Capítulo 1

El señor McCartney caminaba de un lugar a otro en la sala de espera, su hijo mayor no podía hacer algo más que ver su nerviosismo y contagiarse del mismo. Se giró de inmediato cuando creyó escuchar la puerta del consultorio abrirse, pero sólo había sido su imaginación.

—Ella va a estar bien, ¿verdad? —la pregunta de Paul lo hizo comprobar que comenzaba a experimentar aturdimiento.

—Sí —contestó, pero su respuesta apenas si fue un susurro—. Ella estará bien, no te preocupes.

Silencio. La noche se aproximaba y el hospital parecía estar vaciándose conforme los minutos transcurrían; sin lugar a dudas, nadie querría quedarse en un lugar como ese de manera voluntaria. La muerte y la tristeza podían olerse con facilidad una vez que el sol se marchaba.

Mike se preguntará dónde estamos —miró de nuevo a su hijo y se encogió de hombros.

—Me quedaré junto a tu madre —dijo Jim en tono solemne—. Tú puedes ir a casa, si así lo deseas. No tienes que quedarte aquí, Paul.

Su hijo negó con la cabeza.

—Me quedaré aquí —el muchacho le dirigió una sonrisa tímida a su padre, pero el último estaba demasiado aturdido como para fijarse en algo así—. Mike ya no es un niño pequeño, no necesita que estemos ahí siempre.

Silencio. Su comentario no fue ni aceptado ni rechazado, pero el joven no se concentró en ello. Sus ojos, al igual que los de su progenitor, quedaron fijos en la puerta de madera que los separaba de una de las mujeres más importantes en la vida de ambos: Mary. Parecía que había transcurrido una eternidad desde que uno de sus propios colegas había empezado a revisarla.

Paul suspiró de alivio cuando escuchó las bisagras rugir, pero un mal presentimiento se alojó en su mente cuando vio la expresión en el rostro del médico. No podía tratarse de buenas noticias.

— ¿Cómo está mi esposa? —preguntó Jim, cuya voz sonaba temblorosa y muy angustiada—. ¿Está bien ahora? ¿Podemos ir a casa?

El doctor negó con la cabeza.

—Mary no se encuentra bien —anunció el hombre que portaba una blanca bata. Aunque todo médico debía actuar con profesionalidad, era casi imposible cuando el paciente resultaba ser alguien conocido—. Aún no sabemos con exactitud ante qué nos encontramos, pero no voy a mentirles: no se trata de algo simple. Ya envié algunas muestras de sangre al laboratorio y quiero hacerle algunos estudios más antes de dar un diagnóstico.

— ¿Mi mamá se pondrá bien? —cuestionó Paul con timidez, preguntándose si era correcto hacer la pregunta.

—Espero que sí —contestó el doctor—. En cuanto tenga un diagnóstico, podremos comenzar con el tratamiento adecuado para que se recupere pronto y vuelva a casa con ustedes.

Paul asintió, pero Jim no pareció conformarse con la respuesta del médico.

— ¿Cuándo tendrá el diagnóstico? —preguntó.

—Un par de días, señor McCartney —la expresión del especialista se mantuvo seria—. Tienen que ser pacientes y evitarle sentimientos negativos a Mary, las emociones influyen más de lo que nos imaginamos en la salud. Ella permanecerá en el hospital, ya le hemos suministrado medicamento para que no sienta dolor.

— ¿Podemos verla?

—Sólo uno de ustedes, por cinco minutos —respondió el doctor, mirando su reloj de muñeca por un instante—. El horario de visitas terminó hace casi una hora.

Jim asintió y decidió que sería él quien iría a ver a Mary, mientras que Paul se quedaría en la sala de espera junto al doctor. Una enfermera fue quien llevó al señor McCartney hasta donde se encontraba su esposa. Su hijo sólo suspiró al verlo marcharse.

—Doctor, sé que dijo que todavía no tenía un diagnóstico, pero... ¿tiene alguna sospecha sobre qué tiene mi mamá? Me preocupa mucho, aunque no sea exacto, quiero tener una idea de lo que está pasando.

—Prefiero no intentar adivinar, muchacho —el hombre negó con la cabeza—. Sé paciente. Lo sabrás cuando tenga los resultados y esté seguro de mis palabras.

—Si usted estuviera en mi lugar, ¿no le gustaría saber cuáles son los pensamientos del doctor sobre el estado de su madre?

El médico sonrió con tristeza, colocó su mano en el hombro del muchacho y, antes de marcharse a su consultorio, comentó:

—Tu madre tiene un tumor en uno de sus pechos, necesitamos los resultados de los estudios para estar seguros, pero podría ser cancerígeno.

. . .

Les dieron un diagnóstico casi una semana después, pero el hijo mayor de los McCartney decidió cumplir la petición de Mary sobre no permitir que su enfermedad afectara su vida cotidiana. Así que, el día posterior, se había vestido muy temprano, había tomado el autobús para ir al instituto y había acudido a sus clases como cualquier otro día.

Paul no era fanático de la escuela, pero tampoco la odiaba. Era el primero en su familia -el segundo había sido su hermano Mike- que había logrado matricularse en el prestigioso Liverpool Institute, lo cual no había logrado otra cosa que llenar de orgullo a sus padres, pero particularmente a su madre. Mary siempre había afirmado que quería que sus hijos se convirtieran en profesionistas.

El mayor supo desde el principio que no tenía lo necesario para llegar a convertirse en médico, pero todavía aspiraba a formarse como docente. Y, de manera indudable, convertirse en maestro siempre le había sonaba como una meta que alcanzaría algún día. No imaginaba que era probable que su madre jamás lo viera hacerlo.

— ¿Te pasa algo? —le preguntó George Harrison, un chico con el que solía sentarse en el autobús—. Eres un parlanchín nato y parece que olvidaste la lengua en tu casa el día de hoy.

—No estoy de humor, es todo —contestó Paul, en un fallido intento de mostrarle al chico de grandes colmillos que se encontraba igual que siempre—. Hoy no tengo muchos temas de conversación, el silencio también es agradable, ¿sabes?

George iba un año más abajo en el Liverpool Institute que el mayor de los McCartney y, aunque en condiciones normales los chicos de grados inferiores no hablaban con los de los superiores, él parecía ser la excepción de la regla. Paul tenía amigos -de su edad-, pero Harrison también se había convertido en uno, aunque sólo lo viera durante los trayectos.

— ¿Te gustaría ir al muelle a pasear? —preguntó George—. Podríamos conseguir algo para comer cuando nos aburramos de la tranquilidad del puerto, escuché de un lugar que...

—No puedo, George —Paul negó con la cabeza—, voy a estar muy ocupado durante toda la tarde. Necesito conseguir un trabajo de medio tiempo para ayudarle a mi papá con los gastos de la casa.

Harrison frunció el ceño y miró a McCartney, sin entender por completo lo que acababa de decirle. Paul desvió su mirada hacia la ventana.

—Creí que tu madre trabajaba como enfermera, ¿no me habías dicho eso?

—Sí, mi mamá es enfermera, pero ahora está un poco indispuesta y no puede trabajar hasta que se recupere —le contó Paul, sin querer revelar lo que en realidad pasaba—. Mi papá no me lo pidió, pero quiero hacerlo, ¿sabes? En menos de tres meses cumpliré dieciocho, estoy más que listo para la vida laboral.

— ¿Y qué pasará con la escuela? —cuestionó el chico de grandes colmillos—. No estarás pensando dejarla cuando estás a nada de iniciar los estudios posteriores, ¿o sí?

—Por supuesto que no, no soy un idiota —Paul rodó los ojos y miró a George con fastidio—. Sólo será un trabajo de medio tiempo, durante las tardes y quizá los fines de semana, algo que me permita aportar un poco de dinero.

Harrison asintió, pero no hizo más comentarios al respecto porque debía bajar en la siguiente parada, así que aprovechó el tiempo que le restaba en el autobús para despedirse de McCartney.

El hijo mayor de los McCartney suspiró al bajar en la parada que le correspondía y continuó su camino a casa con paso lento, no quería llegar al número 20 de Forthlin Road, donde un silencio sepulcral lo esperaba. Pero debía hacerlo. Tenía que encargarse de preparar la comida para la familia, porque su padre no tardaría en llegar.

Desde que se enteraron de lo costoso que iba a ser el tratamiento de Mary, Jim había buscado un segundo trabajo y utilizaba el tiempo libre para cubrir suplencias. Ni siquiera así tenían suficiente dinero. El hospital les había brindado un descuento –porque Mary trabajaba ahí–, pero la cantidad que necesitaban seguía excediendo lo que el señor McCartney ganaba en un año.

Mike no se había mostrado alterado, pues optaba por mantener una actitud optimista al respecto y decir que todo estaría bien al final; Paul, por otro lado, sí podía sentir la frustración de su padre, sentimiento que también lo aquejaba a él.

El doctor había sido claro: si Mary no recibía las sesiones de quimioterapia cuanto antes, el cáncer podría expandirse y dicha metástasis haría que la cantidad de dinero necesaria ascendiera todavía más.

Los ojos de Paul se llenaron de lágrimas que se forzó a contener. No podía llorar. Era un muchacho fuerte, no iba a derramarlas en la calle, no se iba a exponer a que alguien lo viera así. Llenó sus pulmones de una inspiración y exhaló con lentitud para calmarse antes de abrir la puerta de la casa. Funcionó.

Subió para dejar su mochila sobre su cama, se quitó el uniforme de la escuela y bajó a preparar la comida, así como un té. Todo estuvo listo media hora más tarde, aunque su padre y hermano tardarían un poco más en llegar a casa.

Paul subió a su habitación y tomó su guitarra para rasguear las cuerdas sin mucho entusiasmo. Había conseguido el instrumento mediante el cambio de una trompeta que su padre le había regalado hacía casi dos años y medio. Era el instrumento que más le gustaba.

—Mira, encontré algo que te interesará —Mike entró a la habitación de su hermano mayor y le entregó un periódico en el que solían aparecer oportunidades de empleo—. Es como conductor de un autobús de reparto de paquetes, aquí dice que pagan siete libras por semana, deberías ir.

Los ojos del chico de cabello más oscuro se posaron sobre las letras del periódico para comprobar que lo que su hermano había dicho era cierto. Tenía que ver si podían permitirle que sólo trabajara medio día, pero le quedaba claro que no iba a dejar pasar una oportunidad como esa.

—Voy a ir —comentó Paul, su hermano sonrió—. Espero que me contraten. No es una gran paga, pero sí que le haría un poco más fáciles las cosas a papá si tenemos unas libras extra. Todo se ha vuelto más complicado sin el salario de mamá.

—Lo sé —Mike asintió al mismo tiempo que acariciaba uno de sus brazos con lentitud—, pero mamá dijo que sólo es temporal y que más pronto de lo que imaginemos estará de regreso en casa. Ella siempre tiene razón, Paul.

. . .

Las personas que se encontraban trabajando en la paquetería miraron a Paul con recelo cuando atravesó las puertas del edificio y se dirigió con paso firme a la oficina del gerente para golpear tres veces. Un señor alto y de cabello oscuro fue quien abrió.

— ¿Qué ocurre, muchacho? —frunció el ceño y escrutó a McCartney.

—Vine por el anuncio en el periódico —respondió el chico de ojos color avellana—. Me llamo Paul McCartney. Soy muy responsable, puntual, honesto, y me gustaría tener el trabajo, señor.

— ¿Qué edad tienes?

—Diecisiete, pero pronto cumpliré dieciocho.

— ¿Estudias?

—Sí, en el Liverpool Institute —el gerente asintió con lentitud—, no pienso dejar la escuela, pero le aseguro que trabajaré el doble de duro en las tardes si me da la oportunidad; y cuando las vacaciones comiencen, podré cumplir cualquier horario que me asigne.

El hombre chasqueó la lengua y negó con la cabeza.

—No es un trabajo de medio tiempo, Paul —le aclaró el gerente—. Los repartos de paquetes se realizan principalmente durante la mañana, que es cuando tú tendrías que estar en clases. Es cierto que podríamos repartirlos durante la tarde, pero los clientes mostrarían su inconformidad por el cambio y...

—No me dará el trabajo —McCartney suspiró con pesadez y chasqueó la lengua—. Sé que a usted no le importa lo que me pase, pero de verdad necesito el dinero para ayudar en mi casa.

El gerente mordió su labio y tomó una hoja de una pequeña libreta para comenzar a escribir algo que el chico no podía ver. El hombre terminó, dobló la hoja y se la dio a McCartney.

— ¿Sabes dónde está la tienda de música NEMS? —Paul asintió—. Bien, vas a buscar a Brian Epstein, es un amigo mío. Dile que te envía Bill Harry, te aseguro que te dará trabajo.

—Muchas gracias, señor.

Paul apretó con fuerza la hoja que tenía en la mano y salió de la oficina del gerente, con la esperanza de que todo mejoraría en un futuro próximo para él y su familia.

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