Sempiterno

Los cielos se hallaban calmos, sumidos en una negrura que sólo la noche podía proporcionarle al paisaje, donde el silencio era el rey del lugar, quien clamaba en su implícito pacto a una reina que no sólo le trajera la alegría del bullicio, sino, la emoción de una nueva luna.

El espectro lunar, por su parte, amarillento, en su poderosa posición que sólo ocurría una vez al mes, observaba casi que con soberbia cada rincón, en busca de una diversión que se renovaba cada octubre, cuando los treinta soles pasados les daban paso a la noche más intrigante de todas las noches.

Halloween o Noche de Brujas tampoco le importaba mucho los nombres humanos, porque quién querría tener en cuenta una simple designación cuando reinaban los disfraces, los dulces y el terror, aunque no fuese este último exactamente lo que esperaba.

Mas, reconocía que lo que tan eufórica la traía esa noche, no eran las decoraciones de calabaza, y en cambio, sí un príncipe de las sombras, tan sumido en ellas que la noche se rendía a sus pies.

Olvidado, en su vieja iglesia, lúgubremente reflejada en el lago que bañaba sus suelos, se refugiaba del pasado, de unos grilletes que no tenían llaves, que en vez de atarlo de los tobillos, formaban una intrincada cerradura en su corazón y en su alma vacía.

No había palabras para describirlo, aunque sobraban adjetivos que no lo hacían. La criatura tenía un nombre, pero tan poco valía la pena mencionarlo que el olvido lo había encerrado en sus prisiones de humo.

Sus ojos eran de un violeta que recordaba a las lavandas marchitas; la piel, pálida y sin vida, los pómulos muy marcados, los labios demasiado insulsos, los cabellos opacos. Un desparpajo a tono con su morada.

Las malas lenguas hacían correr el eco de que estaba maldito, pero por una fuerza que impedía que alguien recordase su nombre, o que fuese incapaz de pronunciarlo.

Sin embargo, las paredes algo murmuraban, y entre los lúgubres pasillos de aquella catedral de la cual nadie su nombre podía recordar, se oía un «Tristán».

La criatura, masculina por sus rasgos, se hallaba acurrucada en un rincón, apenas cubierta por unas mantas y con un rostro adolorido. Su tristeza no era capaz de ablandar el corazón de la soledad, mas, al desinterés que le cubría parecía no importarle. Algo punzaba en su interior, maltrecho, un recordatorio de que a pesar de tener un corazón, hacía mucho que había dejado de estar vivo.

El frío otoñal no calaba sus huesos, pero podía oír el ulular de los árboles, quienes parecían temblar por la brisa nocturna, los mismos que le llevaban a caer en las garras de la melancolía, invitándolo a recordar cuando rebosaba de vida, como un joven más, un poco tímido y lleno de sueños, que se remontaba a medio siglo atrás.

Tenía la mirada fija en la ventana, como si dentro de esa desesperanza una pequeña llama se encendiera. 

Esa era la noche.

La noche en la que ella regresaba para verlo, para sacarlo de la miseria que era su vida. La noche en la que volvía a vivir.

Los rumores no eran del todo cierto, pero tampoco del todo falso, la maldición que pintaba cada partícula de ese hombre era real. Los ecos se hacían más fuertes, la historia de un muchacho y una joven del pueblo el cual su nombre era sinónimo de calamidad, tomaba el rumbo de una tragedia shakespeariana. Se rumoreaba que el primer amor les había golpeado la puerta, dulce e inexperto, pero lleno de una jovialidad que superó cada bache.

Mas, una noche, una fresca noche de octubre, cuando los niños pintaban sus rostros de terror y las calles se hallaban repletas de calabazas, una travesura no recompensada con un dulce tuvo la más drástica de las consecuencias.

"—¡Vamos! Salta que será divertido —y el chico de vivaces ojos violeta saltó, confiado por la sonrisa que más amaba en el mundo, a la cual seguiría hasta el final del mundo.

Le recibió un campo de calabazas, en su punto de cosecha, haciendo de colchón para su travesura. Sonriente, se puso de pie en busca de su compañera que lucía como Cleopatra en esa noche, hallándose solo. Buscó, creyente de que se había escondido para jugar, más, su preocupación se hizo presente cuando los minutos le dieron espacio al silencio.

Con un apretado nudo en la garganta llegó hacia la enredadera que separaba un campo de otro, viendo cómo un lazo de disfraz se camuflaba para dar con el rastro de... El rostro quedó ceniciento cuando contempló las marcas de una urticaria en los brazos y en el rostro que tanto amaba. Tembloroso se fijó en el hilillo carmín que recorría la nuca hasta el cuello.

Ella había muerto"

Sólo eran recuerdos, un triste impasse en su existencia, sin embargo, el corazón todavía se le agrietaba un poco más. Y a partir de ese punto, los rumores corrieron con fuerza, tomando vigor los que decían que ese joven había vendido el alma al diablo con tan sólo verla de nuevo, y al parecer así había sido, porque esa noche, ella volvería.

La luna se ubicó en el punto más alto del firmamento, preparada para iluminar el pacto de un alma rota con el olvido. 

A contraluz, a unos escasos metros del hombre, una silueta comenzó a dibujarse en el aire, entre un opaco brillo; una dolorosa metamorfosis que apenas duró unos segundos, pero que hizo latir un corazón.

El doloroso eco del pasado se hacía a un lado para darle paso a la más pura de las gratitudes, mientras que sus debiluchos brazos corrían para abrazar a quien había descendido del cielo. Por un momento, las lavandas volvieron a florecer, la carne a brillar y la vida volvió de la muerte, eclipsados por un reencuentro que haría que el precio a pagar fuese mísero.

Y, mientras los eternos enamorados se fundían en el calor del recuerdo, dos pequeños colmillos brillaron entre la oscuridad, en una promesa que rezaba un castigo sempiterno, liberado sólo para el día en el que todos eran santos.

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Relato participante en el reto de @WattpadVampirosEs: Más de lo que ven tus ojos.

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