3: "Helado para las dementes."
Había pasado cinco días, tres horas y veintisiete minutos sin verla.
No entendía por qué mi mente decidía darle importancia, pero no podía hacer nada contra ello. Mi mente estaba llena de cálculos, y mis cálculos estaban llenos de Sana.
Intenté escribir mi nuevo libro durante mis horas libres, pero los problemas personales de Sarah habían dejado de ser importantes. Sabía que probablemente tendría que desechar mi obra casi terminada y comenzar de nuevo.
Intenté leer mis veinte páginas diarias del libro que había comprado hacía poco, el cual se titulaba "Seis días de aislamiento". Había sido escrito por mi autor moderno favorito, Adam. B. Collins, el seudónimo de un hombre sin rostro con una mente que yo envidiaba.
Aun así, aunque se trataba del nuevo libro de mi escritor favorito en el mundo, no pude terminar ni el más pequeño párrafo. Mi mente estaba ocupada recordando una y otra vez aquel par de bofetadas.
Decidí salir a dar una vuelta por el parque a esa hora. Contar los pasos siempre me ayudaba a despejarme.
Cuando salí eran las cinco treinta, y cuando terminé de revisar los cerrojos ya habían pasado diez minutos.
— ¡Jihyo! —Escuché a Daniel llamarme. Detuve el elevador durante cinco segundos para que él pudiera entrar.
Daniel era atractivo. Alto, con una hermosa sonrisa, de ojos oscuros y un cabello rojizo que me resultaba interesante. Había estado enamorada de él desde que era una simple adolescente, pero jamás me permití empezar algo serio. Mi vida ya era bastante complicada y la adición de alguien más no me ayudaría.
Por supuesto, de vez en cuando tenía unas cuantas aventuras: Noches de tragos en las cuales olvidaba contar, encuentros fugaces en un hotel barato, citas a ciegas que Sejeong organizaba por mi...
Sí, tenía la manía de controlar mi vida y cualquiera que no me comprendiera me habría llamado loca, pero era una persona. Disfrutaba del sexo como todos los demás, pero no me animaba a encontrar un chico específico con quien practicarlo todos los sábados, el día que me permitía entregarme a la lujuria, el más amado pecado capital.
— Lamento lo de hace días. No pensé que estuvieras tan apresurada.
Acepté sus disculpas, pues sabía que era difícil entenderme. Él no conocía mi rutina ni mis horas libres. No éramos más que vecinos que se gustaban mutuamente y, tal vez, así era como debía continuar nuestra historia.
Los cambios estaban entre mis peores miedos.
— Quería preguntarte si querías almorzar conmigo en el Heart Shaker Café el viernes al mediodía —Mi mente se ocupó de los cálculos. Faltaban cuatro días—... Sé que es tu hora libre, así que me encantaría acompañarte y conocerte un poco. Hemos sido vecinos desde pequeños, pero nunca hemos hablado de verdad, y quiero creer que sabes cuánto me gustas.
No me sonrojé ante sus palabras ni se me aceleró el corazón, tal vez porque mi cabeza estaba analizando la idea de tener una cita y, tal vez, dejarlo entrar a mi vida por un tiempo.
No, definitivamente no. Aceptaría la cita, pero no dejaría que lo nuestro fuera más allá.
Cambiar mi rutina por él no era una opción.
— Te veré a las doce. Sé puntual —Y esto último casi se lo supliqué, pues la impuntualidad comúnmente me daba ansiedad.
— Estaré allí —Prometió con un guiño, y justo en ese momento las puertas del elevador se abrieron.
Él salió, pero yo dije que había olvidado algo. En realidad lo tenía todo, pero si no lo comprobaba el pánico me atacaba.
Volví a bajar y subir una vez más, la tranquilidad finalmente acudiendo a mis pensamientos. Todo estaba bien, al menos hasta ese momento.
Caminar hacia el parque era una tortura: Había tantas cosas por contar que mi mente se nublaba y el miedo constante se apoderaba de mí. Había muchas voces, muchos gritos, muchas cosas fuera de su lugar. Era capaz de llegar, pero siempre con una gota de sudor descendiendo por mi cuello y la terrible sensación de malestar
Conducir habría sido menos estresante, pero intentar mantener una velocidad par, contar los autos azules y calcular el tiempo usado habría puesto en peligro mi vida.
No había usado el auto en meses.
Una vez en el parque me senté sobre el césped y cerré los ojos. Comencé a contar hasta cien para eliminar de mis pensamientos todo el ajetreo vivido e intenté regular mi respiración.
¿Estaba cansada de vivir así? Tal vez un poco.
— ¿Señora Búho? —Conocía esa voz, y de inmediato un enojo profundo se apoderó de mí, no solo porque estaba usando ese estúpido apodo de nuevo o por su simple presencia; también había interrumpido mi cuenta en el número setenta y dos.
— ¿No podías molestarme en otro momento? —Mi voz estaba llena de repulsión, pero dudo que ella percibiera esto.
— Puedo molestarte cuando quieras —Me contestó. El sonido del pasto al ser aplastado me hizo saber que se había sentado a mi lado, tal vez demasiado cerca.
— ¿Y qué harás si no quiero que me molestes? —Pregunté al abrir los ojos. Me asusté, pues estaba incluso mucho más cerca de lo que yo imaginaba. Aun así, no le pedí que se alejara.
— Te seguiré molestando, pero cuando yo quiera hacerlo.
Si yo, según Sejeong, estaba loca, Sana definitivamente era la peor demente de toda la historia.
Ese día llevaba un traje de invierno color naranja, pero puedo jurar que había bastante calor. Gruñí de inmediato. Si despreciaba aquel color y a aquella demente individualmente, juntos me hacían querer salir corriendo.
— ¿Quiere tomar un helado, Señora Búho? Su rostro me dice que no ha tomado uno en años.
Se equivocaba, pues había tomado uno el día anterior. Pensé en negarme, por supuesto, pero ella me sonrió.
Bastaron solo cinco segundos para que yo aceptara, y le dije que si seis veces en total. Lo hice porque, incluso usando ese espantoso color y siendo ella la dueña de esa sonrisa, jamás había visto algo tan digno de admirar.
— Y mi nombre es Jihyo —Le informé mientras comenzábamos a caminar.
— Jihyo tiene ojos de Búho. —Observó luego de diez segundos de profundo análisis—... Prometo no contarle tu secreto a nadie, Búho —Susurró a mi oído—. Es decir, Jihyo.
Reí ante su locura, pues esto era lo único que podía hacer.
No hablamos más hasta nuestra llegada a la heladería. Yo porque estaba contando los pasos que daba, y ella porque saludar a los pajarillos piando en los nidos era más importante.
Llegamos luego de cuatrocientos siete pasos.
Ella pidió un helado de cereza. Yo uno de vainilla, pues el blanco es mi color favorito y ese sabor era el que más se le acercaba.
Resulta curioso que mi color favorito fuera ese tomando en cuenta de que mi ropa solía ser negra, pero todo tiene un por qué. El blanco, en mi cabeza, significaba limpieza, orden, pulcritud. Sin embargo, usarlo era desastroso, pues se manchaba con facilidad. El negro era más elegante y menos delicado, así que se volvió mi opción diaria.
Lo sé, las cosas eran complicadas dentro de mi cabeza.
— Gracias por intentar defenderme de Charlie —Me dijo Sana con una sonrisa mientras comía su helado de forma tan extraña que no puedo describirla—. Las aves me dijeron que debía tener cuidado con él, y creo que debí escucharlas.
No me resultó extraño que hablara con las aves. En realidad, me habría resultado confuso el que no lo hiciera.
— Pero luego te fuiste con él... —Apunté, y fueron seis palabras llenas de algo parecido al dolor.
— Eso no quiere decir que no esté agradecida —Alegó—. Yo solo necesitaba ir con él. Iba a darme mucho dinero por mi trabajo, y con él podremos irnos a África.
— No iré contigo a África, Sana.
— Entonces iremos a Francia. No me importa visitar un país dos veces.
Esta vez no repliqué. No quería ir a Francia, pero sabía que una demente como ella siempre tendría palabras que decir ante todo.
— ¿Puedes contarme tu historia? Me gusta escuchar historias —Su voz tenía el entusiasmo de una niña, y no pude evitar reírme dos veces: La primera por su inocencia, la segunda por mi idiotez.
— ¿Qué parte quieres escuchar? —No sé por qué estaba sonriéndole a esa chica que despreciaba, la cual vestía mi color más odiado. Tal vez yo también me estaba volviendo loca.
— Todas las partes —Anunció mientras intentaba, con su lengua, limpiar la mancha de helado que tenía en la nariz.
Le conté sobre mi infancia, esa donde mi única preocupación era separar mis dulces por colores y comer dos de cada uno. También le hablé sobre mi entrada a la escuela, la cual fue divertida hasta que los niños mayores comenzaron a desordenar mis cosas porque sabían que me molestaba. Relaté mis días de adolescencia, esos donde mi obsesión por las cuentas empeoró. Le hablé sobre la universidad, la mudanza de mis padres, mi primer trabajo, mi primer despido, la cafetería de Jeongyeon...
No sé por qué me abrí de tal forma ante una completa desconocida, pero creo que el hecho de que estuviera loca me daba algo de confianza.
— ¿Entonces vives en el mismo departamento desde que tienes tres años? —Parecía casi atormentada, como si la idea de la monotonía le asqueara cuando a mí me encantaba.
— Tres años y dos meses —Le corregí como si fuera importante, y para mí lo era—. Mis padres intentaron hacer que me mudara junto a ellos y mis hermanos varias veces, pero cambiar me da pánico, así que me negué. Dijeron que no podría cuidarme sola, pero se equivocaron, y si las cosas se ponen difíciles Sejeong está siempre allí. Es mi mejor amiga...
— Mi mejor amiga se llama Momo. —Me comentó con alegría, como si ya no le importara mi relato. Tal vez ya había escuchado lo que quería—. Vivo con ella.
No recordaba haber escuchado ese nombre en la cafetería de Jeongyeon -lugar al cual asistía cualquier persona de la ciudad al menos una vez-, así que deduje que no existía. No habría sido extraño, por supuesto, pues ella estaba loca.
— ¿Puedo hacerte algunas preguntas, Sana? —Estábamos ya comiendo un segundo helado. Yo porque odiaba hacer las cosas solo una vez, y ella solo porque así lo quiso.
Sana aceptó con una sonrisa mientras depositaba una cucharada de helado sobre la mesa, diciéndome entre susurros que era un postre para el fantasma del lugar.
— ¿Por qué decidiste prostituirte? —Lo pregunté entre susurros porque creí que se sentiría avergonzada. Ella, sin embargo, se rio. No parecía arrepentirse de nada.
— Necesito dinero para viajar, mucho dinero, y los hombres idiotas siempre tienen mucho dinero.
— Pero les estás dando tu cuerpo, Sana. Podrías contraer una enfermedad o...
— ¡No estoy loca, Jihyo! —Rio, y casi parecía que sabía que mentía— Sé cómo cuidarme y elijo muy bien a mis clientes. Además, tener sexo no es lo único que puedo hacer. Cuando me canso de los chicos podo jardines, lavo autos, soy niñera... Es divertido hacer tantas cosas y luego llamar a mamá. Siempre le dije que no era necesario un título universitario para tener éxito.
Me sentí mal, pues yo no sentía que aquello fuera éxito.
— Dormí en trenes, viajé en botes, visité museos, vi pirámides, admiré paisajes, escuché ríos corriendo... —Hablaba de cada una de sus aventuras con la misma pasión que yo usaba al contar, y eso me gustó de ella— Creo que mis sacrificios valen la pena si voy a obtener esa clase de recompensas.
— ¿Y qué piensan tus padres?
Conté cuatro tristes parpadeos antes de que ella respondiera.
— Papá quería que yo fuera doctora. Mamá solo necesitaba que yo me convirtiera en un gran ejemplo para mi hermana menor —Por primera vez veía más que locura en sus pupilas rodeadas de un hermoso color café. Por primera vez la vi experimentar el dolor, y sufrí junto a ella— No cumplí ninguna de esas dos.
Fue entonces cuando la abracé, y lo hice tres veces más. Ella no pareció darse cuenta, pues estaba muy ocupada mirando el vacío, pero tal vez era yo quien intentaba sentirse bien.
Cuando me separé no me agradeció, pero tampoco lo esperaba.
Terminamos nuestros helados en silencio o algo parecido a ello, pues Sana no dejaba de hablar con el supuesto fantasma del lugar.
— Ahora debo irme —Me contó mientras miraba su muñeca, en la cual no había ningún reloj—. Debo podar un jardín.
Me alegré al saber que no me dejaba por algún sucio chico, pero entristecí al darme cuenta de que se marchaba.
— ¡Adiós, Jihyo! ¡Le hablaré a los pajarillos y a Momo sobre ti! —Reí en respuesta, tal vez porque la demencia es contagiosa.
Le dije adiós ocho veces, pero no creí que fuera suficiente, así que di al mesero todo el dinero que tenía en mi bolsillo y me fui para despedirme ochos veces más.
Estaba tan concentrada que no me di cuenta de que, por primera vez en años, no había contado cautelosamente el dinero.
Regresé a casa sin preocuparme por los ruidos, las cantidades o las cosas fuera de su lugar. Cuando llegué a casa no revisé mi cerrojo seis veces, sino tres, y al ver que aún tenía unos minutos de tiempo libre no llamé a Sejeong para contarle sobre mi cita con Daniel.
Lo único que hice fue pensar en Sana, la chica demente que hablaba con pajarillos, amaba viajar y era una completa decepción para sus padres.
Me di cuenta, con una sonrisa en el rostro, de que ya no la odiaba, y diez veces me pregunté cuando la volvería a ver.
¿Ustedes entienden que tengo fiebre alta y estoy viendo colores pero preferí actualizar? Ayuda
Disfruten del cap, no vemos el otro fin de semana en esta fic <33
Gracias por leer ^^
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