en las suyas, subiéndolas hacia su rostro y besándolas.
-Me debo dar por vencido y espero que no me odies por eso -dijo, haciendo que un nudo en mi garganta me dejara sin aliento por unos segundos.
-¡Jamás le odiaría, señor! -refuté, intentando aplacar su tristeza.
Luego de mi llegada a la mansión me contó la verdad sobre el día de mi captura. En la plaza un hombre había prometido un título en la corte a todo aquel aventurero que llegara a mi isla a hacerse con sus tesoros y matarnos. No solo su tripulación partió ese día, sino que muchos otros barcos, piratas la gran mayoría, decidieron participar en ese juego por la recompensa. Cuando él y sus hombres llegaron ya había comenzado la masacre tanto de humanos hacia nephilims como entre ellos mismos. Uno de sus tripulantes me encontró escondida entonces y justo cuando pensaba hacerme algo indebido, apareció Arturo. Según me contó, mis ojos carmesíes fueron para él la mayor joya encontrada ese día, por lo cual decidió capturarme y llevarme con él. Nunca tuvo intención de matar a nadie, solo saquear a escondidas y explorar un poco la isla.
Estos tres largos años ha pasado la mayor parte del tiempo en el mar, viajando a otros reinos, explorando tierras nuevas, volviendo a la isla una y otra vez en busca de algún sobreviviente, pero, al parecer solo quedaba yo y nadie más. Fue desgarrador escucharle rendirse en su búsqueda, pero no podía continuar reteniéndolo por más tiempo a mi capricho, esa culpa me corrompía hacía años atrás cuando todo comenzó.
-Jade, eres demasiado buena. -Acarició mi mejilla-, tanto que a veces planteo la posibilidad de amarte más.
-El cariño que ahora me profesa es suficiente. Usted salvó mi vida, me alimentó, dio un nuevo hogar.
-Y te hago trabajar para mí, dejándote tocar por aquellos sucios nobles solo para ganarme su buen trato en la corte.
-Aún no... -susurré apenada, con la mirada clavada en la mota de polvo blanco de mi vestido-, no he hecho nada. Sigo intacta, señor, por usted.
Su tacto en mi mejilla cesó y acto seguido sus manos me envolvieron en un fuerte abrazo, posando su mentón sobre mi nuca y respirando profundamente. Luego separó unos segundos y sin darme tiempo a reaccionar juntó sus labios a los míos. Fue un beso corto, fugaz.
La impresión del beso hizo que retrocediera confundida. Choqué con la mesa, haciendo que posara mi mano en esta para no caerme, haciéndome un pequeño corte en la palma con los fragmentos del bol roto que al parecer Madame Dalila recogió del suelo.
Mi vista volvió a nublar, haciendo que la ansiedad y el miedo me vaciaran los pulmones. Di la vuelta apresurada por salir de ahí, encerrarme en la habitación y colocarme el collar de piedra nigra para evitar causar algún estrago. Si algo había aprendido de mi maldición en ese tiempo, fue que aquel material era capaz de domar mis impulsos, bajo fuertes dolores de cabeza que amenazaban con dejarme inconsciente mientras más concentrado y cerca lo tuviese de mí.
Corrí hacia la salida de la cocina de prisa, tropezando al subir las escaleras y antes de llegar a mi habitación al final del corredor. Me dejé caer sin abrir la puerta tan siquiera, llorando en silencio e intentando calmar la horrible sensación que me envolvía. Odiaba ser una Ankk, pero más que nada odiaba ser yo, una bestia.
Arturo subió las escaleras tras de mí, acercándose y pasándome un pañuelo para tapar mi herida. La única ventaja de mi condición era el hecho de sanar considerablemente rápido, por lo cual solo había que presionar un poco y esperar, en caso de pequeñas cortadas y rasguños. Nunca había sufrido algún golpe o sangrado tan grande que no pudiese controlar y no quería tan siquiera pensar en ello.
-Yo, un humano, te he acogido y abierto las puertas de mi corazón. No eres más que otra humana más ante mis ojos, no lo dudes nunca.
-Soy ... -dije sin aliento-. Soy una Ankk, no soy humana.
Él me siguió observando. No despegaba de mí. Madame y las jóvenes salieron de sus habitaciones a comprobar la procedencia de las voces, pero Arturo con la mirada las mandó a dormir a todas. La herida sanó al poco tiempo y con esta mi estado mejoró, pero el cansancio por controlarme hizo que me debilitara. Arturo cargó mi cuerpo y abrió la puerta de mi alcoba, dejándome caer sobre la cama. Yo debía disculparme, no quería que se marchase de mi lado.
-Señor, si pudiese molestarlo un poco más, pediría que se quedase a mi lado lo que resta de noche -dejé caer la súplica sutilmente.
Sentó en el borde de la cama y agarró mi mano. Era la primera vez que teníamos tanto acercamiento, que nos tocábamos tanto y tan descaradamente en esos años.
-Tengo que volverte a resaltar lo suertuda que eres, pequeña. Eres ajena a tu situación, y has logrado conquistar el corazón de este viejo aventurero.
-Espero que esto dure para siempre -confesé sonriendo por la emoción tras sus palabras.
-Y yo espero nunca arrepentirme -suspiró.
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