Capítulo 16
Revisó por enésima vez toda la ropa que tenía y se llevó las manos a la cara con desesperación, ninguna combinación de las prendas que tenía parecía estar a la altura para presentarse en una empresa de tan elevada importancia como lo era la de Lennon. Mordió su labio y miró el reloj que había en la pared para descubrir que le quedaba poco tiempo si quería bajar a desayunar.
El pelinegro tragó saliva, y también su orgullo, antes de salir de su habitación con apenas sus calzoncillos y una delgada camiseta encima. Caminó por el pasillo hasta llegar a la última puerta, la cual se encontraba cerrada. No sabía si debía llamar o sólo girar el picaporte para entrar. Al final, optó por la primera opción.
Un despeinado y somnoliento John le abrió la puerta después de la tercera vez que el menor llamó a la puerta. McCartney se quedó hipnotizado con el aspecto del hombre casi desnudo que tenía enfrente: no tenía una figura perfecta, pero tampoco se podía decir que tuviera peso extra; su cuerpo indicaba salud, al igual que su blanquecina piel. El mayor dijo algo, pero el pelinegro estaba demasiado concentrado en los diminutos lunares que adornaban la piel del magnate cerca de sus clavículas.
Se sintió muy avergonzado cuando Lennon lo tomó por la barbilla y le alzó el rostro para que lo mirar a los ojos, pudo evitar sonrojarse por mera fortuna. El mayor sonrió con picardía sin soltar a Paul.
— ¿Te sientes bien, McCartney? —todo rastro de somnolencia había desaparecido del rostro del empresario, parecía más bien divertido—. ¿O acaso nunca habías visto a un hombre en paños menores? Se supone que deberías estar acostumbrado, ¿es parte de esa profesionalidad de la que me hablaste ayer?
—Estoy bien, señor Lennon —dijo Paul, intentando sonar convincente. El magnate soltó al pelinegro—. Es sólo que... no tengo ningún traje para poder asistir a su oficina, no creo que sea un visitante grato si visto, bueno, ropa no apta para ese lugar. Así que me preguntaba si podía quedarme en casa como mencionó en un principio.
El castaño rodó los ojos.
—Es mi empresa, te aseguro que no te echaré aunque entres desnudo —le aclaró con un tono burlón—, pero... si no te sientes cómodo con la ropa que tienes, puedes usar algo de mi guardarropa. Yo también debo cambiarme si quiero llegar a tiempo, el vestidor está ahí.
John señaló una puerta en una de las orillas de la enorme habitación antes de dirigirse hacia la misma para abrirla. Le dirigió una mirada confusa a Paul, como si esperara que lo hubiese seguido apenas si hubo terminado de hablar. El pelinegro batió sus pestañas y siguió a Lennon dentro del armario. El mayor encendió la luz y los encerró en cuanto ambos estuvieron dentro. El menor empezó a sentirse nervioso, así que lo único que pudo hacer fue pegar su espalda por completo a la puerta y rogar para que todo terminara pronto.
—No sé qué debería ponerme —habló Lennon, frunciendo los labios en señal de desconfianza mientras pasaba sus manos por los costosos trajes que estaban colgados de manera impecable—. Tengo una junta con los accionistas minoritarios de una compañía disquera de relevancia, probablemente no tratemos ningún asunto demasiado importante, pero tengo los derechos de casi toda la compañía y quiero verme bien.
—Yo no sé mucho sobre moda...
El castaño dejó de ver los trajes que tenía colgados para girarse hacia Paul y cruzarse de brazos al mismo tiempo que ladeaba un poco su cabeza hacia la izquierda. El menor contuvo la respiración, su mirada no mostraba algo que no fuera temor.
—Esto no está funcionando, ¿verdad? —John chasqueó la lengua y, sin siquiera mirar, tomó un traje al azar. El menor tragó saliva al notar que había un deje de incomodidad en la voz del mayor—. Empaca tus cosas, no tienes que seguir soportando esto.
Al terminar de decir eso, apartó a McCartney de la puerta y salió del vestidor.
El sonido de la puerta del armario cerrándose hizo que Paul entrara en algo parecido a un trance. Su pulso se aceleró y una sensación de ahogo se hizo presente, como si no pudiera respirar. Lennon había afirmado que no estaba funcionando, le había pedido que empacara, había dicho que no tendría que seguir soportando eso. Negó con la cabeza. No podía permitir que el magnate rompiera el contrato, necesitaba el dinero. La simple idea le estaba provocando náuseas.
Cruzó sus brazos para darse una especie de abrazo a sí mismo. Apretó con fuerza al mismo tiempo que sentía que su cuerpo le estaba haciendo una mala jugada al sumergirse en la desesperación. Necesitaba hacerlo reaccionar, pero las palabras del empresario seguían dando vueltas en su cabeza. Tenía que controlarse, ser fuerte.
—Respira... —susurró para sí mismo con debilidad.
No podría salvar a Mary porque iba a pasar años en prisión al no poder pagar lo que la empresa exigía. Comenzaba a sentirse mareado, el aire seguía sin llegar a sus pulmones. No podría asistir a la escuela por estar tras las rejas y, si llegaba a salir de la cárcel antes de morir, no conseguiría ningún buen trabajo por sus antecedentes penales y carencia de título profesional. Se golpeó el pecho con fuerza, en un vano intento de que su cuerpo reaccionara.
—Aire... —otro susurro apenas audible.
Estaba sudando y tenía la sensación de que el frío estaba calando hasta al más recóndito de sus huesos. Quiso llorar, pedir auxilio a gritos; lo único que salió de su garganta fue un tenue estertor. El tiempo parecía transcurrir de forma todavía más lenta cuando su visión comenzó a tornarse negra. Iba a morir.
No quería morir.
. . .
Lennon ignoró el golpe seco que se había producido dentro de su vestidor y terminó de abrocharse los botones de la camisa para después encargarse del pantalón. En cuanto terminó, se acercó a la cómoda donde guardaba las corbatas y, siempre indiferente ante el accesorio que tanto le desagradaba, tomó una al azar. Suspiró al ver su reflejo en el espejo mientras hacía el nudo.
No pudo evitar mirar la puerta de su armario cuando terminó de anudar la delgada y fina tela. Estaba seguro de que McCartney había preferido permanecer dentro porque todo indicaba que consideraba a John una especie de monstruo que en cualquier momento lo obligaría a hacer algo que no deseaba; y ese pensamiento hacía sentir mal al magnate, porque él distaba mucho de ser así. La experiencia de tener un escort estaba convirtiéndose en una pesadilla.
Soltó una exhalación cargada de pesadez antes de dirigirse a las puertas del vestidor. Llamó a la puerta y esperó a que el menor abriera, pero eso no ocurrió. Probablemente seguía incómodo con el empresario.
—Paul, tienes que salir —indicó el castaño—. Yo... bajaré a desayunar y luego nos iremos, recuerda llevar tus pertenencias. Voy a pagarte como si hubieras terminado la semana y contactaré con la empresa el viernes en la tarde para que te asignen con alguien más.
Como no hubo respuesta alguna, el magnate decidió abrir la puerta.
El castaño ahogó un grito al descubrir al pelinegro inconsciente en el suelo, ni siquiera parecía estar respirando. Tuvo miedo. Aunque la piel del chico siempre había sido de un blanco pálido, no se comparaba con la ausencia de color que tenía en esos momentos, era como si se tratara de un cadáver.
—No —exclamó Lennon en apenas un susurro—. No puede estar pasándome esto, no de nuevo...
John se agachó deprisa para comprobar que el menor tuviera pulso. Sus alterados nervios lo hacían sentir como si estuviera experimentando un horrible deja vu y pudo respirar con tranquilidad hasta que notó que el corazón del menor aún latía. No estaba muerto.
—Vas a estar bien, es sólo un desmayo —dijo el castaño, sin saber con certeza quién era el receptor de sus palabras.
El magnate cargó a McCartney con cuidado, de una manera muy parecida a la nupcial, para sacarlo de ahí y depositarlo en su propia cama. Se sentó a su lado para esperar a que reaccionara y no pudo evitar aprovechar esos minutos para observar minuciosamente al joven de piel lechosa.
Poseía un rostro que no podía describirse con otra palabra que no fuera "delicado"; dos delgados arcos como cejas y hermosas pestañas largas, Lennon no habría creído que tales características pertenecieran a un varón si no lo hubiera visto; sus dormilones ojos eran grandes y dulces, el empresario encontró gracioso que los párpados que los cubrían no estuvieran cerrados por completo. A pesar de las muestras de rechazo, John todavía consideraba a Paul como el hombre más cercano al término perfección, cuya belleza inmaculada no podía ser negada por nadie, un adonis.
El castaño acariciaba la mejilla de McCartney con delicadeza cuando el último recobró la conciencia y abrió los ojos. Sus rostros estaban apenas a un palmo de distancia, por lo que, aunque aún estaba aturdido por el desmayo, fue sencillo para el menor notar que la expresión de angustia en la cara del magnate era sustituida por una de alivio. El pelinegro batió sus pestañas sin otra intención que la de adaptarse a la iluminada habitación en que se encontraba.
—Comienzas a recuperar el color, te ves más lindo así —elogió Lennon, esbozando una sonrisa. Era verdad, unos leves toques de rosa estaban apareciendo en el rostro del menor. Suspiró—. Paul, ¿crees que podrías no desmayarte en mi vestidor la próxima vez?
Aunque quiso reír, el pelinegro sólo sonrió con timidez, en silencio, sin apartar sus avellanas de aquellos ojos que lo observaban como si no hubieran visto antes una criatura más dulce y bella. Las cálidas yemas de los dedos de la mano derecha del castaño seguían rozando con cariño desde el pómulo hasta la barbilla de McCartney.
—Ya no parece que estés en riesgo de morir en mi casa —le dijo el empresario, intentando sonar divertido—. No vuelvas a causarme otro susto, ¿de acuerdo?
Ambas mejillas del menor comenzaron a tomar un tenue color carmín cuando el pulgar se desvió de la ruta usual para delinear sus labios, los ojos de Lennon estaban fijos en los finos pliegues.
—Si te ruborizas es porque ya no me tienes miedo —el castaño se acercó más a McCartney, podían sentir la respiración del otro—. Me obligaste a tratarte mal, pero no soy un monstruo. Si algo no te gusta, sólo dímelo.
El tacto se sentía bien, el calor hacía sentir al pelinegro feliz y querido. Paul abrió su boca con ligereza para decir algo, pero antes de que lo lograra, John ya había acortado por completo la distancia entre ellos y unido sus labios. Cerró los ojos y se dejó llevar por el magnate, quien parecía tener más experiencia.
Cuando Lennon se apartó de él y se vio en la necesidad de abrir los ojos de nuevo, se sintió afortunado. Porque no había sido emparejado con un viejo feo y gordo ni tampoco con uno que lo obligara a hacer cosas que no deseaba hacer, que eran los rasgos que Maxwell le dijo que caracterizaban a la mayoría de los hombres ricos. El pelinegro había ganado la mismísima lotería: John era joven, apuesto, poseía un buen cuerpo, y, según parecía, un buen corazón.
— ¿Cómo te sientes? —preguntó Lennon—. No soy un experto, pero sé que los desmayos no son una buena señal de nada, ¿sabes qué pasó?
—Creo que me desmayé porque tuve un ataque de pánico o algo así —contestó el pelinegro—. No podía respirar, sudaba, mi cuerpo parecía no querer responder y... bueno, pensé que iba a morir. Ya estoy bien, gracias por preocuparte.
John sonrió y asintió.
—Entonces será mejor que te vistas —el magnate miró el costoso Rolex que tenía en su muñeca—. Está claro que no llegaremos a la hora que acostumbro a mi oficina, pero no puedo faltar, ya sabes, por la junta que tendré más tarde.
— ¿Significa que no estoy despedido? —preguntó Paul con una sonrisa tímida en el rostro.
—No soy tan estúpido como para despedir a alguien que besa tan bien —soltó una pequeña risa y se levantó de la cama para ir hasta el cajón donde tenía las corbatas. Sacó una parecida a la que él llevaba ese día para entregársela a Paul—. Date prisa, te espero abajo.
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