•Capítulo siete.

7.

Huésped inesperado, pero ciertamente bienvenido.


Él estaba de espaldas a la sección de los congelados, hurgando entre el cajón de los vegetales por los tomates más rojos y frescos, pero aún así podía oírlas reír mientras se retaban la una a la otra a invitarlo a salir. Un par de chicas no mayores que él cuchicheaban al fondo de la tienda, en voz lo suficientemente baja como para parecer discretas; aunque con el buen oído de un cazador de sombras, más la runa de audición que se había puesto antes de salir, Jonathan escuchó todo.

Se acercó a la caja, en donde fue atendido gracias a Dios por un hombre mayor aparentemente aburrido de la vida, Jonathan  no se creía capaz de soportar a otra chica más riéndose como descerebrada sólo para ser notada por él. Era admirado tanto por hombres como mujeres, pero generalmente los primeros solían ser menos evidentes que las féminas. Cogió las bolsas de plástico que le tendía el dependiente con evidente fastidio y se marchó de allí, haciendo resonar la campanilla de metal que se agitó al soltar la puerta de la tienda.

Queens no era exactamente lo que se decía un lugar muy lujoso, pero no iba a arriesgarse a la ira de sus familiares y demás Nefilim sólo por un costoso apartamento en Manhattan; la Cónsul Penhallow le había aconsejado quedarse lo más apartado posible de los demás, en específico de los integrantes del instituto de Nueva York, al menos las primeras semanas, ya que los ánimos estarían bastante caldeados debido a la decisión del Consejo. Quizá hubiese cometido una locura al haberle hecho aquella proposición a Alexander, pero era lo que el corazón le había dictado hacer; aquél muchacho en serio le interesaba, era demasiado transparente, y sin embargo, Jonathan no podía descifrarlo del todo.


[…]


Al llegar al edificio, se encontró con el sobrino de la señora Winks en el portal, iba saliendo con el bolso de la anciana en una mano y el brazo de la misma en la otra; les sonrió amablemente y dejó que la señora Winks le pellizcara las mejillas mientras los presentaba. Al parecer acababan de llegar de una reunión familiar en la que la hija de la señora Winks, la madre del joven que la estaba trayendo a casa, anunció su casamiento con el que sería su tercer marido. Se adentró al edificio justo cuando la lluvia comenzaba a intensificarse, subió las escaleras de dos en dos y estuvo frente a la puerta de su apartamento en menos de cinco segundos; la velocidad de cazador de sombras era bastante útil.

Jonathan sólo quería soltar las bolsas en la cocina, quitarse toda la ropa mojada y darse una buena ducha caliente, tras lo cual podría inventarse algo rápido para la cena y leer un poco antes de irse a la cama; no le gustaba para nada tener que esconderse, y menos durante tanto tiempo. Se sentía encerrado y eso no le gustaba para nada, Jonathan se sentía como un león enjaulado. Él quería salir y enfrentarse a los demonios, ayudar a mantener limpia la ciudad de criaturas oscuras, pero no, todas sus habilidades como un cazador de sombras extraordinario estaban siendo desperdiciadas porque era odiado por sus hermanos Nefilim.

Él ya no sabía qué hacer, cómo demostrar que no era el mismo psicópata que había destruido tantas familias, que había diezmado a los suyos propios; Sebastian estaba muerto, ahora era sólo Jonathan . ¿Por qué nadie podía comprenderlo? ¿Por qué no veían que nada de eso había sido su culpa? Si tan sólo Sebastian no hubiese causado tanto daño a las personas, tal vez los demás hubieran sido más piadosos con él.

«No.» Se dijo Jonathan, alzando la barbilla con dignidad.

Eso había quedado atrás. La Clave le había perdonado por sus anteriores actos. Los Hermanos Silenciosos habían dicho que era libre de la sangre de Lilith, que ya no había maldad en su interior. La espada del Ángel, Gloriosa, había decidido que era lo suficientemente bueno para vivir; había sido pesado en la balanza y hallado justo. Era Jonathan Morgenstern, un cazador de sombras más, como cualquier otro miembro adulto en activo de la Clave e iba a hacer valer sus derechos, sin importarle lo que los otros pensaran de él.

Fue cuando hubo soltado las bolsas despreocupadamente sobre la encimera de la cocina, se hubo descalzado los pies de las botas de combate y se había sacado la camiseta húmeda por la cabeza, y no antes, que recayó en la presencia del muchacho. Iba tan ensismado en sus pensamientos anteriormente que no se dio cuenta de la mochila negra situada en el piso junto a la entrada, del abrigo negro desgastado colgado junto al suyo, de la figura encogida sobre su sillón favorito.

El director del instituto de Nueva York permanecía tieso como un árbol sentado en medio del sofá en forma de L, con las piernas recogidas, los pies descalzos y pálidos apoyados en el borde, los brazos rodeando sus rodillas y los ojos azules abiertos y curiosos clavados en él; cuando se giró se percató del violento sonrojo que azotó la blanca piel de las mejillas en cuanto le pilló observándole con descaro.

"Estoy seguro de que los magullaste." Fue todo lo que salió de los labios color rosa claro.

Jonathan alzó una ceja, ya que su voz, aunque tenía el mismo tono neutro e indiferente que la caracterizaba, sonaba gangosa, rota. Alec señaló la barra americana que dividía la cocina del salón, las bolsas de habían abierto y los vegetales estaban todos desparramados sobre la encimera.

"Los tomates; se supone que deben ser tratados con suavidad por ser vegetales extremadamente delicados y tú sólo los has dejado caer con rudeza." Se explicó, con un ligero tono de superioridad tiñendo su voz. "Estoy seguro de que los magullaste."

Reprimiendo una carcajada, Jonathan cogió los tomates con cuidado y los observó entre sus manos. Alec tenía toda la razón, estaban abollados, y algunos incluso se habían reventado; miró al de los ojos azules, y ahí lo supo. La voz quebradiza, los ojos acuosos y la nariz enrojecida, Alec había estado llorando.

"Supongo que podríamos tener una buena sopa  de tomates magullados para la cena." Bromeó, dejándolos en un tazón de vidrio y encaminándose hacia el pelinegro.

En lugar de reírse o mirarle como si fuese un desadaptado total, Alec frunció el entrecejo de una manera absolutamente adorable.

"¿A las tres de la madrugada?" Preguntó inocentemente, haciendo reír al rubio. "Oh, ya veo, hacías una broma."

Observó como Alec se tensaba en el segundo en que su trasero tocó el mueble sobre el que estaba sentado, Jonathan dibujó un semblante completamente serio, indicándole que ya no bromeaba sobre lo que iba a decir.

"¿Eso es un sí? ¿Aceptas mi propuesta?" Le preguntó Jonathan, penetrándole con su intensa mirada verde pasto.

Incapaz de hablar, Alec asintió.

"Tengo una sola condición." Dijo al fin, llamando la atención del rubio. "Alejarnos lo más posible de Nueva York."

Jonathan frunció el ceño, levantándose del sofá y haciéndole un gesto con la mano para que lo siguiera; Alec se agachó por su mochila cuando pasaron frente a la puerta de entrada, y doblaron a la derecha por un pasillo bastante estrecho. Tragó saliva al sentir el calor que manaba del pecho desnudo de Jonathan, Alec vestía una ligera camiseta negra de algodón, y sentía la calidez del rubio contra su espalda.

"Creía que me dirías todo lo contrario, tu familia reside en el instituto. Y eres el director." Se extrañó Jonathan, deteniéndose. Alec observó dos puertas contiguas. "La bodega de vinos."

Jonathan señaló la derecha, y luego la de la izquierda.

"La habitación que Valentine armó para mi madre; no quise conservar todas esas cosas, pero tampoco soy capaz de tirarlas a la basura. Así que, hasta que algún día les encuentre un uso, se quedarán allí." Suspiró, dando media vuelta y deshaciendo el camino hasta el salón.

Alec lo siguió, pensando su respuesta.

"Exactamente." Contestó, haciendo que Jonathan se detuviera al pie de la escalera de caracol cristalina. "Están todos allí, y quiero alejarme lo más posible de todo eso."

Tomando la iniciativa, Alec se le adelantó y comenzó a subir los escalones con rapidez, deteniéndose en el segundo piso. Esperó a que Jonathan tomara la delantera y lo guiara por el laberinto de pasillos, antes de volver a hablar.

"Todos están juzgándome por haberte dejado en libertad; algunos dicen que debería haberte matado, que no soy lo suficientemente hombre porque no le hundí una flecha en el corazón a otro hombre desarmado y débil. Pues no me interesa que lo digan, porque lo hice y no me arrepiento, jamás habría asesinado a alguien en clara desventaja. Si quieren juzgarme por mi orientación sexual, está bien, pero no voy a tolerarlo en mi propia casa, y menos de mi propia familia." Soltó enfadado, subiendo la voz.

Jonathan sonrió ligeramente, era exactamente lo que él sentía, por diferentes motivos y razones, pero al igual que Alec, él estaba siendo juzgado injustamente. Al parecer, se iban a entender mucho mejor de lo que había pensado en un principio.


[…]

Tenía la cara roja y la vena del cuello le latía con fuerza, Alec le devolvió la mirada enfurruñada a la imágenes que aquél antiguo espejo de aspecto victoriano le enseñaba y siguió adelante; se obligó a calmarse mientras Jonathan continuaba señalando puertas y diciendo cosas como «dormitorio de huéspedes», «baño extra», «baño extra para huéspedes», y «habitaciones listas para usar». Cuando terminaron con el tour por el segundo piso, volvieron a encontrar otro juego de escaleras que los llevó hasta el tercer y último piso, que según Jonathan, contenía un fuerte glamour.

"Esta será tu habitación." Le dijo a Alec, dejándolo entrar primero.

Era considerablemente más grande que la que poseía en el instituto, tenía un armario, un escritorio y una cama doble, todo de madera clara aparentemente nueva; las sábanas blancas le recordaron a Alec la enfermería del instituto, y las grandes ventanas que flanqueaban la cama a ambos lados a las vistas desde el invernadero.

"La puerta de la derecha es el baño, y la de la izquierda es un armario extra  por si tienes mucha ropa y el que está allí no te alcanza." Recitó Jonathan, con aquella voz típica que utilizan los agentes inmobiliarios para venderles a los clientes un lugar.

Alec desvío su mirada hasta la mochila que tenía colgada al hombro, la dejó olvidada a los pies de la cama mientras recordaba que no había traído casi nada, ni siquiera otro par de vaqueros; se metió las manos a los bolsillos delanteros y se encogió de hombros.

"No soy ésa clase de chico." Respondió simplemente. "¿Y tu habitación?"

Jonathan se cruzó de brazos, haciendo resaltar sus musculosos brazos por la acción, y recostó la cabeza contra el marco de la puerta.

"Al otro lado del pasillo. Si quieres desempacar, te dejaré tranquilo. Pero no tardes mucho, aún hay cosas que quiero enseñarte." Dijo antes de irse.


[…]

Alec suspiró, sentándose en la cómoda y cálida cama. Hasta ahora habían pasado diez minutos, pero ya había terminado de "desempacar", lo cuál había consistido en guardar su ropa interior y calcetines en los cajones, organizar sus mejores suéteres en los ganchos de madera del armario y dejar sus útiles personales organizados en el baño. No podía dejar de pensar en las reacciones de sus familiares una vez se dieran cuenta de su ausencia; su hermana Isabelle abriendo los ojos en shock, su madre frunciendo el entrecejo con disgusto, Jace... bueno, no podría imaginárselo porque Jace era Jace, impredecible hasta decir basta.

Recordó haberse levantado con la cabeza doliéndole y los sentidos embotados, las mejillas todavía húmedas de las recientes lágrimas y la garganta lastimada de tanto sollozar; casi desnudo, enredado en el cuerpo de su parabatai, con los labios hinchados de tanto besarse y una clara erección ajena clavándosele en el muslo. Aún no podía creer que había llegado a intimar de esa manera con Jace, aunque seguro que él lo había hecho por mera lástima, se dijo a sí mismo con amargura, y lo mejor era no volverlo a ver por un tiempo.

La ira brotó a borbotones del cuerpo menudo de Alec, ¿quien jodidos se creía Jace para utilizarlo de ésa forma? Sabía que la madre de Clary no les dejaba quedarse solos en ningún momento, y que eso mantenía a Jace en un doloroso estado constante de bolas azules, pero no era razón para que estuviera utilizando a Alec para aliviarse. Y mucho menos en un instante tan delicado como en el que se encontraba esa noche, ¿en qué demonios había estado pensando? Alec lo odió con todas sus fuerzas, al igual que a Isabelle. Había estado pasando por un mal momento y ellos ni siquiera habían sido capaces de preguntarle qué le sucedía aunque fuese una sola vez, no, simplemente de enfrascaron en sus relaciones románticas y se olvidaron por completo de la existencia de su parabatai/hermano mayor. Bien, pues ahora Alec se olvidaría de que tenía familia alguna, más que su propio padre, y solamente se preocuparía por su existencia. Sería egoísta, buscaría chicos calientes con los que acostarse y se preocuparía por su placer nada más, sin importarle si culminaban o no.

La puerta se abrió ligeramente luego de que Jonathan  tocara un par de veces utilizando los nudillos, iba vestido con lo más cercano a un pijama que habría encontrado; pantalones de algodón bajos en las caderas, demasiado bajos como para hacer a Alec salivar mientras dirigía su mirada al despeinado cabello rubio, y una camiseta sin mangas de franela.

"Creí que te habías arrepentido, o que estarías dormido." Dijo como si nada, esbozando una media sonrisa seductora que definitivamente despertó algo tras los vaqueros del pelinegro.

"Ni lo uno ni lo otro." Tartamudeó Alec, carrespeando para aclararse la garganta. "¿Qué es lo que ibas a enseñarme?"

Alec recorrió el tercer piso de la casa, porque era demasiado grande como para llamarla simplemente apartamento, tiritando del frío que sentía en los pies mientras avanzaba descalzo por los incontables pasillos; finalmente, Jonathan se detuvo frente a una puerta de madera más oscura, en cuya superficie estaban grabadas una serie de runas utilizadas por los guerreros. Agilidad, Fuerza, Equilibrio, todas ellas revelándole a Alec lo que habría detrás de la puerta.

"La sala de armas." Musitó en voz baja, el eco resonando contra las paredes abovedadas de la estancia una vez entró.

Las paredes pintadas de gris contenían cientos de armas colgadas de ellas, algunas más delicadas colocadas cuidadosamente sobre repisas altas, en el suelo de madera lacada habían dibujados círculos de entrenamiento, rodeados de runas, runas y más runas; eran runas bastante poderosas, Alec lo sentía con sólo mirarlas, la mayoría antiguas, tanto que una o dos se le hacían desconocidas. La pared norte estaba hecha enteramente de cristal translúcido, y frente a ella, colocadas en filas ordenadas, tres mesas altas de reluciente metal contenían una variada selección de cuchillos serafín, espadas pequeñas y estelas de recambio.

"Vaya, es casa igual o mejor que la del instituto." Soltó, subiendo la voz y cubriéndose los labios casi por inercia.

Esperó a que se riera de él por semejante ridiculez, pero Jonathan estaba recostado contra el marco de la puerta, observándolo con una sonrisa indescifrable dibujada en los finos labios. Le hizo a Alec un gesto con la cabeza, indicándole que le siguiera, y éste le hizo caso, ignorando el sinuoso movimiento de sus estrechas caderas. Jonathan lo guió hasta una estancia situada en un rincón alejado de aquel piso, Alec sintió la inigualable calidez del terciopelo bajo los pies, y pudo observar la alfombra roja que se extendía por el piso como un río de sangre; un diván tapizado en seda egipcia dorada adornaba el centro. Alec acercó la mano lentamente y la delicada tela lamió la yema de sus dedos, miró a Jonathan con una sonrisa tímida, encantado con todo lo que había visto hasta ahora; los ojos verdes se oscurecieron, y eso fue como una señal de alerta para Alec. No podía olvidarse de con quién estaba tratando, pues bien podía ser que su sangre estuviera limpia de veneno, pero aún era el hijo de Valentine; fuerte, poderoso y altamente impredecible.

"Supongo que este sitio tendrá una biblioteca decente." Comentó con un tono más cortante del que pretendía usar; Jonathan ni se inmutó, siguió caminando con un aire de suficiencia rodeándolo y Alec fue detrás suya, preguntándose con horror si así lo verían los demás a él mientras hacía lo mismo.

Al final del tercer pasillo había una puerta gigante de doble hoja, de madera maciza coloreada en un azul pastel, con los bordes decorados en dorado; como en todas las puertas de aquella casa, las runas del libro gris protegían su interior. Éstas en particular se le hicieron mucho más bonitas interesantes a Alec, hablaban de pasión por la enseñanza y amor al conocimiento, de sabiduría; su fuerza lo golpeó como una pared invisible al entrar.

La estancia era enorme, del tamaño de casi toda la planta baja, el mismo piso encerado y las mismas paredes amarillo claro; Alec se preguntó si Jonathan habría contratado a un decorador de interiores mundano, o algún tipo de subterráneo con dotes para la combinación de colores y texturas. Las paredes estaban tapizadas de estanterías gigantes, que llegaban del suelo al techo, y éstas se encontraban repletas de libros. Sólo por lo que podía observar, habrían unos diez mil o veinte mil volúmenes entre aquellas cuatro paredes.

"¿Impresionado?" Preguntó Jonathan, aparentemente satisfecho con su reacción; se metió las manos a los bolsillos del pantalón de pijama mientras daba vueltas por el centro de la sala, era una circunferencias de casi diez metros cuadrados, rodeada de estanterías y más estanterías, y suspiraba por lo bajo. "La Clave me permitió el acceso a todos los libros que fueron decomisados en la antigua mansión Morgenstern en cuanto mis padres huyeron. También me quedé con aquellos que se salvaron del incendio en la casa solariega de los Wayland, así que entre todos suman más de un millón de libros; Valentine era todo un coleccionista."

Aunque trató de disimularlo, Alec pudo notar el ligero retintín en su voz cada vez que nombraba a su progenitor, y que no se refería a él como padre ni mucho menos; Jonathan se giró para mirarlo justo en el momento en que Alec decidió hablar.

"¿Por qué no le dices padre? De todas maneras, lo fue. Tienes el mismo dilema que Jace justo allí, ambos odiáis a Valentine por la enseñanza que os inculcó, pero no podéis evitar quererlo de ése cierto modo en que uno quiere a la persona que le enseñó a leer y escribir, que le decía que se le iban a caer los dientes si no se los lavaba todas las noches antes de dormir." Susurró Alec, no será necesario hablar en voz demasiado alta, ya que la acústica de la habitación amplificaba rosas y cada una de sus palabras. "Valentine fue tu padre, Jonathan, y sí, quizá fue un psicópata con una insana obsesión, pero aún así nadie va a juzgarte por llamarle así. Al menos, no más de lo que ya lo hacen."

Jonathan se quedó rígido, admiró la silueta del pelinegro a través del cristal de la ventana y se sorprendió con que unos brillantes ojos azules le sostenían la mirada con solidez; le contestó sin molestarse en darse la vuelta.

"Ahí te equivocas, Alexander. Él nunca lo fue, Jace puede decir que lo odia y que no tiene nada que ver con él aunque le duela, pero todos sabemos en el fondo que Valentine siempre fue su padre. No el mío." Suspiró de nuevo, su mirada perdiéndose entre las personas que corrían por las calles como pequeñas hormigas, refugiándose de la creciente lluvia. "Me he considerado a mí mismo un huérfano toda la vida; la mujer que me dio a luz me abandonó cuando apenas era un bebé, el hombre que me concebió jamás me dirigió una palabra o un gesto de cariño. Los sirvientes me enseñaron a leer y escribir, no él. Un profesor particular me dictaba clases de idiomas, siendo que Valentine los sabía perfectamente. Aprendí poesía por mí mismo, y por más que le rogué una y otra vez porque me enseñara a tocar algún instrumento, él nunca lo hizo. Sus palabras exactas fueron, «la música es para los que poseen sentimientos», y están grabadas a fuego en mi mente."

Alec estaba boquiabierto, incrédulo, con un libro de demonología abierto entre las manos y los ojos azules clavados en su espalda; Jonathan vio las bolsas bajo los ojos, y quitándole el libro de las manos lo devolvió a su lugar.

"Por más que me gustaría quedarme aquí y relatarte mis hazañas como niño genio incomprendido e autodidacta, son poco más de las cuatro de la mañana y creo que necesitas irte a dormir." Murmuró, conduciéndolo fuera de la biblioteca y cerrando con suavidad. "Es tuya, cuando quieras. Y si no deseas perderte la segunda entrega de «mi padre era un jodido imbécil que amaba al chico ángel más que a mí», suelo venir todos los días al finalizar la tarde."



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¿De qué país me leeis?

Tengo una sorpresita por haber estado tantos días inactiva, al que adivine qué es le dedico el siguiente capítulo. ^u^

—Elle.

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