Capítulo 30
Una intensa luz despertó al pelinegro. No sabía qué hora era, pero emitió un gruñido de molestia, le había costado al menos diez cambios de posición en la cama antes de encontrar una que le resultara lo suficientemente cómoda para dormir. Abrió los ojos sin mucho entusiasmo y encontró al magnate al pie de su cama, observándolo.
— ¿Te gustaría cenar conmigo? —preguntó el castaño—. Prudence me dijo que no has comido nada, así que creí que quizá ya tendrías hambre.
— ¿Me despertaste sólo para eso? —Paul tomó la almohada y se la colocó encima—. No tengo hambre. Sólo déjame dormir, me siento agotado.
—Necesitas alimentarte bien, ya sabes, por el... —el magnate no se atrevió a decir la siguiente palabra, sabiendo que probablemente desencadenaría una discusión, y suspiró antes de acercarse al pelinegro—. También quiero hablar contigo sobre... bueno, tu contrato.
— ¿Mi contrato? —McCartney se descubrió el rostro, comenzó a ponerse pálido apenas si hubo escuchado la palabra—. ¿Qué tiene mi contrato?
—Por eso quiero hablar contigo, Paul —ni siquiera lo calmada que sonaba la voz de John estaba calmando al menor—. Richard Asher estuvo en mi oficina hace rato y, bueno, después de una larga charla sobre tu situación, llegamos al mejor acuerdo posible para ambas partes.
Suponiendo que no se trataban de buenas noticias, el pelinegro se mordió el labio inferior y llevó su mano de manera casi inconsciente hasta su vientre, como si fuera una manera de proteger lo único que consideraba suyo. El gesto no pasó desapercibido por Lennon.
— ¿Pasa algo, Paul?
—No quiero...
— ¿Qué es lo que no quieres? —el magnate frunció el ceño.
—No quiero abortar —el nerviosismo en la voz del menor era evidente, pero no titubeó ni un poco—. Ya te dije que me da miedo, así que si lo que quieren es que aborte... no voy a hacerlo.
—Estás sacando tus propias conclusiones —Lennon tomó la ecografía que Paul había dejado sobre la mesita de noche y señaló la mancha oscura—. ¿Olvidas que esta mancha oscura también es mía? No voy a dejar que nadie le haga daño. Ni a ti tampoco, Paul. Así que deja de decir tonterías y ven a cenar conmigo para poder conversar.
John regresó la ecografía a su lugar y salió de la habitación del menor antes de que este pudiera negarse a acompañarlo.
McCartney soltó un suspiro y se levantó para seguir al magnate. Tenía miedo, no podía negarlo, y también se sentía triste; si no fuera porque el dinero que ganaba estaba ayudando a salvar a su madre, ya se habría ido a casa para continuar con sus estudios.
— ¿Qué tiene mi contrato? —preguntó con la voz temblorosa al entrar al comedor.
—Primero quiero que comas algo. Ven, Paulie —John señaló la silla que se encontraba junto a la de él. McCartney se sentó en el lugar indicado—. Le pedí a Prudence que preparara algo ligero, pero nutritivo, espero que tu estómago lo acepte. También compré más jengibre antes de venir a casa, ya sabes, para tus náuseas.
—Gracias —el pelinegro sintió cierto calor en sus mejillas.
—Soy yo el que debería agradecerte —respondió John, una sonrisa tímida se dibujó en su rostro—. Decidiste tener a mi bebé, eso es fantástico... creo que nunca podré agradecerte lo suficiente por eso.
—Es mi bebé también —la voz de Paul comenzaba a tener más seguridad—, y te dije que me daba mucho miedo que me practicaran un aborto. —El chico soltó un suspiro—. Ahora sólo tengo muchas inseguridades por el futuro y el embarazo en sí, pero creo que estoy bien.
—Es normal que te sientas inseguro —el magnate asintió con la cabeza—. No sabías que eras portador y yo, bueno, quería disculparme por lo que pasó hoy en la cafetería. Debí respetar tu decisión sobre no mencionar nada todavía.
—Debiste hacerlo, sí —McCartney hizo una mueca extraña que pronto se transformó en una sonrisa tímida—, pero está bien, acepto tus disculpas. De cualquier manera, tarde o temprano iban a enterarse. No es algo que se pueda ocultar fácilmente.
La sonrisa del pelinegro calmó la ansiedad que John había estado sintiendo desde en la mañana. Lennon sonrió ampliamente, tenía una preocupación menos ahora.
—No puedo creer que le hayas pedido a Prudence que preparara comida especial para mí —Paul fijó su mirada en la ensalada que tenía en frente y, por alguna extraña razón, sintió su boca humedecerse. Quizá era el hambre—. Se ve deliciosa.
—Estoy seguro de que te encantará, tengo a la mejor cocinera de Inglaterra —alardeó el magnate—. También pedí un té para ti, ya sabes, por tus náuseas...
—John, lo que dije en tu oficina sobre tener náuseas sólo cuando te veía... no es verdad.
—Lo sé, Paulie. Nadie podría tener náuseas por verme, soy increíblemente guapo.
Ver cómo las mejillas del menor se teñían de un ligero color carmín fue el mejor regalo de reconciliación que John pudo tener, por lo menos hasta entonces. Soltó una risita. El chico era muy lindo, pero el magnate no estaba seguro sobre si se quedaría una vez que le contara la verdad.
— ¿Qué pasará con mi contrato? —preguntó el pelinegro después de probar su ensalada.
—Oh, sólo habrá un par de cambios —contestó John—, ya no tendrás que ir a esa estúpida empresa cada semana.
— ¿Estoy despedido? —McCartney palideció.
—No, no, no, es sólo que... —el castaño mordió su labio. No podía decirle al pelinegro que ya no había un contrato, no hasta asegurarse de que no se iría —. Yo me encargaré de todo. Ahora trabajas directamente para mí.
. . .
McCartney gimió al frotarse contra el colchón de la cama. Se sentía muy caliente, y no precisamente porque tuviera fiebre. No entendía qué estaba pasándole, era como si su cuerpo estuviera demandando atención por la falta de sexo.
Sólo llevaba una semana de abstinencia, se había sentido un poco patético al pensarlo.
El pelinegro cerró los ojos y volvió a mover sus caderas con lentitud; se sentía increíble la fricción del colchón con su ropa, y de esta con su sensible piel. No sabía si se debía al embarazo o al estado libidinoso en que se encontraba, pero tampoco le interesaba averiguarlo en ese momento. Le fue inevitable soltar otro gemido.
Se levantó de la cama y se dirigió hasta su armario para buscar la pequeña caja del objeto que Maxwell había insistido que comprara. Paul se había mostrado reacio a escuchar al chico, pero ahora le había surgido una peculiar curiosidad por utilizar el juguete. Lo sacó y, una vez que estuvo en sus manos, se mordió el labio. Era de un tamaño adecuado.
Regresó a la cama y se colocó en una posición cómoda, sabía que todo sería cosa de paciencia. Soltó un suspiro largo antes de dirigir la punta del objeto hacia su trasero. La diferencia de temperaturas le provocó un escalofrío, pero le agradó tanto la sensación que la repitió al menos tres veces.
Se mordió el labio al intentar introducir el frío objeto, su cuerpo no parecía estar colaborando con sus deseos. Soltó un suspiro y volvió a intentarlo. Como obtuvo el mismo resultado, optó por soltar el juguete y ponerse boca arriba para tomar su miembro. Comenzó a darse placer a sí mismo, lentamente para durar más tiempo. Cerró los ojos y soltó un sonoro gemido.
Era la primera vez que se masturbaba desde que había llegado a la casa del magnate. No obstante, aunque estaba disfrutándolo, ya no se sentía tan increíble como cuando se tocaba debajo de sus sábanas en el número 20 de Forthlin Road. Al parecer, las prácticas sexuales solitarias ya no eran suficientes para su cuerpo. Soltó un gruñido y, luego de colocarse en otra posición, llevó una de sus manos hasta su entrada.
Ahogó un gemido al deslizar uno de sus dedos. Notó de inmediato que su entrada estaba apretada y que, aunque su cuerpo estaba empezando a producir lubricante, necesitaría excitarse más si quería introducir el juguete. Metió un segundo dedo y un extraño chillido salió de su garganta cuando empezó a moverlos a un ritmo despacio.
Aumentó el ritmo después de un par de minutos y, cuando sintió que el lubricante era suficiente, introdujo un tercer dedo. Un nuevo gemido abandonó sus labios. Se dispuso a tomar el juguete nuevamente para volver a intentar introducirlo, pero el sonido de la puerta de la habitación abriéndose lo paralizó por un momento.
John estaba ahí, vistiendo sólo sus calzoncillos y con una expresión de desconcierto ante la escena que estaba presenciando. El pelinegro, por su parte, se limitó a arquear su espalda y a morderse el labio; retiró los dedos de su trasero con un gemido lastimero sin apartar la vista del empresario.
—Johnny... —gimió.
—Mierda... —fue todo lo que pudo salir de la boca de Lennon, quien ya había olvidado la última vez que había estado en una situación similar.
El castaño cerró la puerta detrás de él y avanzó hacia la cama a paso seguro. Quería tocar al pelinegro, deseaba probar cada centímetro de esa piel lechosa, complacer ese cuerpo necesitado de placer. La extraña mirada lujuriosa de Paul lo incitaba a hacerlo, eso no había pasado antes; pero no podía decir que no le gustaba. Quería corromper a esa criatura que tenía a cada vez menos distancia, pero era tan hermosa que temía hacerlo.
— ¿Puedo tocarte? —sus palabras sonaron más como una afirmación.
McCartney no dijo nada, pero sonrió al colocarse boca arriba y movió sus brazos de una forma particularmente sexy hasta que estos quedaron encima de su cabeza. John se sentía hipnotizado, no entendía cómo alguien podía poseer semejante nivel de belleza; nadie lo había hecho sentirse de la misma manera en que se sentía con Paul. Perdido, como si estuviera en una especie de feliz trance. El chico de avellanas se había convertido en su droga. Sí, definitivamente lo necesitaba.
Acarició su mejilla sin romper el contacto visual, la sonrisa del menor seguía intacta en su rostro. Y estaba volviéndolo loco. Había personas que deberían tener prohibido dejar de sonreír. Paul era una de ellas.
John bajó su mano por el cuello del castaño con lentitud, acariciando cada centímetro con delicadeza, sintiendo los acelerados latidos de aquel corazón al que tanto deseaba acceder, el único que deseaba conquistar. No se detuvo demasiado en el pecho del chico, pero sí en sus rosados y redondos pezones. Vió cómo McCartney se mordió el labio inferior apenas si los hubo tocado, estaban muy sensibles por el embarazo.
John descendió más para encontrar el ombligo del chico, donde trazó pequeños círculos alrededor antes de comenzar a acariciar la pelvis del pelinegro, muy cerca de su erección. Paul estaba muy excitado, su miembro no dejaba de palpitar y el líquido preseminal había comenzado a gotear de la punta. Miró al castaño con expresión suplicante, algo que antes jamás habría hecho. Estaba demasiado caliente.
—Johnny, por favor...
Lennon sonrió y se subió a la cama para colocarse entre las piernas del pelinegro. Tomó la firme erección y, con su pulgar, esparció el líquido de la punta. Paul soltó un fuerte gemido y cerró los ojos de nuevo, comenzando a dejarse llevar por el placer. Lo siguiente que sintió fue cómo su miembro se encontraba siendo succionado en una cavidad húmeda, con algo suave rozándolo. Al abrir los ojos, descubrió que era John dándole lo que seguramente era la mejor mamada del mundo.
— ¡Oh! ¡John! —el mencionado dirigió su mirada hacia Paul, la lujuria también se había apoderado de los ojos marrones. El pelinegro comenzó a mover sus caderas y volvió a gemir—. Mierda... se siente muy bien.
Estaba disfrutándolo tanto que frunció el ceño y se sintió más que frustrado cuando John se detuvo, pero no se atrevió a protestar, porque para cuando había notado a falta de contacto, también había descubierto al castaño con el juguete anal en la mano.
—No sabía que te gustaban los juguetes, Paulie... —una sonrisa burlona se dibujó en el rostro del magnate—. ¿Quieres que lo utilice?
—Sí... —el color carmín no iba a abandonar las mejillas de McCartney pronto.
—Entonces, date la vuelta, precioso —le pidió John con una voz cariñosa, pero llena de deseo. Paul obedeció, quedando apoyado con sus manos y sus rodillas; expuesto y a merced del castaño—. ¿Cómo puedes ser tan hermoso?
McCartney se estremeció al sentir una de las manos del magnate acariciando su trasero, rozando su ano sin demasiado entusiasmo. La lentitud del toque iba a volverlo loco. Se mordió el labio para contener un gemido cuando sintió la intromisión de dos dedos, Lennon soltó una risita.
—Estás muy lubricado... —comentó John al notar que el movimiento de sus dedos estaba ocasionando un sonido burbujeante, deslizó con facilidad el juguete al mismo tiempo que su otra mano se asía al miembro del chico para masturbarlo—. Me gusta tocarte, Paulie.
Paulie. El pelinegro se sentía contento cuando John lo llamaba así, lo hacía sentirse especial y querido; en el ámbito sexual, deseado. Quiso admitir que a él también le gustaba que Lennon lo tocara, pero lo único que pudo salir de su garganta fue un gemido. El castaño sabía cómo mover el juguete para hacer que Paul estuviera deshaciéndose de placer.
— ¿Cómo se siente? —Lennon sacó el metálico objeto para después volverlo a introducir.
—Demasiado bien... —el pelinegro soltó un gruñido.
—Creo que ya estás listo para conocer las estrellas, princesa —murmuró John antes de quitarse sus calzoncillos.
— ¿Las estrellas?
—Déjate llevar, Paulie.
Y sin lugar a dudas, lo hizo. No pudo evitar llegar al orgasmo cuando el castaño reemplazó el juguete por propia erección, la cual era considerablemente más gruesa que el objeto metálico. Lo embestía con fuerza, sabiendo que no había riesgo de lastimarlo por la cantidad de lubricante.
— ¡John! —el mencionado no se detuvo al sentir el pegajoso semen de Paul en su mano, sino que intensificó el ritmo de sus acciones—. ¡Ah!
Los brazos de McCartney perdieron la fuerza y el chico sólo pudo morder la almohada apenas si su cara la hubo tocado. Seguía excitado y obtenía una extraña ola de placer cada que los testículos de John chocaban contra los suyos. No pasó mucho tiempo hasta que escuchó a John alcanzar su propio orgasmo y, de alguna forma, logró unirse a él. No sabía que podía llegar más de una vez, pero, siendo un portador, tenía sentido.
John le dio la vuelta en cuanto salió de su interior y fue directo a sus labios para besarlo. Luego, se recostó a su lado sin decir nada hasta que sus respiraciones se normalizaron. Sin importarle lo sudorosos que se encontraban ambos, el olor en la habitación, o la mezcla de fluidos que había en sus cuerpos; abrazó al castaño.
—Gracias —susurró McCartney, sus avellanas fijadas en los ojos marrones.
—No me agradezcas, Paulie —Lennon sonrió—. Si quieres tener sexo, sólo dímelo.
—Pero... el contrato dice que sólo tendremos sexo cuando tú quieras.
—Y yo quiero siempre que tú quieras —el castaño le hizo un guiño—. Además, recuerda que ese contrato ya quedó atrás.
—Cierto —el pelinegro comenzó a acariciar el pecho de John con lentitud—. ¿Ya estás cansado?
—Aún tengo energía.
— ¿Podemos... hacerlo de nuevo? —preguntó McCartney.
—Sólo dame un poco de tiempo, no puedo conseguir otra erección tan pronto.
—Tengo más juguetes...
Lennon soltó una risita, sabía que iba a ser una noche larga y divertida para ambos.
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Nos leemos pronto 7u7
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