C A P Í T U L O 7. «PER L'AMOR DI DIO»
Música: Drak Times By The Weeknd ft. Ed Sheeran
PER L'AMOR DI DIO
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Angelo Lombardi se abre paso como una exhalación al interior de la cocina, haciendo sonar la puerta cuando se cierra de golpe detrás de él. Sin embargo, esta no tarda ni un segundo en abrirse de nuevo, dándole paso a su primo, quien lo observa con semblante preocupado, diciéndole cosas que él prefiere ignorar.
—Tú. —Me señala con el dedo mientras su máscara de hielo parece derretirse con el calor infernal que emana de su cuerpo—. Párate de ahí que voy a llevarte a tu casa.
Ni siquiera tengo tiempo de separar los labios para pronunciar algo coherente cuando ya su madre se está poniendo de pie para encararlo.
—Sei impazzito, Angelo? —exclama en su idioma natal con cara de horror. Por suerte en mi instituto de Londres tomé clases de italiano, y lo que su madre le dice es lo primero que se me ha pasado a mí por la cabeza: «¿Estás loco, Angelo?»—. ¿Qué formas son esas de tratar a nuestros invitados?
—Esa mujer no es mi invitada, madre. —Su hijo me mira—. Sólo estás aquí para pasar dos horas con Nicholas. Una vez por semana. No más. Tenemos un trato, Angelina.
Por suerte mi sobrino se quedó dormido veinte minutos atrás, mientras jugábamos a meter las figuras geométricas dentro de un cubo hueco, porque si estuviera aquí, ya estaría llorando de solo escuchar el tono que está empleando la bestia de su progenitor.
Y es que mientras más le veo, mientras detallo cada una de sus expresiones duras e inescrutables, y me voy fijando en todas las venas de su cuerpo tensándose bajo esa piel cubierta de tatuajes, me hago más consciente de toda la ira que corroe su sangre.
Y con eso, mis ganas de sacar a Nicholas de esta casa, aumentan. Ese niño no se merece esta vida. Mucho menos a un papá como el que por desgracia mi hermana le dio.
—Angelo, per l'amor di Dio. —Beatrice sacude la cabeza, indignada—. Cálmate.
Y aunque tengo que admitir que me hubiera gustado tener más tiempo con ella. Poder hablar con alguien que haya conocido a Evelyn incluso mejor que yo. Me veo obligada a tomarla del brazo y negar para que no insista más. Tampoco es mi intención que tenga problemas con su hijo por culpa mía.
—No pasa nada, Beatrice. Puedo irme ahora mismo si eso es lo que Angelo desea —digo sin apartar los ojos de él, poniéndome de pie.
—No, Angelina, no tienes que irte solo porque...
—Sí que tiene —la interrumpe su hijo con voz de mando, apoyando sus manos en el borde de la encimera, frente a mí—. Y va a hacerlo ahora.
Beatrice separa los labios, pero le indico que no hace falta que diga más. Yo me voy. Después de todo no es como si me estuviera muriendo por comer los ravioles rellenos con carne y parmesano que esta estilizada mujer se disponía a preparar..., en absoluto.
Aunque que hasta ahora esté notando lo hambrienta que estoy. Y para mi desgracia, la comida italiana me gusta muchísimo.
Pero primero que nada está mi misión.
Necesito asegurarme el derecho de pisar esta casa al menos una vez a la semana y con eso permitirme seguir explorando cada rincón a detalle. Tengo que conseguir descifrar todos los sistemas de seguridad que tiene la propiedad, conocer a cada uno de los guardias, y descubrir cuál es la brecha por la que puedo escapar.
Si para eso tengo que soportar los desplantes de mi cuñado, lo haré.
—Muy bien, Angelo. Me voy. —Sus ojos de hielo parecen estarme sonriendo con la frivolidad de alguien que ha ganado una partida haciendo trampa. Extiendo mi mano sobre el granito, con la palma hacia arriba—. Mi teléfono, por favor.
—Te lo devolveré cuando lleguemos a tu casa.
—¿Lleguemos? —Mis ojos involuntariamente buscan los de Matteo, quien se supone es el que se va a encargar de llevarme y traerme todos los domingos, pero este está mirando a su primo con una sorpresa difícil de ocultar.
—Angelo, soy yo quien...
—Esta vez voy a llevarla yo, cugino —lo corta con ese marcado acento italiano que me pone los vellos de punta.
—Pero...
—Pero nada. Hay varias cosas que necesito aclarar durante el camino contigo, cuñada. —Respiro profundo para no ponerme a gritar como maniaca delante de toda esta gente.
—¿Angelo, estás seguro? —insiste Matteo, sin dejar de mirarme—. Recuerda que estuviste toman...
—Sé lo que hago. —Se vuelve hacia él con impaciencia—. Y no necesito recordarte quién da las ordenes aquí.
El rubio aprieta la mandíbula, pero en lugar de replicar, se saca las llaves del auto del bolsillo de su pantalón y se las entrega.
—Usa el mío, boss. El tuyo se lo llevaron al taller para hacerle mantenimiento.
Angelo asiente. Y aunque no pueda ver su cara, estoy segura de que se está mostrando satisfecho.
—Gracias —es lo único que dice antes de arrancarle las llaves de las manos y volverse hacia mí—. Muévete.
Tras un resoplido, me giro para dedicarle a Beatrice una pequeña sonrisa, pero ella sigue a mi lado con una expresión tan dura que de pronto alcanzo a reconocer de dónde ha heredado el esposo de mi hermana su rictus de mierda.
—Gracias por la invitación, Beatrice. Lamento mucho no poder quedarme para acompañarlos.
La mujer se obliga a quitarle los ojos de encima a su hijo y me devuelve el gesto ocultando la pena. Aprieta mi mano como despedida para ser la primera en salir de la cocina, atropellando a su sobrino en el proceso.
Angelo niega con la cabeza, saliendo detrás de ella e indicándome con un gruñido que lo siga. De mala gana rodeo la encimera, pero antes de atravesar la puerta, la mano de Matteo me sujeta por el brazo.
—Oye, lo siento... —Sus ojos se confunden con los míos de la misma forma que el agua de un rio en su desembocadura—. Te llevaría yo si pudiera. De verdad.
Le sonrío, aunque nada de esto me ocasione gracia.
—¿Cuál es la diferencia entre un mafioso y el otro? Si al final del día son tan iguales que es imposible poder distinguirlos —le suelto con rabia, y descubro por su mirada que mi comentario no le ha gustado nada.
Una parte de mí se arrepiente. Me conviene tener la mayor cantidad de personas en esta casa a mi favor. No en mi contra. Pero algo dentro de mí me dice que me puedo dar el lujo de mandar todo a la mierda por al menos un maldito minuto.
Después de todo, si no puedo desquitarme con el padre de mi sobrino, puedo hacerlo con su tío.
—En eso estás muy equivocada, Angelina —responde él con los dientes apretados—. Angelo y yo no somos iguales. En lo absoluto.
—Por supuesto que no. Se nota que el único que verdaderamente tiene poder en esta casa es él. —Me deshago de su agarre tirando con fuerza de mi brazo, y ante la furia silenciosa que destella en sus ojos, salgo a paso rápido de la cocina.
Esta casa es enorme, pero no me tardo nada en conseguir el camino a la estancia donde la enorme chimenea de piedra permanece apagada y el aire, por muy fuerte que el sol esté brillando en esta mañana otoñal, se siente frío.
Me abro paso dentro del salón y me encuentro con Angelo cerca de las puertas de cristal hablando con un chico alto, pálido y de cabellera negra, como un vampiro.
Stefano.
Ninguno se percata de mi presencia, y yo doy un paso hacia atrás, donde la oscuridad del pasillo me sirve de protección.
—El maldito ya dio los nombres, boss —alcanzo a escuchar lo que le dice el chico en voz baja—. Pero sobre el otro tema... insiste que no sabe absolutamente nada. Ya la mole ha estado a punto de matarlo dos veces, pero nada.
—Lo sé. He estado viendo las grabaciones. —Angelo aprieta la mandíbula y sisea algo en italiano que no alcanzo a entender del todo, pero que me suena como a una maldición—. El imbécil no parece querer tanto a su cuñadita después de todo. —Sonríe de un modo que me eriza la piel.
—¿Qué quiere que hagamos, jefe?
—Que la mole le corte cada maldito dedo de la mano derecha. La mano entera si es necesario —ordena con tanta frialdad que no dudo ni por un momento que esté hablando en serio. Quien quiera que sea esa persona, hoy dejará de estar completo—. Y déjale claro que, si en veinticuatro horas no obtengo lo que quiero, su hermano va a recibir el sobre que le prometí en la puerta de su casa. No tengo tiempo para seguir jugando con ese pedazo de mierda.
—Perfecto, boss. Bajo enseguida a la cueva para entregar el mensaje.
«¿La cueva?»
Por un momento temo que Stefano camine en mi dirección para salir por la puerta de la cocina, pero en su lugar se da media vuelta y se va por el mismo pasillo por el que vi desaparecer a Angelo la última vez que estuve en este lugar.
—¿No te han dicho que espiar conversaciones ajenas es de mala educación, Angelina? —su voz, afilada como cuchillas, me hace dar un respingón.
—Por el contrario. —Doy un paso fuera de las sombras justo cuando él se da media vuelta para mirarme—. Me enseñaron a no interrumpir conversaciones ajenas, ángel. —Una sonrisa se desliza sobre sus labios en respuesta.
Como si de alguna forma le hiciera gracia mi descaro.
—Eres lista, Angelina. Lástima que no uses esa inteligencia como deberías —dice, y me sorprende que no me reclame por el apodo.
En su lugar, camina hacia el perchero junto a la puerta y se coloca la misma gabardina negra que llevaba el día del entierro. Luego descuelga mi abrigo rojo y con una seña me pide que me acerque.
Estiro la mano para tomarlo, pero...
—Date vuelta.
No me lo pide. No me lo sugiere. Me lo ordena.
Así como lo hace con cada persona que se cruza en su camino.
—Yo puedo sola.
—Date vuelta —repite, esta vez tirando de mi brazo para hacerme girar y comenzar a colocármelo él mismo.
Así, a lo bestia.
—Quítame las manos de encima. —Forcejeo, pero Angelo ni siquiera se inmuta, terminando de subirme el abrigo, y sujetándome por los hombros desde atrás.
—Si intentas de nuevo tomar partido sobre la buena fe de mi madre o de mi hermana, no pisas de nuevo esta casa, Angelina —susurra sobre mi oído.
Me doy la vuelta con brusquedad.
—¿Me estás amenazando?
—Por supuesto que no. Solo te estoy poniendo al tanto de lo que va a pasar.
—¿Todo esto porque no quise ser descortés con tu madre? —inquiero—. ¿Tanta hostilidad solo por un almuerzo?
—No es solo un almuerzo, Angelina. —Niega con la cabeza—. Tú sabes que no lo es.
Separo los labios, pero no consigo soltar alguna respuesta ingeniosa, porque de pronto, la firmeza de sus palabras hace que me sienta desnuda e indefensa ante un ser que parece ser capaz de superarme en todos los sentidos.
Y por lo mismo, me encuentro a mí misma agradeciendo cuando la voz de Fiorella penetra en la estancia, fragmentando el momento.
—Angie. —Aparece bajo el umbral que conecta con las escaleras—. ¿Ya te vas? Pensé que almorzarías con nosotros.
—Pensaste mal, hermanita —le responde Angelo, mordaz.
—No estoy hablando contigo. —Su hermana no se inmuta, acercándose a mí—. ¿Por qué te vas tan pronto?
Le dedico una sonrisa que la hace torcer el gesto. No hace falta que lo verbalice para que entienda que todo se debe a su hermano, y sinceramente lamento decepcionarla.
No conozco a esta chica de nada, es más, ni siquiera creo que yo realmente le agrade. Solo sé que busca sustituir conmigo el vacío que le ha dejado mi hermana, lo que no me hace dudar ni por un segundo lo mucho que la adoraba.
Sé que sonará ruin, pero hasta ahora, ella es la mejor arma que tengo dentro de esta casa. O al menos así me parece. Porque dos horas a la semana definitivamente no son suficientes para sacar conclusiones completamente acertadas.
—Me tengo que ir, Fiorella. Lo siento. Pero prometo que el próximo domingo podemos desayunar juntas. Con Nicholas —le sugiero—. Si tú quieres, claro.
No necesito ver al imbécil de su hermano para saber que me está asesinando con la mirada.
—Por supuesto que quiero. —Se lanza a mis brazos sin darme tiempo a reaccionar—. No te preocupes por él. Solo tiene miedo — alcanza a susurrar en mi oído antes de que Angelo tire de ella para separarla de mí.
«¿Qué se supone que significa eso?»
—¿No fui lo bastante claro contigo hace un rato, Fiorella? —le reprocha.
—Solo me estaba despidiendo —se defiende, volviendo sus ojos verdes a los míos—. Nos vemos, Angie. Cuídate. —La chica me sonríe, se da media vuelta y luego se va por donde vino.
Angelo la sigue con la mirada hasta que desaparece, después se gira para tomar de la percha el listón grueso y oscuro con el que me cubren los ojos y la cuerda con la que me atan las manos.
Entonces, sin mirarme si quiera, sale por la puerta. Me obligo a seguirlo hasta que nos detenemos frente al Audi negro de Matteo y me pide que me de vuelta para colocarme la venda. Pero yo ya no puedo contenerme más.
—¿De verdad es necesario que me lleves como si fuera una víctima de secuestro?
—Sí. —Su respuesta, tan simple como rotunda, solo consigue exasperarme más.
—No hace falta que me ates las manos. Tienes mi palabra de que no voy a quitarme la venda —aseguro, y me jode sentir que de cierta forma le estoy rogando.
Pero es que cada que me siento inmovilizada me embarga una sensación de ansiedad casi insoportable. Incluso, aquella vez que Noah y yo nos pusimos juguetones con un par de sus esposas, me sentí tan agobiada que me vi obligada a pedirle que parara.
—Tu palabra no me sirve de nada, Angelina —contesta él, aplastando mi credibilidad como si se tratara de una cucaracha.
Aprieto la mandíbula.
—¿Y qué si me niego a dejar que lo hagas? —lo encaro—. ¿Vas a cortarme los dedos tal como le ordenaste a tu sirviente que hicieran con el pobre diablo que se niega a darte lo que quieres?
—Sí. Precisamente eso pienso hacer. —Su expresión ni siquiera cambia mientras lo dice.
«Que maldito»
—¿Me estás diciendo que es eso lo que le hacías a mi hermana cuando se negaba a obedecerte? ¿Torturarla?
Angelo da un paso hacia mí de forma tan amenazadoramente violenta que por simple instinto de supervivencia retrocedo, chocando contra la columna de cemento que tengo detrás.
Él se detiene tan cerca de mi cuerpo que, al alzar la mirada, incluso bajo la tenue iluminación del parking, alcanzo a notar las pequeñas rayas grises que se cruzan sobre ese par de iris verdes oscurecidos por la ira.
Una de sus manos se apoya en la pared detrás de mí y la otra me toma con fuerza por la cara y el cuello.
—Que te quede claro, Angelina, la única forma en la que yo torturaba a tu hermana, era deteniendo las embestidas justo cuando ella estaba a punto de correrse alrededor de mi verga. Y eso, únicamente por el placer de escucharla suplicarme con la voz enronquecida que no parara, que le diera más. Solo porque me gustaba sentir como se retorcía debajo de mi cuerpo para que se la metiera hasta el fondo. —Trago saliva, sintiendo algo asquerosamente placentero en la parte baja de mi vientre—. Lástima que las torturas que tengo pensadas para ti vayan a ser mucho menos placenteras, cuñada. —Me suelta de golpe, dando un paso hacia atrás.
Pero estuvo hablándome tan cerca que no me hace falta más para comprobar que la sensación de embriaguez que me hizo sentir no se debe solo al aroma de su perfume, sino a que...
—¿Estuviste tomando? —inquiero, aunque mis palabras son más que nada una afirmación. Él se encoje de hombros—. ¿Y así piensas conducir? ¿Conmigo vendada? No me jodas, Angelo.
—No soy un maldito niño, eso ya deberías tenerlo claro. Sé perfectamente cuando estoy en condiciones de conducir y cuando no. Ahora date la vuelta si no quieres que lo haga yo por ti.
De mala gana le obedezco, sintiendo que tengo el cuerpo encendido por motivos totalmente equivocados.
Cierro los ojos cuando siento que sus manos pasan por encima de mi cabeza con el listón. Lo aprieta con fuerza detrás y luego me gira hacia él para atarme las manos al frente, pese a mis súplicas para que no lo hiciera.
Debo darle crédito por no ajustar demasiado la soga, cuando menos.
Me arrastra hasta el vehículo sin decir una palabra y me sorprende haciéndome subir en el puesto del copiloto. Lo reconozco por la posición de la butaca y porque en el proceso, golpeo mi rodilla contra el tablero.
La puerta se cierra, y en la completa oscuridad, todos mis demás sentidos parecen agudizarse. El vehículo huele al perfume de Matteo.
Recuerdo que esta mañana cuando subí al auto, esa fue una de las primeras cosas que captó mi atención. Es dulce y masculino. Casi se parece a él. Pero ese aroma enseguida se ve eclipsado cuando Angelo se sube al asiento del piloto y el suyo —fuerte y embriagador— consigue monopolizarlo todo.
O tal vez así me parece porque su cuerpo de pronto está demasiado cerca del mío. Me toma de los brazos y me los levanta.
—¿Qué haces? —pregunto, odiando el temblor de mi voz.
No dice nada, pero el «clic» del cinturón de seguridad me da la respuesta, acompañado por la atadura con la que consigue dejarme aferrada al agarradero del techo.
Enciende el motor y poco después salimos del parking. Aunque no pueda ver nada, la claridad del día inevitablemente se cuela a través de la tela oscura mientras la gravedad me indica que estamos bajando por una especie de colina.
Comienzo a jugar con mis uñas como de costumbre, buscando calmar un poco mi ansiedad y concentrarme en algo que no sea el incómodo silencio que se instala entre los dos, uno que por suerte se ve interrumpido cuando minutos después, decide encender el reproductor y la letra de The Weeknd y Ed Sheeran comienza a sonar:
♫This ain't the right time for you to fall in love with me
Baby, I'm just being honest
And I know my lies could not make you believe
We're running in circles that's why♪
La canción continúa mientras Angelo se pone a cantarla en voz baja, pero es el significado de cada palabra lo que se va quedando grabado a fuego en mi mente:
«No es el momento adecuado para que te enamores de mí. Cariño, sólo estoy siendo honesto. Y sé que mis mentiras no pueden hacerte creer. Estamos corriendo en círculos, por eso... en mis tiempos oscuros volveré a la calle. Prometiendo todo lo que no quiero decir. En mis tiempos oscuros, nena, esto es todo lo que puedo ser. Y sólo mi madre puede amarme por mí. En mis tiempos oscuros, en mis tiempos oscuros... Enciendo uno, déjame fumar un cigarrillo. Todavía calmándome, mi garganta goteando. Tengo sangre de otro hombre en mi ropa. Pero una niebla interminable es la vida que elegí.»
Se siente casi como si cada palabra estuviera escrita especialmente para él, y por la forma en la que se conoce la letra, apuesto a que se identifica con ella.
Pero pese a que me muero por abrir la boca y preguntárselo directamente, me muerdo la lengua y dejo que en los siguientes minutos reine únicamente el sonido de la música, que va cambiando de ritmo según cada canción.
El auto se detiene, pero sé que es demasiado pronto para haber llegado. Además, conozco demasiado bien la ciudad para saber, aun con los ojos vendados, que no hemos pasado por el puente de Brooklyn aún, razón por la que me sorprende cuando siento su mano desatándome el nudo detrás de la cabeza, provocando que la tela me caiga sobre el regazo.
Tengo que parpadear varias veces para acostumbrarme de nuevo a la luz y descubrir que estamos detenidos frente a un semáforo de la quinta avenida. Justo frente a la biblioteca pública de Nueva York, una construcción de estilo Beaux Arts de principios del digo XX, tan imponente como majestuosa. Adornada por las estatuas de dos leones que custodian su entrada.
Sin embargo, esa belleza se ve opacada por la mirada feroz e intimidatoria que tiene ahora mismo el ángel de la muerte que viaja justo a mi lado en el coche.
—¿Qué? —emito, sin tener del todo claro que pasa, o qué he hecho ahora para molestarlo. A parte de existir, claro. Él no dice nada—. ¿Puedo saber por qué me quitaste la venda?
—¿Te molesta? —me devuelve, poniendo el auto de nuevo en marcha.
—No —pronuncio en un balbuceo ridículo.
—Entonces mantén la boca cerrada por el resto del camino, y por tu bien, no se te ocurra volver a cerrar los ojos —me ordena, estirando la mano para subirle volumen al reproductor y ahogar así cualquier objeción de mi parte.
Dejo escapar el aire con fuerza y me limito a mirar por la ventana durante todo el camino. Nueva York es una ciudad hermosa, sobre todo en otoño, pero también puede resultar en extremo caótica si lo quiere.
Nunca la había considerado como una opción para vivir hasta no saber que ella había venido a parar aquí. Estúpidamente me mudé creyendo que la rescataría de un infierno en el que resultaba que ella se deseaba quemar. Y después de todo mi esfuerzo no tuve más opción que quedarme aquí y hacer una vida. Ingeniándome una forma en la que no terminara decepcionando a mis padres. Después de todo ya me había gastado cada centavo que tenía viniendo. Y aunque en un principio fue horrible acostumbrarme, ahora siento a esta ciudad mucho más mía que Londres.
Había visto tantas películas y leído tantos libros que hablaban de ella, que una parte de mí sentía que ya la conocía incluso cuando puse el primer pie en el piso al bajar del avión en el John F. Kennedy.
Fue casi mágico. Como si algo me dijera que este era mi lugar.
Ahora no creo que sea capaz de vivir en otro sitio que no sea «La ciudad que nunca duerme».
Igual que yo, que me pasé la mitad de la noche dando vueltas sobre la cama intentando conciliar un sueño que me llegaba de forma gradual debido a la anticipación de lo que prometía sería este día en la casa de los Lombardi. O, mejor dicho, las míseras dos horas que pude mantenerme allí.
Misma razón por la que, en contra de mi voluntad, mientras dejamos atrás el distrito de Manhattan y vamos subiendo al puente, mis ojos comienzan a sentirse cada vez más y más pesados.
Al punto que, un momento que en mi mente parece tan breve como un parpadeo, ha sido suficiente para que el auto recorriera la distancia restante hasta mi departamento en Brooklyn Heights y la hoja de la daga de Angelo se me esté clavando con una presión casi insoportable en la garganta.
—Te dije que no cerraras los malditos ojos, Angelina —pronuncia con la mandíbula apretada, tan cerca de mí que temo sea su rostro lo último que vea antes de morir.
—Si tienes intenciones de matar a alguien, Angelo Lombardi, no hables. Solo hazlo —alcanzo a pronunciar aguantándome el dolor que me produce el corte que el movimiento ocasiona.
—Te crees muy valiente, ¿no?
—Al menos no soy tan cobarde como tú, que atacas a una persona cuando se encuentra de manos atadas —le suelto en un gruñido.
—¿A una persona, has dicho?
—Sí, eso he dicho. Que tú te consideres un animal, una puta bestia, no significa que yo también lo sea.
Él me sonríe, pero es una sonrisa sombría y calculadora. De esas que tienen la cualidad de causar escalofríos por todo el cuerpo. Pero esta vez, su gesto solo es capaz de llenarme de calor.
Con lentitud, retira el cuchillo de mi cuello y lo baja hasta mis manos antes de cortar con un movimiento experto mis ataduras.
Me llevo las manos a la zona haciendo una mueca al sentir el ardor de la herida. Los dedos se me llenan de sangre, pero no en una cantidad que consiga preocuparme. Sin embargo, sé que eso va a dejarme una marca, y me jode.
No sé qué mierda de obsesión tenga con mis ojos, pero si casi me mata por eso, merezco al menos que me diga...
—¿Por qué? —Lo miro. Está guardando la daga dentro de su funda, como si no hubiera pasado nada. Sus ojos se hacen de rogar antes de ponerme de nuevo atención, pero en ellos solo leo una interrogante cuando levanta las cejas—. ¿Por qué no puedo cerrar los ojos en tu presencia?
Angelo se inclina de nuevo hacia mí, y desconozco la razón por la que me veo en la necesidad de controlar mis manos para no tocarlo. Me quedo quieta, muy quieta, siendo testigo de todos los centímetros que se van a acabando en la distancia que nos separa.
Así hasta que está tan cerca que, si me inclino siquiera un poco, podría rozarle los labios con los míos.
Ese pensamiento pone a latir mi corazón de forma insensata y acelerada. Como una bomba que termina estallando cuando él pronuncia cinco simples palabras:
—Bájate de mi auto, Angelina. —Y a eso le sigue el sonido de la puerta, abriéndose a mi lado antes de que él regrese a su posición.
Dejo escapar el aire con lentitud, me subo el cuello del abrigo para esconder el corte y luego me bajo del auto cerrando con un portazo.
—Maldito imbécil —siseo, encaminándome al portal, pero me detengo al escuchar el sonido del vidrio eléctrico del vehículo.
—¿No quieres de regreso tu celular, Angelina?
«Mierda, casi lo olvidaba»
Doy media vuelta, me acerco de nuevo y me inclino por la ventanilla. Angelo me extiende el aparato y yo se lo arranco de mala gana de las manos.
—¿No piensas darme las gracias por haber cuidado tan bien de él?
—Yo de ninguna manera agradezco el abuso de poder.
Angelo asiente, pensativo.
—Matteo vendrá por ti el próximo domingo a la misma hora. Mi número está grabado en tu agenda. Pero te ahorro la tarea de intentar rastrearme. No me encontrarás.
—¿Revisaste mi teléfono? —inquiero, rabiosa.
—No sé de qué te sorprendes, Angelina —dice—. Si has sido lo suficientemente lista para borrarlo todo, también deberías serlo para saber que no pienso dejar a una completa extraña meterse en mi casa cada semana sin tener idea de quién es ella en realidad. —Su mirada es retórica.
—¿Y quién soy? Según tú.
Una sonrisa peligrosa se desliza en sus labios antes de contestar:
—Un arma de seducción, Angelina White. Eso es lo que eres. Pero te lo advierto, conmigo no te va a funcionar.
Dejo escapar un bufido.
—Yo no quiero seducirte, no seas ridículo.
Angelo sonríe de forma fría e irónica.
—No podrías ni aunque quisieras, ángel —dice antes de subir la ventanilla, haciéndome retroceder hasta que mi reflejo se observa en su totalidad a través del oscuro papel ahumado.
El motor vuelve a rugir un segundo después, y lo siguiente que veo es el auto alejándose con lentitud por una calle bordeada de árboles llenos de hojas ocres y rojizas que terminan esparcidas por el suelo al desprenderse.
Pero si en algo tiene razón Angelo Lombardi es en que soy una chica lista, por eso, antes de que el auto desaparezca calle arriba, me apresuro en salir a la calzada para tomar nota mental de la placa. Luego abro una aplicación y la copio en mi celular.
Me doy media vuelta y subo a mi departamento maldiciendo a ese imbécil. Paso directamente al baño para limpiarme la herida luego de haberme deshecho del abrigo y de los zapatos de tacón.
Por suerte el corte es pequeño, pero me pica como la mierda. Al pasarme un algodón con alcohol me tengo que contener para no largar un grito que se escuche en el departamento vecino.
«Juro por Dios que esto vas a pagármelo caro, Angelo Lombardi»
Después de todo, soy un arma, ¿no?
Un arma de seducción.
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Hola, pecadoras.
Leo sus reacciones aquí.
Besitos ♥
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