Capítulo 21

A pesar de haber probado en más de diez posiciones distintas y también intentado vaciar su mente, los pensamientos del chico de ojos color avellana no lo habían dejado dormir más que un par de horas en toda la noche. Y, por curioso que fuera, la enfermedad de su madre no encabezaba la lista de ellos.

—Paul, sé que la primera vez que alguien te lo mete es inolvidable, pero deberías dejar de pensar en eso mientras desayunas, ¿no crees? —Maxwell colocó una taza de café caliente frente a él. El pelinegro frunció el ceño y lo miró con confusión—. Vamos, come, estás muy flacucho.

—No estoy pensando en eso, sino en otras cosas —contestó McCartney antes de tomar la taza para llevársela a los labios. Su cuerpo agradeció la cafeína de la bebida—. Anoche no pude dormir.

—Se nota, Drácula quiere que le regreses sus ojeras...

El pelinegro suspiró y dejó la taza de café en la mesa. El chico rubio le dirigió una sonrisa amable, la cual no desapareció después de la pregunta que el menor formuló a continuación:

— ¿Somos como prostitutas, Maxwell?

—Ya te había pedido que no usaras esa palabra, niño —Edison negó con la cabeza—. No lo somos, nuestro trabajo es un poco menos terrible que el de quienes se dedican a la prostitución. Lo que sí debes tener en mente es que cualquier trabajo puede ser considerado como digno siempre y cuando no involucre lastimar a alguien.

—No es lo que George piensa...

—Al diablo con lo que George piense, ¿preferirías robarle dinero a alguien o ganarlo? —Maxwell tomó su pan con mermelada y le dio una mordida—. Porque yo prefiero mil veces acostarme con Brian que ser un criminal.

—Tienes razón —Paul agachó la cabeza.

—Lo sé, siempre la tengo, Paulie —Edison le dio algunas mordidas más a su desayuno antes de volver a dirigirse al pelinegro—. ¿Sigue en pie el plan para hoy?

—Sí, pero primero necesito hacer algo más importante...

McCartney se levantó para ir a buscar el sobre con dinero que había guardado en su maleta, sacó los billetes para guardarlos en su bolsillo y finalmente se dirigió hacia la salida del departamento. Maxwell lo siguió de inmediato.

— ¿Te irás sin desayunar?

—Aprecio mucho tu hospitalidad, pero... en realidad, no tengo hambre —Paul se encogió de hombros—. Quizá te acepte algo más tarde. Por ahora sólo quiero ver a mi mamá, saber cómo está.

Edison asintió al mismo tiempo que una sonrisa ladeada se dibujaba en su rostro.

—Está bien, te veré más tarde.

McCartney salió de la casa y caminó un par de calles para tomar el autobús que lo dejaría cerca del hospital. Ocupó uno de los asientos disponibles junto a la ventana y, mientras el vehículo comenzaba a avanzar a través de las calles que él había recorrido más de una vez, sonrió con timidez.

Por primera vez en lo que iba de la mañana, los pensamientos del pelinegro no se enfocaron en John, sino en lo que destinaría lo que el magnate le había entregado. El dinero que tenía en su bolsillo era suficiente para que su madre comenzara el tratamiento, lo cual implicaba que estaba a un paso más cerca de salvarla, de que sus vidas volvieran a ser como antes. ¿Acaso era eso posible?

Soltó un suspiro. Definitivamente no era posible. No después de que su madre hubiera padecido cáncer, no después de que él hubiera tenido que ser un escort para salvarla. Pero, sin lugar a dudas, dejaría de ser una pesadilla.

—Es una ciudad increíble, ¿no lo crees?

McCartney miró al chico que había hecho el comentario. Su acento, la piel bronceada y las facciones de su rostro indicaban que no era alguien de Liverpool, tal vez ni siquiera de Inglaterra. Hablaba un poco robotizado.

—Sí, bastante increíble, supongo.

—Acabo de llegar desde Londres y me dijeron que este autobús me puede llevar a la tienda de música de la calle Great Charlotte —el chico sacó de su bolsillo una tarjeta que Paul reconoció de inmediato—. ¿Es correcto?

—Sí, no te mintieron...

El pelinegro regresó su vista hacia la ventana, pero el chico volvió a interrumpir sus pensamientos con otra pregunta:

— ¿Conoces a Brian Epstein?

Paul lo miró con los ojos entrecerrados y asintió con lentitud, sin saber por qué ese joven no se limitaba a permanecer callado como cualquier otro pasajero. No obstante, el nerviosismo que el chico dejaba entrever con los casi imperceptibles movimientos de sus manos lo alarmó un poco.

—El señor Epstein es una buena persona —Paul sonrió de lado—, y su tienda es la mejor en la ciudad, ¿trabajarás ahí?

—Sí, fue sencillo conseguirlo —el chico asintió con la cabeza—. Creo que ser brasileño tiene ventajas. Al parecer los ingleses tienen debilidad por la piel bronceada y también por nuestras habilidades sociales.

McCartney rió por un momento, negando con la cabeza.

—Entonces soy un inglés fuera de lo común —contestó. El autobús se aproximaba a la parada donde bajaría—. Debo irme, suerte con tu empleo.

—Gracias.

El pelinegro bajó del autobús sin mucho entusiasmo. Le desagradaban en gran medida los hospitales: había gente sufriendo, médicos de apariencia no agradable por todas partes, y el asqueroso olor a desinfectante. Paul siempre había tolerado el último con relativa facilidad, pero esta vez no pudo evitar llevarse una mano a la nariz, tuvo la impresión de que olía más que otras veces. Aun así, contuvo las ganas de vomitar mientras depositaba el dinero que llevaba a la cuenta de su madre. Pronto volverían a casa, felices.

McCartney mantuvo una sonrisa en su rostro durante todo el trayecto hasta el área de oncología, pero le fue inevitable borrarla cuando, después de haber pasado por todos los filtros de higiene, vio con sus propios ojos la vulnerabilidad de su madre. Se acercó a ella y tomó su mano. Mary abrió los ojos e hizo algo parecido a una sonrisa.

Paulie...

—Hola, mamá —el pelinegro sonrió.

—Tu padre me contó que te mudaste a Londres para estudiar y... creí que te habías olvidado de mí, hijo.

—Es verdad que ahora vivo en Londres, pero te aseguro que nunca haría algo tan tonto como olvidar a la mujer más maravillosa del universo —Paul besó la mano de su madre con delicadeza—, ¿por qué creíste eso?

—Porque estoy enferma, y los enfermos somos una carga para nuestra familia —contestó la mujer con un deje de tristeza en su voz—. Además... no viniste a despedirte y yo... —el pelinegro no supo cómo reaccionar cuando a su madre se le quebró la voz por completo—. Pensé que ya no te vería de nuevo...

—Mamá, no digas eso, mírame, aquí estoy —Paul sonrió para tranquilizarla. Quizá era el momento idóneo para contarle las buenas noticias—. Vas a verme durante muchos años, el tratamiento funcionará y volverás a casa.

Mary negó con la cabeza, con los ojos firmemente cerrados. Su primogénito sabía que lo hacía para evitar llorar delante de él, no pudo decidir para quién fue más difícil ese momento.

—Tengo que ser realista —contestó, llevándose las manos a la cara—. El tratamiento es muy costoso y lo que me están dando sólo es para intentar alargar mi tiempo. No hay mucho por hacer; ya no.

—Sí lo hay —el pelinegro sonrió—. Acabo de depositar el dinero necesario para que inicies con las primeras rondas de quimioterapia y, según sé, es posible que eso sea suficiente para eliminar el cáncer.

Mary no pareció emocionada con la respuesta de su hijo, sino que lo observó impertérrita por algunos segundos, en silencio. Aunque la idea de poder salvarse le brindaba esperanza y felicidad, había algo más en su mente.

— ¿De dónde sacaste el dinero? —preguntó, un poco alarmada.

—Conseguí un trabajo en una empresa importante de Londres —Paul se encogió de hombros—. No hago mucho, pero mi jefe es un hombre muy amable y comprensivo, así accedió a adelantarme un par de salarios.

La mujer hizo una mueca de desconfianza antes de preguntar:

— ¿No estás mintiéndome?

—No —mintió el pelinegro, preguntándose si realmente las madres poseían un sexto sentido para adivinar ese tipo de cosas—. ¿Por qué creerías que estoy mintiendo?

—Porque suena muy sencillo —contestó Mary.

Paul negó con la cabeza.

—Nunca te he mentido, mamá, y no lo haría con algo así.

—Lo sé, siempre he dicho que hice un magnífico trabajo criando a mis dos hombrecitos.

La increíblemente confiada manera en que su madre pronunció esas palabras al mismo tiempo que una débil sonrisa se dibujaba en su rostro provocó que el pelinegro se quedara estático. Le dolía tener que mentirle a su madre, romper esa relación de confianza pura que había sostenido toda su vida con ella. Pero era necesario, porque no podía contarle cuál era su verdadero trabajo ni que John le había dado el dinero como compensación por habérselo llevado a la cama sin saber que era virgen.

— ¿Mike ha venido a visitarte? —quería cambiar el tema a toda costa.

—Un par de veces, pero suelo decirle que voy a dormir para que se marche pronto, no me gusta que me vea así —respondió Mary—. Es más pequeño, ya sabes, más sensible e inmaduro.

—Es bastante inmaduro, sí, no entiendo cómo Angela soporta sus terribles chistes —tanto el pelinegro como su madre rieron. Todo el mundo sabía que los chistes del menor de los McCartney eran patéticos—. Creo que terminará casándose y formando una familia antes que yo.

—También creo eso —la sonrisa de la mujer seguía en su rostro, débil, pero ahí a final de cuentas—. Pero sé que tú también encontrarás a alguien que sea especial, que se preocupe por ti, y te haga feliz, Paul. Alguien que tolere tus defectos, igual que Angela los de tu hermano.

El pelinegro sonrió y soltó un suspiro.

—Bueno, pues hasta ahora nadie en Liverpool parece ser ese alguien especial.

—No tiene que ser necesariamente de aquí —Paul pudo detectar algo de picardía en la mirada que su madre le dirigió—. Tal vez conozcas una chica en Londres, una que te atraiga lo suficiente como para querer estar cerca de ella todo el tiempo. En tu nueva escuela conocerás a muchas personas, ya lo verás.

El joven se limitó a encogerse de hombros, sin querer corregir las palabras de Mary. Él sabía que nunca iba a encontrar a una chica que lo atrajera, pero quizá un chico sí.

—Hablando de la escuela... ¿cómo te has sentido? ¿Ansioso por convertirte en el profesor McCartney?

—Apenas inicié, pero me gusta la escuela —volvió a mentir—. Mi departamento está cerca de ahí, así que puedo ir caminando a las clases. No sé, no tengo mucho por decir, apenas fue mi primera semana.

— ¿Y el trabajo? Dijiste que obtuviste uno en una empresa importante en Londres...

—Sí, así es, yo...

Sintió que su estómago rugió, pero no supo si fue por la ansiedad que la situación le estaba provocando o porque comenzaba a tener hambre. De manera casi inconsciente se llevó las manos al abdomen, como si eso pudiera evitar que se escuchara el ruido. Su madre soltó una pequeña risita. Había actuado tarde.

—Hay comida en esa bandeja —la mujer alzó temblorosamente uno de sus brazos para señalar el lugar—. La trajeron un poco antes de que llegaras, aún debe estar caliente. Come, hijo.

—No, es tu comida, mamá.

—Está bien —le aseguró ella—. Los medicamentos me quitan el apetito. Más tarde vendrán a recoger la bandeja, con o sin comida, así que prefiero que la aproveches tú.

Paul tomó la bandeja y retiró el papel que cubría la comida para después tomar los cubiertos. No sabía mal, le era imposible decir eso, pero tampoco tenía ese sabor hogareño de las comidas de su madre. Era como un sencillo recordatorio de que nada sería igual hasta que su madre dejara el hospital.

. . .

No había podido despedirse adecuadamente de su madre, porque ésta se había quedado dormida luego de que le administraron uno de los medicamentos, así que había tenido tiempo para pensar en lo que estaba haciendo con su vida y en su trabajo como acompañante de John. Llegó a dos conclusiones: la primera era que no debía ser impaciente con el ritmo de todo lo que estaba pasando, y la segunda fue que iba a estar agradecido por siempre con John, porque sin su dinero no habría podido empezar a pagar el tratamiento de Mary.

El camino de regreso a la casa de Maxwell fue más alentador para McCartney porque, en cierto modo, su conciencia estaba tranquila bajo la premisa de que el fin justificaba los medios.

—Tardaste una eternidad —mencionó Edison, con un tono de voz dramático, en cuanto vio a Paul cruzar la puerta de su casa—. ¿Cómo sigue tu madre? ¿Depositaste el dinero?

—Igual que antes —respondió el pelinegro—, y, sí, deposité el dinero. Ahora sólo espero que las quimioterapias le ayuden a vencer esto y que todo lo que he hecho hasta ahora haya valido la pena. En serio necesito que todo vuelva a la normalidad.

El rubio hizo una mueca.

—Bueno, no creo que eso sea posible —se encogió de hombros—, quiero decir, tú puedes dejar de ser escort y tu madre curarse, pero no es posible olvidar por completo que ambas cosas pasaron.

—Lo sé —Paul suspiró con pesadez antes de decidir que no quería continuar con una conversación tan deprimente—. ¿Aún te acompañaré de compras?

—Claro que sí —Maxwell sonrió de manera forzada—. ¡Es día de perras! Te vas a divertir mucho conmigo. Ah, pero eso sí, tienes que comprar algo también. Aunque sea algo pequeño, pero de verdad no tolero a la gente que va de compras conmigo y no compra nada.

—Bien, compraré algo pequeño —McCartney rodó los ojos—. ¿A qué hora saldremos?

—Pues, ¿qué opinas de... —Edison miró su inexistente reloj de muñeca antes de alzar la vista hacia el pelinegro— justo ahora?

—Pensé que dirías eso —Paul asintió—. Podemos ir ahora, de todos modos ya comí algo antes de venir acá.

—Fabuloso, comenzaba a preocuparme que fueras anoréxico o algo por el estilo. No es que fuera a juzgarte, por supuesto; sólo a preocuparme, porque eso hacen los amigos, ¿cierto, Paulsito?

—Claro —McCartney asintió—. Iré por algo de dinero, lo que tengo en mis bolsillos no alcanza para mucho.

— ¡Esa es la actitud, niño!

Tal y como prometió hacerlo, Paul fue a buscar dinero a su maleta y volvió en menos del tiempo que Maxwell había esperado. El rubio insistió en que debían tomar un autobús para llegar al lugar donde pensaba hacer sus compras, así que a McCartney no le quedó más que aceptar.

No obstante, cuando el autobús comenzó a avanzar por calles que el pelinegro jamás había visto en su vida, Paul le dirigió una mirada de preocupación:

— ¿Estás seguro de que este es el camino correcto?

Maxwell miró por la ventana un par de segundos y asintió.

—Totalmente seguro —respondió Edison—, y ya estamos muy cerca de nuestra bajada, así que prepárate para la diversión. Te llevaré a un lugar fascinante y muy peculiar. Apuesto a que te gustará... o saldrás corriendo de ahí, ya veremos.

McCartney estaba a punto de preguntar por el lugar al que se refería su amigo, pero este se levantó y le hizo una discreta seña para que lo siguiera. Paul se levantó y fue detrás de él hasta la puerta del autobús. Caminaron en silencio un par de calles en un barrio que sin lugar a dudas podría ser considerado como de mala fama; Paul guardó sus manos en los bolsillos de su pantalón, con el temor de que alguien se atreviera a asaltarlos en cualquier momento.

Maxwell se detuvo justo delante de un negocio cuyo nombre "Le paradis du désir" se encontraba escrito con una caligrafía bastante sugestiva. La puerta era casi del mismo rojo intenso que era común encontrar en los burdeles, sin mencionar las ventanas con vidrios repletos de pegatinas y recortes de revistas para impedir la visibilidad. Paul tragó saliva. ¿Se suponía que Edison iba a comprar algo ahí?

—Que el nombre francés no te engañe —rió el rubio mientras tocaba una especie de clave en la puerta de metal—. Hoy en día cualquiera cree que todo suena mejor en una lengua distinta a la propia.

Un hombre alto y fornido se encargó de abrirles, no se molestó en saludarlos ni tampoco les dirigió la típica sonrisita tonta que los empleados esbozan cuando un cliente entraba en la tienda, se limitó a indicarles que entraran con un gesto en la cabeza.

— ¿Cómo estás, Rocky? —preguntó el rubio con una sonrisa.

El hombre de la puerta lo tomó del cuello de la camisa para alzarlo al menos un par de palmos del suelo.

—Vuelve a llamarme así y te destrozo el culo, marica...

— ¿Es una amenaza o una invitación?

Paul tragó saliva, sintiéndose desconcertado cuando el enorme sujeto bajó a su amigo y este último se acercó a él para susurrarle:

—Siempre es un encanto ese hombre.

No contestó nada, sabiendo que lo mejor sería evitar conflictos con alguien que apenas si conocía. Siguió a Maxwell a lo largo de un pasillo hasta que llegaron a una especie de cortina plateada con brillos multicolores. El rubio entró sin titubear, con Paul pisándole los talones.

— ¿Max? —una mujer de piel bronceada y ojos como la noche abrazó al rubio—. Creí que mi cliente estrella ya se había olvidado de mí y de mi tienda.

—El placer de estar en tu compañía y el que brindan tus artículos es algo que jamás podré olvidar, sexy Sadie —elogió Edison antes de separarse de ella—. Me has salvado de grandes apuros con Brian, la calidad de tus productos es asombrosa.

—Sólo lo mejor de lo mejor para mis clientes —respondió la mujer con una sonrisa, misma que mantuvo al percatarse de la presencia de Paul—. ¿Y este bombón que trajiste? ¿No me digas que estás engañando a Brian con él? —Miró a Paul a los ojos—. ¿Eres la nueva conquista de Max, nene?

—No, sólo somos buenos amigos —el pelinegro hizo un gran esfuerzo para sonreír, estaba sintiéndose un poco intimidado por la confianza que mostraba la mujer—. Maxwell quería ir de compras y me pidió que lo acompañara.

Sadie miró a Maxwell y negó con la cabeza.

—Me gustan así de sumisos, gracias por la carnada fresca.

—Es igual de defectuoso que yo, Sadie, contrólate, nena —Maxwell se mordió el labio inferior.

La morena soltó un chasquido.

—Algún día tendrás que presentarme uno que me pueda llevar a la cama, Maxwell...

—Sólo si me das un descuento extra —el rubio se cruzó de brazos—. Y mi amigo también quiere uno, ¿cierto, Paul?

—Eso dijiste la última vez —Sadie rodó los ojos—, pero todavía tienes el puesto de mi defectuoso favorito, así que cuenta con los descuentos.

—Nunca me decepcionas, nena —Edison le hizo un guiño—. Como sea, mi osito y yo celebramos un mes más juntos, así que pensé que sería conveniente entrar al mundo del BDSM. No quiero algo tan extremo todavía, pero creo que podemos empezar con un collar, unas esposas, y un látigo.

—Tengo justo lo que necesitas, conejito travieso, ven por acá.

McCartney siguió a su amigo y a la mujer lentamente, mientras observaba con asombro las estanterías y todos los artículos que estaban en la pared. Había toda clase de cosas: penes y vaginas de plástico, lo que parecían ser juegos de mesa con temáticas sexuales, disfraces peculiares y sugestivos.

Terminó perdiendo la pista de Edison y Sadie, así que prefirió esperarlos justo donde estaba. No se molestó en impedir que sus curiosos ojos pasearan sobre la innumerable cantidad de artículos sexuales que había frente a él. Su amigo había insistido en que debía comprar algo también, pero nunca habría accedido si hubiera sabido la clase de tienda a la que irían.

Ni siquiera supo en qué momento comenzó a analizar un pequeño artículo metálico que parecía terminar en una joya color verde.

— ¿Te gusta ese? —Paul dio un apenas perceptible respingo al escuchar la voz de Maxwell, quien al parecer ya no estaba acompañado por Sadie—. Se llaman plug anales, son buenos; fueron de los primeros juguetes que probé, te ayudan a acostumbrarte a la sensación de estar abierto. Deberías probarlo, bueno, quizá uno de tamaño pequeño primero.

—No, yo no...

—Oh, vamos, no seas miedoso —el rubio tomó una caja que contenía tres plugs metálicos—. Apuesto lo que quieras a que volverás loco a John cuando te vea usarlos. Hablando de él, ¿no te gustaría llevarle un regalo?

—Maxwell...

—No seas aburrido, niño, piensa en que estas bellezas harán que John no pueda dejarte ir nunca —Edison rodó los ojos, aunque lo cierto era que se estaba divirtiendo mucho con la situación—. Deberías agregar también algo de lencería, la de encaje quedaría fabulosa con esa piel lechosa que tienes...

—No sé si a John le gusten ese tipo de cosas.

—Sólo hay una forma de averiguarlo —Maxwell se encogió de hombros—. Puedes empezar con algo sencillo y elegante, no estoy diciendo que vayas a disfrazarte de conejito; a menos de que le gusten ese tipo de fetiches. A Brian no le gusta que me disfrace, por ejemplo; pero la lencería lo enloquece, aunque a veces se atreva a romperla... ¿sabes cuál es el color favorito de John?

—Eh... no.

—Entiendo —Edison rió un poco—, sugiero que compres algo en color rojo, no, mejor en negro. El color resaltará mucho con tu piel y estoy seguro que le darás una erección a John del tamaño del Empire State.

McCartney sólo pudo sonrojarse. En ningún lenguaje, y posiblemente tampoco en algún remoto planeta, podría encontrar las palabras necesarias para hacer cambiar a su amigo de idea.




¡Hola! Por fin se terminó el semestre y debo decir que se siente muy bien publicar una parte más de esta historia. Gracias por su paciencia, les aseguro que lo mejor está por venir.

(JAJAJAJA, esta historia es tan vieja que ya hasta la carrera terminé, pero weno, espero que les esté gustando)

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