Capítulo 33

París le había permitido a John conocer otro lado de Paul que desconocía: el chico era un gran aficionado al arte, aunque uno muy peculiar. Dedicaba más tiempo a pinturas y esculturas desconocidas que a las obras más famosas en las galerías y museos, porque le parecía que ya no había mucho por descubrir en los trabajos conocidos. Para él, la magia del arte consistía en explorar nuevos horizontes, percibir los sentimientos de pequeños artistas que no tuvieron miedo a fracasar.

El magnate disfrutaba ver cómo los ojos del pelinegro brillaban cada que se enfrentaban a algo nuevo. Y McCartney no tenía reparos en explicarle sobre diferentes técnicas, materiales e incluso hablarle de los procesos históricos que seguramente habían llevado al artista a la creación de la obra.

Lennon lo escuchaba con mucha atención, sonriendo siempre, y a veces hasta se atrevía a hacer algún comentario o pregunta. Si su tía no hubiera insistido tanto en que debía estudiar para poder administrar empresas, le hubiese gustado matricularse en alguna carrera relacionada con el arte. Tal vez un artista podía ganarse más rápido el corazón de aquel chico de ojos dormilones que un hombre de negocios.

—Ve la textura de esta de aquí, John —Paul señaló una pintura en la que casi nadie se detenía—. Es impresionante, la mezcla de colores y la dirección de los trazos con el pincel crean la ilusión de que el agua es real... y el reflejo del sol... me recuerda a Liverpool.

—Sí, sólo que Claudio de Lorena era italiano, así que Puesta de sol en un puerto debe ser un puerto italiano.

—Era francés —le aclaró McCartney con una sonrisa tímida, no era de los que se jactaba de saberlo todo—. Nació en Chamagne, Lorena; pero sus padres murieron y se fue a Italia desde muy joven.

—Me gustaría saber tanto como tú —Lennon besó la mejilla del menor antes de ver la hora en su Rolex—. Ya casi es hora de ir a comer, ¿quieres ir a ver La Joconde? Es, bueno, la joya del Louvre.

—No, debe haber mucha gente ahí, y ya la he visto suficientes veces en los libros como para apreciarla —el pelinegro acarició su estómago para después ver a John—. ¿Podemos ir a comer ya? Vi una crepería en el trayecto y, bueno, creí que sería una buena idea.

—Las crêpes son deliciosas, apoyo la idea.

John tomó la mano de su acompañante en cuanto salieron del museo para poder guiarlo hasta una crepería que estaba a un par de cuadras de ahí. El lugar era lindo. La parte exterior contaba con había algunas mesas para dos personas, además de carteles y vitrales con textos en francés para anunciar sus productos. Optaron por una de las mesas del interior, al magnate le gustaba tener privacidad.

Un mesero acudió enseguida a su mesa para entregarles dos menús y les aseguró que volvería en un par de minutos para que pudieran ordenar.

La boca del pelinegro se hizo agua en cuanto sus ojos comenzaron a leer las diferentes especialidades que podían preparar en ese lugar y se sintió frustrado consigo mismo porque sabía que no podría probarlas todas, ni aunque estuviera muriéndose de hambre. Al final, optó por una crepa salada, sólo para asegurarse de que las náuseas no lo obligaran a devolver la comida. Había descubierto que las cosas dulces le provocaban más náuseas que las saladas.

— ¿Está rica, Paulie? —preguntó Lennon, con tono burlón, antes de llevarse un pedazo de su propia crepa de chocolate con nueces a la boca.

—Sí, está bien —contestó McCartney, teniendo severos problemas para manejar sus cubiertos adecuadamente—. Lo más complicado es cortarla, ¿no puedo sólo tomarla con la mano o algo así?

—No, pero te enseñaré cómo hacerlo —John se levantó para colocarse detrás de él y sujetar sus manos con las suyas. Con delicadeza, le mostró—. ¿Ves? No es difícil.

—Eso creo, gracias —el pelinegro le dedicó una sonrisa.

Lennon sonrió de vuelta y, cuando se disponía a contestar, su mirada se desvió hacia un joven que acababa de entrar a la crepería. McCartney también fijó sus ojos en él. Se trataba de un muchacho de su edad, aunque el atuendo rockero que llevaba lo hacía lucir más grande; pero lo más destacable de él era su cabello. No lo llevaba hacia atrás como la mayoría de los chicos en Inglaterra, sino hacia abajo, de modo que le cubría la frente casi por completo. Se veía muy bien.

—Nunca había visto algo así, pero me gusta su cabello.

—A mí también... —Paul dirigió su atención hacia el magnate, no esperaba que coincidiera con él. Tampoco lo que estaba a punto de proponerle—. ¿Qué opinas si nos cortamos el cabello así?

Ambos sonrieron con complicidad.

. . .

John no podía dejar de admirar lo bonito que se veía Paul con el nuevo corte, le quedaba mucho mejor que a él, pero tal vez sólo pensaba así porque, ante los ojos del magnate, le daba una apariencia todavía más tierna.

Después de su visita imprevista al peluquero, la pareja había decidido visitar la famosa Torre Eiffel en el Campo de Marte, a la orilla del río Sena. Lennon sólo tenía planeado que su acompañante conociera el lugar, pero este había insistido en subir cerca de 275 metros hasta el tercer piso de la torre. Y el magnate, evidentemente, no había podido negarse a ese par de ojitos coquetos. No obstante, no se había despegado mucho de él.

—No te acerques demasiado a la orilla —le pidió el castaño, al ver que estaba aproximándose mucho al barandal de protección—. Podría provocarte vértigo y no quiero que te sientas mal aquí arriba, Paulie.

—Estoy bien —contestó McCartney sin siquiera girarse para verlo—. Mejor acércate, la vista es asombrosa. Creo que encontré nuestro hotel.

— ¿En serio? —se acercó a él y sacó sus gafas del bolsillo para ver el lugar que estaba señalando—. Sí, definitivamente ese es nuestro hotel. Ojalá que el bebé herede tu vista y no la mía.

—Eso espero, la vida es más fácil cuando no eres miope —contestó el pelinegro, usando un tono burlón—. Lo que no entiendo es por qué no usas las gafas todo el tiempo, ya sabes, las usas en la oficina, pero no en casa.

—Las odio —admitió John con una mueca de desprecio en su rostro—. Estorban demasiado, las lentes se rayan con facilidad, el puente se dobla si no eres cuidadoso y lo peor es cuando está lloviendo o bebes algo caliente. Son un verdadero fastidio.

—No te ves mal con gafas, ¿sabes? —Paul ladeó un poco su cabeza y sonrió—. Eres como... como Buddy Holly, pero más sexy y con más dinero. Y vivo, por supuesto.

Lennon soltó una carcajada.

—Estoy dispuesto a cumplir todas tus fantasías menos esta, lo siento —el magnate regresó las gafas a su bolsillo y abrazó a Paul por la espalda para colocar su cabeza en el hombro del menor—. ¿No tienes náuseas o algún malestar?

Era probablemente la cuarta vez que había preguntado eso.

—No, estoy bien —McCartney rió—, prometiste que no estarías preguntándome lo mismo todo el tiempo.

—Lo sé, pero me preocupo por ti y necesito estar seguro de que estás bien —respondió con sinceridad, antes de depositar un beso corto en la mejilla del pelinegro—. Estás despertando en mí un extraño sentimiento de protección, ¿crees que me estoy volviendo loco?

Paul se giró para encarar al magnate, sus ojos estaban brillando con emoción.

—Creo que todos estamos locos hasta cierto punto —le dijo, encogiéndose de hombros—. En mi caso, es por las estúpidas hormonas.

— ¿Y en el mío?

— ¿Por qué habría de saberlo? —McCartney rodó los ojos.

El castaño acortó la distancia entre ambos y besó los labios del pelinegro para intentar transmitirle todo lo que pasaba por su mente. Estaba agradecido por tenerlo a su lado, feliz por no estar solo, contento porque las cosas estaban saliendo demasiado bien, emocionado por el futuro que tanto estaba esperando.

—Lo único que quiero es que estén a salvo —mencionó John.

Paul lo estaba completando en maneras que nunca había creído posible, como si esa dulce criatura fuera la única que se había atrevido a levantar los pedazos de su roto corazón para intentar repararlo. Su casa y su vida habían estado vacías hasta que el chico de hermosos y dormilones ojos había cruzado la puerta.

La soledad podía llegar a ser un lento asesino, el castaño lo había comprobado. Por eso no quería que el pelinegro se fuera nunca, no estaba seguro de poder sobrevivir a una segunda pérdida.

—Te quiero, Paulie.

El mencionado lo apartó, divertido, cuando el magnate había empezado a besar su cuello.

—Hay gente aquí, John —lo reprendió, todavía con una hermosa sonrisa en su rostro.

—Entonces reservaré la torre para nosotros dos solos la próxima vez... —el castaño suspiró y se encogió de hombros.

—Me temo que eso no va a ser posible —el tono serio en la voz de Paul desconcertó tanto a John que frunció el ceño al instante, pero comprendió todo al ver que el pelinegro llevaba una mano hacia el abdomen para acariciar—. Nos queda poco tiempo solos.

. . .

El final del día era la parte favorita de John, quien había descubierto que no podía mantenerse mucho tiempo sin tener contacto íntimo con Paul. El pelinegro se había convertido en una especie de droga para él, y ya era un consumidor empedernido. Por eso, cuando llegaron al penthouse esa noche, la última que pasarían solos en París, quiso que fuera igual de valiosa que las anteriores, incluso más que esas, si era posible.

—Me encantas —le susurró a Paul al oído apenas si hubo cerrado la puerta.

El dueño del par de avellanas no contestó nada, pero sus manos comenzaron a pasear por el abdomen de Lennon para continuar en su pecho y terminar casi en el cuello. Desabrochó los dos primeros botones de la camisa, los necesarios para que la piel del pecho del magnate quedara al descubierto. Se mordió el labio inferior al sentir que el castaño tiraba de los costados de su camisa para liberarla del pantalón, y dio un respingo cuando sintió las frías yemas tocar la piel de sus caderas.

— ¿Me dejas hacerte mío de nuevo, Paulie? —el mencionado asintió con lentitud, embriagado con el par de ojos marrones que estaban fijos en él. John sonrió antes de alzarlo y atraerlo hacia su cuerpo para que abrazara su torso con las piernas—. ¿Puedo besarte?

McCartney unió sus labios al mismo tiempo que abrazaba el cuello de su pareja. Se sentía muy poderoso cuando Lennon le preguntaba algo así, como si estuviera pidiéndole permiso para hacer algo que a ambos les gustaba. El castaño no sólo era un buen besador, sino un amante increíble en la cama. Sólo había experiencias inolvidables a su lado.

John bajó las manos para amasar sin pudor el trasero de Paul, que era uno de sus mayores atributos. Cerró los ojos y, mientras continuaba con el beso, se imaginó una serie de obscenidades que podría hacer con esa criatura tan dulce y hermosa. Era difícil decidirse por una. Pero estaba decidido a que esa noche quedara grabada para siempre en sus memorias.

Se separaron apenas unos centímetros para tomar aire, pero mantuvieron sus frentes unidas, su respiración se estaba agitando. Fue el primer gemido que soltó el pelinegro lo que le hizo notar a John que ambos se necesitaban con urgencia, pero no iban a hacerlo en el pasillo. No sería para nada remarcable.

—Sujétate bien, amor —murmuró John en el oído de Paul antes de avanzar hacia su habitación.

Amor. McCartney sentía que sus piernas temblaban igual que las de un cervatillo cada que Lennon lo llamaba así. Normalmente lo hacía sólo cuando tenían sexo, así que no estaba seguro de que fuera un sentimiento del todo real. Tampoco quería hacerse falsas ilusiones. Sin embargo, sus dudas no le impedían disfrutar de la atracción y del contacto sexual que tenían.

Tenían química.

Mientras caminaba hacia el enorme cuarto que compartían, fue inevitable que John sintiera la dura erección de Paul, y eso lo hizo sonreír como tonto. No sabía si era por las hormonas o porque realmente fuera bueno en los preliminares, pero le encantaba tener al pelinegro excitado. Una vez que estuvo dentro, ni siquiera se molestó en cerrar la puerta, sólo depositó a su amante sobre la cama con la delicadeza que se merecía.

Colocándose encima de él, comenzó a frotar su propia erección contra la de él. La ropa humedeciéndose a la altura de sus entrepiernas, así como el calor entre sus cuerpos y los suspiros que estaban dejando salir, sólo era una promesa de lo que vendría a continuación. McCartney volvió a besarlo con fuerza. Sin dejar de mover sus caderas, el magnate llevó las manos hasta los botones de la camisa de Paul para deshacerlos. Uno por uno, sin prisas. Después de todo, tenían la noche entera.

El pelinegro imitó la acción del castaño y se deshizo de la prenda con su ayuda, John tenía la piel de la espalda increíblemente suave, al menor le fascinaba acariciarla y dejarle marcas con las uñas durante la intimidad.

Lennon se apartó de los labios de McCartney para besar el resto de su cuerpo. Empezó con pequeños besos en el cuello, luego en el pecho hasta bajar a su abdomen. Fue entonces cuando desabrochó el cinturón del pelinegro, se encargó del botón y bajó la cremallera; sonrió de lado al ver que el líquido preseminal ya había mojado la delgada tela de los calzones. Miró a Paul a los ojos justo antes de besarlo en el punto donde el vello púbico comenzaba a crecer.

McCartney ya había aprendido que John era impredecible en cuanto a sus siguientes movimientos, pero definitivamente no esperaba ver cómo el magnate sacaba su erección para llevársela a la boca. La vista de Paul se nubló por el placer que le producía la lengua del castaño y gimió con cada movimiento inesperado. Lennon sabía qué le gustaba, cómo complacerlo.

— ¡Oh, por Dios! —el pelinegro elevó varias veces su cadera para embestir la agradable y húmeda cavidad al mismo tiempo que enredaba aún más sus dedos entre los mechones castaños—. ¡Ah! ¡Johnny!

Se encontraba tan profundo en la garganta del mayor que las vibraciones de su risa hicieron que llegara al orgasmo, ni siquiera tuvo tiempo de avisarle. Sólo pasó. Miró a Lennon, avergonzado de haberse corrido tan pronto y sin decirle nada; pero John sólo se separó de su miembro para verlo a los ojos y tragar ruidosamente. Paul entreabrió su boca, sorprendido, no era lo que había esperado.

—Ven, Paulie —Lennon lo ayudó a levantarse con cuidado, notando que McCartney todavía estaba mareado por el orgasmo. Aprovechó el momento para desnudarlos por completo a ambos, la ropa estaba estorbando—. Quiero que te arrodilles sobre la silla, ¿puedes hacerlo?

—Eso creo —contestó el pelinegro antes de subirse a la silla, arrodillado, sudando. Se sujetó del respaldo para no caerse y frunció el ceño al ver que John se arrodillaba en el suelo—. ¿Qué vas a hacer?

—Tranquilo, separa tus piernas y confía en mí, Paulie —le pidió el magnate, colocándose en medio una vez que el pelinegro le hizo caso.

—Está bien —McCartney suspiró y fijó sus ojos enfrente. La torre Eiffel destacaba entre todas las luces de la ciudad. Sonrió con felicidad—. Puedo ver la torre desde aquí, John, es muy brillante. Me gusta mucho... ¡oh! —El chico dio un respingo al sentir algo húmedo entre sus glúteos. Giró su cabeza, desconcertado—. No creo que eso sea... John, no sé si estoy muy limpio... ¿por qué no hacemos lo de siempre?

El pelinegro tenía una expresión de horror que casi provocó que el castaño riera. Estaba claro que todavía no conocía lo suficiente sobre su cuerpo como para sentirse tranquilo con algo así.

—Eres un portador, lubricas, siempre estás limpio —Lennon le dedicó una sonrisa, aunque la lujuria en sus marrones ojos era evidente—. Probaremos esto hoy, porque no se está en París todos los días, ¿sabes?

McCartney hizo una mueca.

— ¿Y si no me gusta?

—Me lo dirás y no lo volveremos a hacer —le aseguró el castaño.

Paul asintió y regresó su vista al frente. Cerró los ojos al notar que las manos de John estaban separando sus nalgas, dejando su rosada entrada expuesta, sabía que el lubricante estaba comenzado a salirse, podía sentirlo. Soltó un gemido y se aferró más a la silla cuando John lo lamió, limpiando el lubricante. Se había sentido bien, no podía negarlo. Lo siguiente que sintió fue cómo Lennon enterraba su cara entre sus glúteos para estimular su ano con la lengua.

Y gimió fuerte el nombre de su amante, así como cosas sin sentido para hacerle saber lo increíble que se sentía. Gritó ante la sensación, no una, sino varias veces, como nunca antes había hecho, como estaba seguro que una ramera hacía. Pero no podía evitarlo. La lengua de John era mágica y el sonido que hacía por el lubricante sólo hacía que el asunto fuera más y más erótico.

El segundo orgasmo lo golpeó con fuerza, ni siquiera tuvo que tocar su erección. No supo cuánto tiempo había pasado, ya no era importante saberlo. Abrazó el respaldo de la silla, sabiendo que ya era imposible evitar que se manchara de semen.

— ¿Te gustó, Paulie? —John se puso de pie y acarició la espalda del menor, sin importarle la delgada capa de sudor que la cubría.

—Fue... ¿por qué no lo habíamos intentado antes? —el pelinegro suspiró y se giró un poco para ver a John—. Aún estás erecto.

—Sí, no soy tan voyerista como para haberme corrido con verte en éxtasis —John rió.

—Tómame —le pidió Paul, aunque su cuerpo parecía exhausto.

—Te ves muy cansado, me masturbaré un poco y ya.

McCartney negó con la cabeza.

—Todavía puedo, házlo —su tono de voz era suplicante, Lennon sintió que perdía el aliento.

—Está bien, vamos a la cama.

—No, aquí —Paul se reincorporó, alzando ligeramente el trasero—. Quiero hacerlo delante de la torre.

John no necesitó que le dijera algo más. Sujetó su erección y se posicionó detrás del pelinegro para empezar a empujar con lentitud. Ahogó un gemido al sentir su piel rozando contra las entrañas del chico. Paul se había sujetado con fuerza a la silla y había soltado un quejido en cuanto la punta había entrado.

— ¿Estás seguro de esto? —preguntó el magnate con recelo una vez que su miembro hubo desaparecido en el rosado agujero, no quería forzar al pelinegro.

—Sí, es sólo que... creo que nunca me acostumbraré a tu grosor —contestó Paul—. Espera sólo un momento a que mi cuerpo se adapte, luego podrás, ya sabes, moverte al ritmo que prefieras.

—Lo sé muy bien, conozco tu cuerpo, precioso —Lennon se inclinó para besar la pálida espalda de McCartney.

Comenzó a moverse cuando lo consideró adecuado y se concentró en todo el placer que estaba experimentando. No importaba cuántas veces tuvieran sexo, Paul siempre estaría deliciosamente apretado para él. No lo cambiaría por nada ni por nadie en el mundo. Si tuviera que renunciar a su fortuna, lo haría gustoso por él.

Aumentó la velocidad con que movía sus caderas. Los testículos de ambos estaban chocando, dolía un poco, pero se sentía bien. Aunque, sin lugar a dudas, lo que estaba volviéndolos locos a ambos era el sonido que producía el lubricante de Paul con cada embestida de John. Un chapoteo bastante erótico.

—No pares, Johnny, no pares...

El magnate sólo emitió un gemido.

—Más fuerte, más fuerte... —chilló McCartney, mordiendo la silla al alcanzar su tercer orgasmo en la noche.

John lo obedeció y echó su cabeza hacia atrás cuando, al sentir las paredes anales de Paul contraerse, su propio orgasmo lo invadió. Siguió embistiendo al pelinegro hasta que sintió que ya no podía alargar más su estado de plenitud. Fue entonces que lo abrazó por la espalda para quedarse quieto y asegurarse de que todo el semen que estaba eyaculando quedara en el interior de McCartney. Besó su espalda y, cuando hubo terminado, se retiró despacio de su cuerpo.

Sus ojos brillaron al ver el blanquecino líquido escurrir por las piernas del pelinegro hasta la silla, pero estaba muy cansado como para hacer algo. Terminaría pagándola, estaba seguro.

—Paul...

El mencionado giró su cabeza para verlo, y sonrió con timidez antes de soltar un bostezo. Estaba exhausto. John también se sentía agotado, pero tenía que hacer una cosa más, sabía que era el momento adecuado.

— ¿Sí?

— ¿Quieres ser mi novio? —preguntó con cautela—. Ya sabes, mi pareja de verdad, sin contratos.

Paul sonrió y asintió con lentitud, pero estaba demasiado cansado como para levantarse. John tuvo que acercarse para besarlo. Luego lo llevó a la cama y se encargó de que ambos estuvieran cómodos para dormir.






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Creo que este capítulo es de mis favoritos <3

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