Visiones nocturnas

Hay cientos de cuerpos mutilados a mi alrededor. La sangre espesa fluye por todas partes como un río. El cielo encapotado se refleja en el espejo escarlata del suelo. Aquí no hay voces ni gritos, solo un pesado manto de silencio fúnebre. El rugido de un trueno rompe la quietud de la muerte. Comienza a llover a cántaros. Los golpes de las gruesas gotas me sacan del trance en que estoy sumida.

Chillo a todo pulmón con las manos crispadas y un vacío en el estómago. «No, no son ellos... Esto no es cierto», pienso. Mis lágrimas se confunden con la lluvia en un torrente cegador. Por más que intento ver a través del agua para distinguir sus rostros, es imposible hacerlo desde donde estoy. No me queda más remedio que acercarme a los cadáveres. Camino a paso lento, como si eso pudiera cambiar algo. Necesito confirmar con mis propios ojos lo que tanto temo.

—¡No! —Me tiemblan las piernas al reconocer las caras de muchos de los hombres y mujeres que murieron—. ¡Es imposible! Un solo error no puede haber provocado esta masacre... Un escuadrón de soldados de élite no cae por el error de uno solo... ¡Nadie más que yo debía pagar!

Se me hiela la sangre a medida que más y más rostros inertes aparecen frente a mí. A todos les faltan las manos o incluso los brazos completos. Muchos tienen grotescas heridas en las mejillas y en el pecho, como si una manada de bestias los hubiera asesinado a zarpazos. Y sé que fue exactamente eso lo que les ocurrió. Los Dákamas no tuvieron misericordia alguna con nadie.

Respiro por la boca con gran dificultad. Estoy sollozando. Me encojo, abrazándome. Intento hallar una partícula de calidez en medio de esta fría tumba colectiva, pero no encuentro más que soledad y tristeza. Al intentar consolarme, solo consigo sentirme aún más miserable. Sigo caminando entre los muertos sin apartar la vista. Merezco que el recuerdo de cada uno de sus rostros me atormente para siempre. Lo que sucedió aquí fue mi culpa y solo mía.

Cuando llego al final de la hilera de cadáveres, la imagen que encuentro ante mí es aún peor que todas las anteriores. Caigo de rodillas sobre el suelo y vomito sin control. El llanto se intensifica y me desgarro la garganta a base de gritos. Katia, mi hermana, yace tumbada en la tierra. Le faltan las manos y los ojos. Hay un mensaje escrito directamente en su pecho expuesto. «Cobarde» es la palabra que tatuaron desgarrándole la piel con uñas afiladas. Casi puedo sentir la presencia de la criatura inhumana que perpetró esta atrocidad.

Extiendo los brazos hacia Katia. Necesito abrazarla por última vez y pedirle perdón. Será una disculpa que llega a destiempo, pues mi hermana ya no puede oírme. Sin embargo, al menos quiero pronunciar las palabras delante de ella y de todos nuestros compañeros de batalla. Sosteniéndola junto a mi pecho, me levanto. Doy una mirada panorámica y abro la boca, pero no puedo hablar. Un zarpazo en el cuello me roba la voz. Me desplomo junto a Katia y sus párpados de pronto se abren. Los ojos marrones de ella aparecen por un instante, pero enseguida vuelven a ser un par de cuencas vacías. Después de eso, solo veo oscuridad...

Un fuerte jadeo sale de mi garganta. De inmediato me llevo las manos al cuello para palparlo. No hay sangre ni heridas, tampoco siento dolor. Estoy respirando a una velocidad anormal y mi pecho está a punto de explotar. Sudor frío me empapa la ropa y mi boca se siente pastosa. Transcurre un largo rato antes de que sea capaz de entender que estoy entera en mi habitación. Aun así, la calma no regresa. Acabo de despertar de una terrible pesadilla, una tan vívida y terrorífica como ninguna otra desde que tengo memoria.

—¡Qué sueño tan espantoso! —susurro.

Me levanto de la cama y me encamino hacia el baño. Quiero lavarme la cara, lavarme los dientes y tomar agua. Percibo un regusto a vómito en la lengua, lo cual es horrible. También me urge cambiarme la ropa. Tengo el pijama tan mojado que se me pega a la piel. Mis pisadas son torpes y más de una vez tambaleo. Usando las paredes como apoyo, consigo llegar a mi destino. Cierro la puerta y enciendo la luz de un manotazo. La repentina claridad me hace entrecerrar los ojos, pero no me quita del todo la vista. Lo que miro en el espejo me pone los vellos de punta.

El gris de mis pupilas se vuelve marrón. Parpadeo rápido varias veces y me acerco al vidrio. Aunque el tono grisáceo regresa por un instante, poco después vuelve a cambiar a marrón. Me tiembla la quijada. Mi respiración vuelve a acelerarse. Cierro los ojos y niego con la cabeza. Espero así durante unos segundos hasta que logro respirar con normalidad. Cuando abro los ojos de nuevo, el gris está ahí otra vez. Eso debería darme tranquilidad, debería convencerme de que imaginé cosas raras porque sigo alterada a causa de la pesadilla. Pero presiento que no es así.

Acabo de tener un vistazo del color de mis verdaderos ojos, es decir, del que solía tener antes de llegar aquí. ¿Por qué? ¿Qué podría significar eso? ¿En verdad fue solo una alucinación sin sentido? Libero un suspiro pesado. A mi mente ya no le cabe ni un pensamiento más, así que decido darme una tregua. Me inclino para mojarme la cara. Tras enjuagarme bien, tomo una toalla para secarme. Me lavo los dientes a fondo y luego bebo agua. Al concluir, me siento apenas un poco mejor.

Cuando estoy por salir del baño, experimento una repentina comezón en el pecho. Me rasco con fuerza, pero no se me quita. Se siente como una de esas heridas que están cicatrizando. Desconcertada, me giro para mirarme en el espejo otra vez. Al apartarme la camiseta, a duras penas consigo ahogar un grito. Mi piel está irritada por haberla frotado tanto, pero eso es lo de menos. Lo chocante es ver el horrendo estigma que Katia llevaba en el sueño tatuado en mí. Los bordes de cada letra están sangrando. Es como si juntas exclamaran «cobarde» en son de burla.

—No, por favor... —murmuro.

Sin estar segura del porqué, opto por invocar la energía de Gildestrale. En cuanto las marcas se activan, me pongo las manos sobre el pecho. Cierro los ojos y le suplico a la diosa que me ayude. No me importa qué haga ni cómo lo lleve a cabo, solo sé que la necesito. Me mantengo en la misma posición, repitiendo mi ruego una y otra vez, hasta que percibo un leve calor en las palmas. El escozor del pecho empieza a mermar. En el momento en que desaparece del todo, me animo a abrir los ojos. Para mi dicha, la infame palabra ya no está ahí. Mi piel luce normal.

—¿Qué me está pasando? —pregunto en voz baja.

Revivir los asesinatos de las almas errantes que absorbo es bastante traumático. Experimentar cambios bruscos en mi propio cuerpo a raíz de las pesadillas ya es ir demasiado lejos. Ni siquiera entiendo por qué sucedió algo así. ¿Acaso es la culpa que siento tan grande que se convirtiendo en algo tangible, en una fuerza oscura que puede lastimarme? Me aterra pensar en esa posibilidad, pero no la descarto. Conmigo ya no sé qué es normal y qué no lo es.

—Gracias —musito antes de sellar mis palmas.

Me miro en el espejo para cerciorarme, por enésima vez, de que no tengo ninguna otra marca extraña. Cuando estoy más o menos satisfecha, vuelvo a hacer el intento de salir del baño. Sin embargo, un movimiento inesperado me detiene en seco. En el cristal distingo una sombra. Me giro con rapidez para ver qué la produjo. No tardo ni dos segundos en hacerlo y, aun así, no logro detectar nada detrás de mí.

—Mi cerebro debe estar colapsando —digo, angustiada.

Al moverme en dirección al espejo otra vez, la sombra reaparece. Esta vez no parece una mancha difusa y escurridiza, sino que tiene forma definida. Al principio luce pequeña y lejana. No obstante, va aumentando de tamaño conforme se acerca. Tiene el cuerpo similar al de un humano, pero es tan oscuro como el petróleo. Posee un solo ojo grande que cubre la mitad de su rostro. El iris es negro y está rodeado de rojo. Hay una serie de ramificaciones llenas de símbolos raros que brotan desde su cabeza. Parecen largos cuernos móviles en forma de raíces que serpentean.

Me debato entre la curiosidad y el terror puro. Quiero huir, pero mis pies parecen adheridos al suelo. El martilleo en mi pecho se torna casi doloroso. Estoy temblando de pies a cabeza. A pesar de que me encuentro en máxima alerta, ningún músculo reacciona. No puedo apartar la mirada del único ojo que no cesa de observarme sin parpadear. Entonces, una voz grave que no suena masculina ni femenina comienza a hablar en el interior de mi mente.

Kom deg ut herfra. Du er ikke velkommen.

«Vete de aquí. No eres bienvenida». Ese es el mensaje que me llega con claridad. Frunzo el ceño y cierro los puños. Estoy cansada de que me amenacen y de que intenten doblegarme de todas las maneras posibles. ¡Basta de eso! Sea lo que sea esta criatura, no permitiré que gane terreno.

Fordi?

«¿Por qué?». Aunque esta conversación es solo mental, mi voz se escucha firme. Pese a que a mi atrevimiento podría estar provocando una sentencia de sufrimiento, no permitiré que este extraño ente me intimide. Si continúo permitiendo que el miedo me venza, no voy a llegar a ninguna parte.

Du hører ikke hjemme her.

«No perteneces a este lugar». Resoplo, frustrada. Eso no es novedad. Desde el instante mismo en que recuperé la consciencia, comprendí que no estaba en mi hogar. Lo intrigante del asunto es que, aparte de Velvar y de Kylian, no hay más seres que estén enterados de ese secreto. No se lo he contado a nadie.

Hvor hører jeg hjemme ifølge deg?

Mi pregunta pretende sonsacar información. Si la criatura conoce esa importantísima verdad, tendrá que decírmela. No va a conseguir nada de mí si no sabe ni siquiera eso. Si no es capaz de ver mi naturaleza, quedará demostrado que carece de poder sobre mí.

Hold deg unna her! Tilbake til Manesvart!

«¡Aléjate de aquí! ¡Regresa a Mánesvart!». Mis latidos se detienen por un segundo. Se me corta la respiración al escuchar esa declaración. La quijada se me afloja. ¿¡Esta criatura sí sabe quién soy!? ¿¡Cómo!?

Hvem er du?

«¿Quién eres?». El ente ladea la cabeza hacia la izquierda y luego hacia la derecha. Sus movimientos se asemejan mucho a los de algunas aves. Me observa por un largo rato, pero no me dice nada más. En lugar de hablarme, levanta los brazos y me muestra las palmas abiertas. Son enormes y tienen dedos huesudos. Eso me produce un escalofrío. Cada una de sus manos está rodeada de una luz de color rojo brillante. Se me encoge el estómago de inmediato. Justo así se veía la mano de Kylian el día que corrió frente al auto de Annette.

No sé si el súbito temor que me invade se nota en mis ojos, pero parece que sí, pues la criatura asiente con la cabeza. Lo que sea que vio en mí le basta para saber que comprendí el mensaje. Baja los brazos, me da la espalda y empieza a alejarse tal como vino. En apenas segundos, lo único que distingo es la sombra irreconocible a la distancia. No dejo de mirarla hasta que desaparece por completo. El espejo vuelve a ser un simple vidrio en donde veo la angustia estampada en mi cara.

—¿Esa era Evimárite? —susurro.

Jamás he visto a un Dákama que luzca como esa criatura. No tiene nada que se parezca a ellos. Pero eso no significa que no pueda serlo. Después de todo, la madre de Kylian no es común en ningún sentido. El hecho de que pueda manifestar la energía de esa manera es una clara señal de que está conectada con Kylian. Necesito saber si en verdad es su mamá y, de ser así, por qué está tratando de que me marche de aquí. ¿Quiere que me aleje de su hijo? Antes de que se me olviden los detalles, corro a mi cuarto en busca de papel y lápiz. Voy a dibujarla. Si Kylian tiene al menos una vaga memoria de ella, un retrato lo ayudará a recordarla bien.

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