I.


La luz del día se infiltró por el gran ventanal, alumbrando cada rincón del pequeño ático el cual se había convertido mi hogar. En mis quince años de vida nunca esperé mucho más que esto, pero hoy era diferente. En cuanto fui capaz de abrir los ojos tras la molesta claridad que inundó todo el lugar, lo primero que mi mirada percató fue la vista panorámica hacia la playa y detrás de esta, el gran muro de nubes por el cual siempre ha estado resguardada la isla. Estos han sido los privilegios de vivir en la casa más alta de la aldea.

Desperté con el mejor de los ánimos; ese día era realmente importante para mí. Necesitaba calmar mis ansias lo más pronto posible, por lo cual no encontré mejor excusa para salir de la aldea unas horas y poder sumergirme en las frías y cristalinas aguas del río Lann. Mis tutores estarían durmiendo a esas horas de la mañana, por lo que pensé que lo mejor sería salir sin ser vista por ellos. Mi mejor opción en ese momento fue abrir el ventanal y saltar hacia abajo, procurando no caer demasiado brusco.

Apenas habían Whiks a la vista, todos cumpliendo sus funciones con la aldea. Pensé en ir a despertar a Rubí, mi querida amiga, pero el apuro y la emoción por llegar al río pudieron conmigo por lo cual decidí darle unas horas más de sueño. Rubí y yo llegamos a la isla juntas siendo muy pequeñas. No recuerdo los detalles de nuestra llegada, pero los aldeanos cuentan que fue el gran Raphael quien nos trajo en persona. Se cuenta que hace ya 14 años, desde el día que nos acogieron aquí, no ha vuelto a aparecer.

-Procura llegar a tiempo para el ritual -se dirigió a mí el guardia que custodiaba la puerta mientras la abría para dejarme pasar.

Crucé unas palabras con él y seguí mi camino rumbo al río. Dentro de mi raza, los nephilims, hablar con Ankks me era mucho más fácil que hablar con Whiks, pero la conversación con el guardia no fue de mi agrado ese día. Me había dicho algo que no me agradaba del todo, y es que desde que llegué a la isla, había una opinión general sobre mí: yo era diferente, seguramente mi casta fuera Ankk y los aldeanos nunca dudaron de ese planteamiento. No me molestaba particularmente serlo, hasta yo comencé a creer en eso una vez crecía, pero el hecho de ser tildada como la "rara" de la aldea no era del todo una satisfacción para mí. Incluso Rubí era normal, ¿por qué yo no podía serlo?

Crucé rápidamente el bosque, llegando al claro donde todos estos años pude disfrutar de paz y de un silencio muy acogedor. Quité mis prendas y arrojé los ropajes a un lado para con sumo cuidado entrar de a poco en el río. El frío calaba mis huesos, pero era una sensación sumamente reveladora. No solo mi cuerpo fue limpiado sino también mi mente. Estaba perdida entre el trinar de las aves y el sonido del viento, cuando percibí un ligero cambio en el ambiente.

Abrí mis ojos y contemplé como el cielo oscurecía, mientras motas negras y rojas volaban hacia el claro, dejando un desagradable olor a hollín.

Solo pude pensar en la aldea. Un mal presentimiento se asentó en mi mente, nublando mi juicio. Fui demasiado descuidada, por lo que intentando salir del río resbalé, cortándome levemente una rodilla. Mi corazón palpitó tan fuerte que dolió, mi vista comenzó a nublarse en tono rojizo mientras perdía de a poco el control sobre mi respiración. Miré mis manos con horror mientras contemplaba como crecían mis uñas cuales afiladas garras de animal salvaje.

Sentí pasos acercándose, sacándome de mi transe y haciendo que agarrara mi ropa y me escondiera detrás de unos arbustos. Intenté controlar mi respiración, siendo en vano; mi cuerpo no estaba reaccionando como yo quería. Los pasos se escuchaban cada vez más cerca, pero algo llamó mi atención; el caminar de quien se acercase era algo descoordinado y lento. Me vestí rápidamente y salí de mi escondite, encontrándome con una aldeana malherida y con su vestimenta chamuscada.

Corrí a agarrarla antes que cayera al suelo, pero al acordarme de mis afiladas garras retrocedí, temiendo hacerle aun más daño. Estando tendida en el suelo la giré cuidadosamente.

—Jade —dijo casi en un suspiro—. ¡Huye!

El ansia que sentía en mi interior se incrementó al escuchar esas palabras. La aldea estaba en peligro, algo estaba mal. Pensé en Rubí y en mis tutores, en el guardia de la entrada, en todos. Corrí lo más rápido que pude hacia la aldea, sorprendiéndome de la agilidad que mi nuevo cuerpo me estaba propiciando. Mis pies sangraban a cada que daba un mal paso o pisaba alguna roca puntiaguda, pero eso solo me hacía correr más deprisa. El dolor en el pecho era casi insoportable a esas alturas.

Mientras me iba acercando notaba más como el cielo había tenido de rojo, mientras enormes brazas engullían la aldea en su totalidad. Había extraños luchando con enormes espadas, atacando a los aldeanos y matando a los más débiles.

«¡Humanos! ...»

Trepé ágilmente el muro de piedra, entrando a la aldea por un costado. Me escabullí con sigilo entre la masacre hasta llegar a mi casa. Estaba relativamente destruida, mas no había rastro de mis tutores. Subí al ático y agarré una pequeña daga que escondí en el bolsillo de la falda. El ventanal aún se encontraba abierto y salté de este hacia el techo más cercano. Tejado tras tejado me hice camino hacia la casa de Rubí. Un golpe seco con el pie y partí la madera, cayendo dentro de la morada. Se escuchaban gritos dentro y el fuego engullía gran parte de esta, haciendo que fuera mucho más difícil respirar.

En la segunda planta se encontraban los tutores de Rubí malheridos, casi desfallecidos, aferrándose fuertemente al cuerpo yerto y chamuscado de mi amiga. La impresión causó en mí un calor aún más sofocante que el fuego mismo. Grité de rabia. Un humano se acercó por mi espalda agarrándome del brazo con tosquedad. Ya no aguanté más la sed de mi interior y arremetí con furia contra él; su cuello me pareció muy apetitoso en ese momento. Arañé, desgarré, desmembré, mutilé a aquel maldito inoportuno.

Mi mente ennegreció por un breve instante en el cual acabé empapada en sangre ajena, hecha un ovillo detrás de unos arbustos, llorando desconsolada mientras el dolor en el pecho disminuía lentamente y mi respiración comenzaba a ser menos forzada. Abrí los ojos y todavía continuaba con la vista coloreada de rojo, nublada. Delante de mí había una hermosa silueta. Un hombre, no humano ni nephilim, con grandes alas veteadas entre el blanco y el negro. Parpadeé por la impresión, al tiempo en que aquella silueta desaparecía, dejando caer sobre mis pies una hermosa pluma negra. La agarré y abracé con fuerza, aferrándome a ese pequeño regalo del cielo como una señal, mientras la masacre seguía su curso a pocos pasos de donde me encontraba.

Me percaté entonces de algo a mis espaldas, pero no tuve suficiente tiempo para reaccionar. Una tosca mano se posó sobre mi boca, mientras otra mano acercó una rústica daga a mi cuello, haciendo que un fuerte dolor de cabeza me hiciera perder fuerzas, dejándome completamente paralizada. Otro desconocido se acercó, alzó el rostro y me observó con malicia.

—Es un raro espécimen —le dijo al hombre de la daga en lo que se daba vuelta para irse—. Nos la llevamos —gritó al tiempo que un fuerte golpe en la cabeza me hizo perder el conocimiento.

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