C A P Í T U L O 36. «VIENI CON ME, RAGAZZA»
VIENI CON ME, RAGAZZA
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Los días posterior a mi primer encuentro con la bestia en la sala de música, transcurren aterradoramente rápidos.
Y eso puede deberse al sobre cargo de tareas a las que me he sometido con la organización del cumpleaños de Nick y la decoración navideña de la casa, o quizás al agotamiento que convierte mis noches en un pestañeo después de que Angelo se cuela en mi habitación para follarme de forma bestialmente deliciosa, una y otra vez, sin darme tregua, hasta que finalmente me quedo dormida entre sus brazos y a la mañana siguiente despierto sola en la habitación.
Y aunque el muy maldito pueda vanagloriarse diciendo que soy su presa, que soy suya, y que el poder solo lo tiene él, el buen trabajo que ha hecho mi boca alrededor de su polla me han otorgado como premio dos llamadas supervisadas personalmente por él.
Intenté bromear diciéndole que al primero que llamaría sería a Noah, pero resulta que al líder de la mafia no le hace ni pizca de gracia mi relación con un agente de la ley.
—No me toques las pelotas, ragazza —gruñó sobre mi oído, y yo contuve el impulso de decirle que era precisamente eso lo que quería tocar.
Así que antes de terminar follando sobre el escritorio, le hice la primera llamada a mi jefe, solo para mentirle con respecto a mi ausencia, diciéndole que se debía a una emergencia familiar en Londres que me impediría volver a Nueva York en un buen tiempo.
El maldito de Angelo consiguió que la historia pareciera creíble, explicándome que gracias a un aparato satelital de última tecnología que posee, Magnus vería el código de área de Londres en el registro de sus llamadas entrantes.
Sin embargo, este no parecía muy convencido mientras me contaba que un oficial federal le había contactado para preguntarle por mí.
—No te preocupes por él —le dije—. Es solo un ex novio que está desesperado por encontrarme. Tuve que dejarle una nota diciéndole que estaba en un viaje de trabajo porque si le decía que estaba aquí con mis padres, de seguro habría venido a buscarme. ¡Así de loco está!
Con eso conseguí dejarlo más tranquilo. Se despidió asegurándome que todos me extrañaban en la oficina y que podría volver cuando quisiera. Que mi puesto era solo mío. Y no pude evitar que se me formara un nudo en la garganta al recordar que eso iba a ser imposible.
Ni siquiera logrando salir de aquí con Nicholas, podría regresar a mi vida en la ciudad.
La siguiente llamada fue para mis padres.
Y si la que le hice a mi jefe me conmovió, esta me partió el corazón. Mi madre no paró de llorar mientras me regañaba por haber sido tan desconsiderada al irme de «retiro espiritual» veinte días atrás sin haberles avisado absolutamente nada.
Con lo mal que se la pasaron después de la desaparición de Evelyn, me sentí horrible al ser yo la causante de un nuevo sufrimiento para ambos. Por suerte, conseguí ponerme en contacto antes de que tomaran el avión que los traería a Nueva York, uno para el que ya tenían los boletos comprados.
—Lo siento mucho —les dije por quinta vez, con los ojos empañados y una presión en el corazón—. Pero es que el trabajo me tenía tan colapsada que en un impulso lancé el teléfono por la ventana y decidí tomarme un tiempo para mí, lejos de todo. Fue egoísta de mi parte, lo sé.
—Que pienses en ti no es egoísta, angelito —repuso mi padre—. Pero no te olvides que del otro lado del océano quedan personas que nos preocupamos por ti.
—Estábamos a punto de pedirle ayuda a tu tío Arthur para dar contigo —continuó mi madre—, y ya sabes cuánto odiamos pedirle favores.
Y yo odiaría que lo hicieran. Nunca me ha gustado la aptitud que tiene el tío Arthur conmigo. El odio que parece tenerme.
Les prometí a ambos que los llamaría una vez por semana, pero que no pensaba comprar móvil por un buen tiempo porque esa era la forma más efectiva que tenía de conectar con la naturaleza sin ningún tipo de distracción.
No estoy segura si mis excusas fueron suficientes, pero tampoco tuve mucho tiempo para indagar en ello, porque corté la llamada sintiendo que, en apenas unos pocos minutos, todas mis energías habían desaparecido.
Miré a Angelo, quien lo había estado escuchando todo.
—¿Qué pasa? —le solté mientras me secaba la humedad en los ojos, odiándome por haberme mostrado tan débil en su presencia.
—Nada —dijo, echándose para atrás en su silla—. Ya puedes retirarte, ragazza.
No me queda claro si lo que vi en sus ojos antes de cerrar la puerta fue compasión o dicha. Hoy en día solo sé que desde que regresó de su viaje misterioso, tres semanas atrás, las cosas en esta casa han cambiado demasiado.
Empezando por Matteo, quien se ha convertido en un fantasma desde entonces, saliendo temprano y regresando tan tarde que a veces no me queda claro si siquiera lo hace. Me he pasado días enteros sin verle la cara, y las pocas veces que nos hemos encontrado ha pasado completamente de mí.
—¿Qué te pasa, Matteo? —lo enfrenté una noche que en la que finalmente me topé con él en la cocina—. ¿De nuevo te prohibieron hablarme?
Era tarde, pero él parecía listo para largarse de nuevo. Chaqueta de cuero, vaqueros y un aroma a perfume capaz de desestabilizar a cualquiera.
Dio dos pasos en mi dirección, y el brillo oscuro que vi en su mirada enrojecida me obligó a retroceder hasta que mi espalda terminó chocando contra el filo de la encimera.
—Puedo hablarte las veces que quiera, Angelina —dijo con sequedad—. Pero no quiero hacerlo.
—¿Por qué? —Me crucé de brazos.
Matteo negó con la cabeza.
—Tú sabes por qué, belleza. —Tragué saliva, sintiéndome como una perra después de haberle coqueteado durante tanto tiempo para al final terminar acostándome con su primo más veces de las que podía memorizar.
Pero ese era un secreto que solo Beatrice conocía después de haber visto las marcas que la bestia había dejado sobre mi piel, unas que al día siguiente procuré cubrir con maquillaje y suéteres de cuello alto, hasta que estas desaparecieron, y las siguientes comenzaron a quedar en lugares mucho más discretos.
—No, no lo sé —le dije, sintiendo acelerado el corazón. Pero no era por el deseo lo que sentía, era por algo mucho más frío y doloroso que eso—. No sé por qué de pronto no querrías hablarme más.
—Porque es una puta tortura acercarme a ti, Angelina. —Su mano se posó en mi mejilla, acariciándome. Algo en mi interior quiso abrazarlo en ese momento. Como si mis sentidos pudieran advertir lo necesitado que él estaba de ese contacto. Pero no lo hice—. Porque es una puta tortura saber que nunca podré tener lo que quiero. No sin antes romper algunas de mis reglas de nuevo.
Quise preguntarle a qué se refería con eso, pero él se separó de mí y caminó hacia la puerta.
Dejé que saliera de la cocina mientras le daba vueltas una y otra vez a todas las cosas que Beatrice me había contado sobre él.
A la historia de sus padres.
A su amor prohibido.
Y a la compasión que todo eso me hacía sentir por él.
Pero la realidad es que no debería estar sintiendo compasión por un mafioso.
No debería sentir que me derrito a fuego lento por otro.
No debería sentir respeto por la mujer que los crio a ambos ni cariño por la adolescente que consigue manipularme con una simple sonrisa.
Y definitivamente, no debería querer quedarme cuando estoy teniendo una buena oportunidad para salir huyendo ahora mismo.
—¿Cómo me queda este? —inquiere Fiorella, saliendo del probador con el quinto vestido que se prueba en menos de media hora. A mí solo me tomó cinco minutos elegir el mío.
Suspiro mientras lo detallo. Es uno verde oliva que contrasta perfectamente con sus ojos y le marca las curvas. Corto y de mangas largas. Sexy pero elegante.
—No sé. —Encojo los hombros—. Pregúntaselo al chico vampiro. —Señalo Stefano que parece estar babeando desde el umbral donde finge que solo cumple con el trabajo de cuidarnos—. Vamos, danos tu opinión.
Los ojos negros le brillan mientras detalla a la chica de la que está enamorado, y creo que solo se permite ser tan evidente porque sabe que no hay nadie más aparte de mí en la preciosa tienda «Carolina Herrera» de la avenida Madison, una que Angelo ha puesto a nuestra entera disposición pagando una cantidad de dinero exorbitante.
—Yo creo que... que te ves hermosa... —Fiorella pone los ojos en blanco, regresando al probador, y admiro su férrea capacidad para resistirse a la dulzura que el chico vampiro está emanando en este momento.
Supongo que algo tendrán que ver todos esos años que pasó reprimiéndose. De alguna manera, consiguieron hacerla más fuerte.
—Como sea —dice desde el interior del probador—. Me llevaré este y listo. Ni siquiera sé para qué Angelo se empeña en que luzca tan despampanante el día del cumpleaños de Nick. ¡Cómo si alguien más a parte de nosotros mismos fuera a asistir! —suelta un bufido mientras pelea con el vestido para sacárselo.
Y aunque en otra circunstancia me reiría, se me hace imposible pasar por alto la forma en la que Stefano se remueve después de escucharla, ansioso.
Lo que no me extrañaría, de no ser porque no es la primera vez que lo veo hacer eso mismo desde que salí de la cueva. Aunque a medida que se ha ido acercando el cumpleaños del bebé, su ansiedad parece estar yendo en aumento.
—¿Te pasa algo, Stefano? —le pregunto en voz baja, acercándome a él.
—En lo absoluto, señorita —responde, poniéndose serio. Como un buen soldado. Joven y guapo.
—No es necesaria tanta formalidad, vampirito, que la bestia de tu jefe no está para reprenderte. —Un atisbo de sonrisa aparece en la comisura de sus labios, pero se mantiene en silencio—. Vamos, puedes decirme, ya sabes que soy buena guardando secretos.
Stefano me mira. Y en sus ojos negros veo reflejado el torbellino de sentimientos que tiene acumulados y reprimidos en su interior.
Un segundo después, deja escapar un suspiro.
—Lo que me pasa —dice— es que estoy enamorado de alguien que me va a odiar para el resto de su vida.
Separo los labios para decirle que no creo que Fior vaya a odiarlo eternamente por lo que me hizo su hermano, que ni siquiera yo misma lo hago, pero en eso ella sale del probador y él regresa a ese rictus serio que siempre adoptan los soldados.
A su coraza.
—¿Nos vamos? —pregunta ella con el vestido en la mano.
Asiento, sintiendo durante todo el camino de regreso a la casa, una extraña sensación de vacío.
Sin embargo, esa sensación queda eclipsada por Nicholas, cuando finalmente, después de tanto estimularlo, comienza a dar varios pasitos consecutivos por sí solo.
Y aunque se cae de colita después de dar el cuarto paso, comenzando a llorar mientras Pompón da vueltas a su alrededor como si quisiera consolarlo, yo no puedo más que sonreír, desviando la mirada hacia la de su padre, quien, desde el sofá, con un vaso de whisky en la mano, lo observa con un brillo en los ojos que solo refleja lo orgulloso que se siente.
Algo en mi interior se remueve, y prefiero llevar los míos hasta Fiorella, que levanta al niño del suelo, secándole las lágrimas con su bufanda y comenzando a celebrar con él frente al árbol de navidad de tres metros de alto que terminamos decorando juntas en tonalidades de rojo y dorado.
—¿Quién es el bebé más precioso del mundo? —le cuchichea ella, alzándolo sobre sus brazos para hacerlo reír—. Eres tú, Nick. Solo tú.
—Su nombre es Nicholas —la corrige su hermano. Ella pone los ojos en blanco.
—Vamos, Nick, vamos a intentarlo de nuevo. —Lo coloca de nuevo en el suelo, alejándose un poco para que el bebé camine hacia ella.
Él se sostiene de pie, tambaleándose un poco, pero en lugar de ir hasta donde su tía, camina en dirección a su padre. Angelo deja la copa sobre la mesita para recibirlo mientras Fiorella le murmura en broma la palabra «Traidor».
—Hasta mi hijo sabe con quién debe estar su lealtad —repone la bestia, dándome una fugaz mirada que me eriza la piel.
—Tonto. —Su hermana le saca la lengua antes de sentarse en el suelo y comenzar a jugar con Pompón frente al árbol de navidad.
Sus luces ya se encuentran encendidas, al igual que la chimenea y la sangre que me corre por las venas, sintiéndome amargamente dichosa con todo lo que me rodea.
Con la atmosfera hogareña que ha adquirido la estancia. Con el aroma a muérdago que se cuela por el ambiente. Con los balbuceos del bebé mientras juega con la nariz de su padre. Con el brillo en los ojos de Stefano cada que Fiorella se ríe. Con la sonrisa maternal de Beatrice. Y con la mirada hambrienta de la bestia, desestabilizándome.
Afuera ya están comenzando a caer los primeros copos de nieve de la temporada, y cuando llega la noche, ya hay una capa cubriendo todo el jardín y el área de la piscina, invitándome a salir de la casa en busca de revivir esa sensación que se produce en mi interior al abrir los brazos bajo la oscuridad de la noche, alzar la mirada hacia el cielo, y sentir el frío invierno cayendo sobre mi rostro.
Como lo hacíamos Anastasia y yo, sonriendo, tomadas de la mano, antes de que las cosas cambiaran.
Antes de que se convirtiera en la perfecta Evelyn White.
Acuesto a Nick en su cuna cuando finalmente se queda dormido después de la cena. Dejo un beso de buenas noches sobre su cabecita y me deleito con esa carita tan angelical con la que podría engañar a cualquiera, porque ahora que ya aprendió a caminar, estoy segura de que sus travesuras se multiplicarán en la misma medida que sus pataletas.
Se me escapa un suspiro viéndolo ahí, tan hermoso e inocente, tan puro y libre de esos pecados que tarde o temprano, al crecer, todos terminamos cometiendo. Y me siento tan afortunada y miserable a la vez.
Afortunada por tenerlo y miserable por aun no haber encontrado la forma de librarlo de su destino en la mafia.
De ese reinado de poder y sangre que le espera.
Lancé mi última carta aquella mañana en la enfermería, y me he pasado todos estos días esperando una maldita señal de Loren que pudiera confirmarme la recepción del mensaje. Esperando que mi poco dinero fuera suficiente para comprarlo de nuevo. Para que hiciera una última cosa por mí.
Pero no hubo nada.
Y la realidad es que intentar un escape no sería más que un suicidio. Ya me quedó claro que esta casa es una puta fortaleza rodeada de soldados y centinelas que me alcanzarían mucho antes de que yo lograra poner un pie en lo bajo de la colina.
Se quedarían con Nick y a mí me matarían bajo las órdenes del boss.
Solo puedo salir de aquí con autorización, y las veces que lo he conseguido, mi sobrino no ha venido conmigo, haciendo inadmisible la idea de no regresar.
El muy maldito sabe que Nick es mi debilidad, así como yo sé que también es la suya.
A fin de cuentas, ambos estamos atados. Pero es él quien tiene el jodido poder. Y en más sentidos de los que me gustaría admitir.
Yo no tengo nada.
No tengo a Matteo de mi lado ya. No tengo refuerzos esperándome afuera. No tengo entrenamiento para luchar. Y definitivamente, no tengo ganas de intentarlo.
Ya no tengo idea de cómo voy a hacer para salir de este mundo con Nicholas a mi lado, pero en este punto puedo estar segura de una sola cosa: fuera o dentro de esta casa, ya nada ni nadie hará que me separe de él.
Porque lo amo como si fuera mío.
Y es que, de cierta forma, lo es.
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Con botas, abrigo y bufanda, salgo al jardín dispuesta a disfrutar de la primera nevada de la temporada, porque el aislamiento no puede quitarme este placer, aunque el frío sea tanto que me congele los huesos.
Ya todos se han acostado a dormir, y a la bestia no la vi más después de la cena.
No es que me haga falta. Después de todo, que follemos como conejos no significa que ahora nos soportemos.
Abro los brazos y miro al cielo, sintiendo los copos de nieve como pequeñas agujas en mi rostro. Como un recuerdo que siempre atesoraré.
Poco me importa que los soldados que patrullan la zona me estén mirando, porque tras mis párpados yo solo la veo a ella, y en mi mente, le pido perdón.
—¿Te quieres morir congelada, angelito? —escucho su voz a mi espalda, obligándome a bajar los brazos y volverme hacia él.
Intento disimular lo mucho que me gusta como se ve con la gabardina negra, los guantes del mismo color, los copos de nieve sobre el cabello castaño, y las mejillas sonrojadas, porque siento que las piernas me comienzan a temblar.
«Maldito»
—¿Qué? ¿Te preocupa que la nevada te prive el placer de hacerlo con tus propias manos? —Me cruzo de brazos.
Angelo me sonríe como si no se hubiera esperado una respuesta diferente de mi parte.
—Vieni con me, ragazza —me ordena en italiano, dándose media vuelta y comenzando a caminar en dirección a la arboleda del bosque.
Estoy tentada a quedarme en mi sitio porque no tengo por qué hacer cada jodida cosa que él me diga, pero Angelo tiene un maldito magnetismo que es difícil de ignorar.
Ya lo intenté.
Lo sigo mientras atravesamos los árboles. La mayoría de las hojas ya han terminado en el suelo con la nieve comenzando a cubrirlas. Sin embargo, las que aún quedan, en conjunto con las ramas, consiguen que el pequeño círculo alrededor de la fuente del ángel no se sienta tan frío como el resto del jardín.
El arcángel Gabriel se sigue mostrando igual de imponente. El agua en esta sigue corriendo. Y las luces en su interior consiguen iluminarnos.
—¿Qué estamos haciendo aquí? —le pregunto al ver que se sienta en la orilla de la fuente.
—Nada. —Encoje los hombros—. Pasar el rato.
—¿Desde cuándo a ti te gusta pasar el rato conmigo sin que estemos follando?
—Si quieres hacerlo aquí, ragazza...
—No seas imbécil. —Me remuevo, porque algo en mi cuerpo dice que sí—. Solo me extraña viniendo de ti.
Pone los ojos en blanco.
—No seas tan quisquillosa y solo ven a sentarte, Angelina. —Palmea el sitio a su lado.
Dejo escapar un suspiro que se convierte en vahó debido al frío.
—¿Qué quieres? —inquiero cuando me siento a su lado, mirándolo.
—Hablar, angelito. —Él se acomoda para quedar frente a mí.
Me concentro en sus ojos para no mirarle los labios.
—¿De qué quieres hablar, Angelo?
—De ti. —Me acomoda un mechón de cabello que se me ha pegado al rostro por el hielo derretido.
Siento mi cuerpo estremecerse con ese contacto, pero lo disimulo con el frío.
—¿Qué pasa conmigo?
—Quiero saber por qué lo hiciste —pronuncia en voz baja, íntima—. Quiero escucharte.
—¿Por qué hice qué?
—Lo que llevó a tu hermana a la calle, Angelina. Lo que la hizo acabar en este mundo. —Sus palabras tienen el efecto de una bala clavándose en mi pecho.
—¿Qué diferencia haría? —No sé por qué esto me incomoda tanto, cuando fui yo la primera en pedirle que hablara conmigo en lugar de gruñirme todo el maldito tiempo.
Quizás sea porque solo me interesaba escuchar su versión del pasado, no narrarle la mía. Quizás sea porque recordar lo egoísta que fui, duele.
—Ninguna —responde, mirándome a los ojos—. Pero quiero saber por qué la odiabas tanto como para ser capaz de mentirle a tus padres.
—¿Mentirles? —inquiero, frunciendo las cejas—. ¿Qué te dijo Evelyn exactamente?
—No intentes engañarme, porque...
—¿Qué te dijo? —lo corto, poniéndome de pie—. Dime.
Angelo me mira, apoyando sus manos en el borde de la fuente.
Yo lo miro a él, esperando que abra la maldita boca.
—Que estabas celosa de ella —dice, y aunque no es una mentira, le pido que continúe—. Que estabas celosa de ella porque el imbécil que te gustaba le había pedido salir, y que por eso le inventaste una historia a tus padres. Una donde la dejabas como puta por estarse acostando con un hombre mayor para sacarle dinero. Tus padres la corrieron de la casa y por eso ella terminó durmiendo en el callejón de Brixton de donde la secuestraron los rusos.
—¿Eso te dijo? —Doy un paso hacia atrás, sintiendo que se escapa todo el aire de mis pulmones en un solo segundo.
—¿Qué? ¿Vas a decirme que es una mentira, angelito? —Levanta las cejas.
—Si... —consigo pronunciar, dentro de mi conmoción—. Sí que lo es... Es una maldita mentira, Angelo. Las cosas no fueron así.
Pero, ¿qué me esperaba? Ella nunca arruinaría su fachada de chica perfecta e inocente por voluntad, ni siquiera estando al otro lado del océano, a punto de ser vendida a unos cerdos millonarios que harían con ella cosas peores de las que ya había hecho, iba a ser capaz de admitirlo.
Angelo se pone de pie, dando un paso en mi dirección.
—¿Cuál es la verdad entonces? —inquiere, y por el brillo que aparece en sus ojos me consta que no le gusta nada que esté poniendo en tela de juicio la palabra de su mujer.
Pero...
—La verdad es que Evelyn no era la santa que todos creían que era, y cuando descubrí lo que estaba haciendo, la amenacé con contarlo todo, con quitarle la careta, con delatarla. Pero nunca lo hice, y si ella salió aquella noche de la casa, fue por voluntad. O por miedo. Pero no por una mentira mía.
Angelo niega con la cabeza.
—¿Y qué pudo ser tan malo para que ella saliera huyendo, Angelina? —inquiere con un tono de voz que evidencia lo poco que me cree.
—Conversaciones, fotos, videos... —le contesto, perdiéndome en los recuerdos.
Evelyn acababa de entrar a la ducha cuando la luz de su celular se encendió sobre su mesita de noche. Yo tenía prohibido cruzar la línea que dividía su lado impoluto de la habitación con el desastre del mío, pero ese día estaba especialmente hastiada de ella.
De sus desplantes. Y de su odio.
Sabía lo mucho que ella demoraba en la ducha, así que me acerqué a tomar su teléfono. Tenía clave, pero ser su gemela aun servía para algo, porque me tomó tan solo un par de intentos desbloquearlo y reconocer al dueño de la verga erecta que se reflejaba en la imagen que ella acababa de recibir.
Pero eso no fue lo que más me impactó.
Fueron las fotos y videos de su cuerpo que ella le devolvía. Unas en lencería, otras completamente desnuda; tocándose, exhibiéndose para él.
Y todo eso acompañado de conversaciones llenas de un morbo que se disfrazaba tras palabras bonitas.
«Eres una dama exquisita, Evelyn»
«Nadie es más hermosa que tú, pequeña. Ni siquiera tu gemela»
«Mira como me pones»
«No tienes idea de todo lo que haré contigo cuando te conviertas en mi dama»
«Córrete pensando en mí, preciosa. Como lo hago yo pensando en tu culito»
«Eres mía»
«Este es nuestro secreto, Evelyn White»
Las manos me temblaban mientras leía todo. Mientras entendía por qué ella prefería pasar las horas en la oficina de nuestro tío Arthur que conmigo. Por qué siempre se sentía más mujer. Superior. Mejor.
Y se me salieron las lágrimas. Lágrimas de rabia al comprender que nada de eso era verdad. Que ella no era mejor. Que no era perfecta. Que no era una dama. Que solo era el juguete sexual de un hombre que le doblaba la edad.
Y que además era el hermano menor de nuestro padre.
Era su maldito tío.
El teléfono todavía estaba en mis manos cuando ella abrió la puerta de la habitación.
—¿Qué mierda estás haciendo con mi celular? —inquirió rabiosa, viniéndose hacia mí con una toalla cubriéndole el cuerpo y otra más pequeña alrededor de su cabeza.
Pero no dejé que me lo quitara de las manos. No me dejaría quitar lo único que me reivindicaría en esa familia. Lo único que tenía en su contra.
—Eres una maldita puta, Evelyn —escupí llena de resentimientos, empujándola con una fuerza que ni yo misma sabía que tenía. Ella cayó sobre la cama, y la toalla que llevaba alrededor del cuerpo se abrió, dejándola completamente expuesta—. Solo mírate. Me das asco.
—No digas eso —me pidió, con los ojos inundados en lágrimas—. Yo soy una dama.
—¿Una dama? —Me reí con amarga ironía—. ¿Eres idiota? Una verdadera dama no hace lo que tú. No se folla a su tío para escalar en la alta sociedad. No se vende.
—¡Nunca nos hemos acostado! —se defendió—. Él y yo solo...
—¿Solo qué? —rebatí, sintiendo que tenía todo el maldito cuerpo encendido—. ¿Solo se besan y se manosean? ¿Solo tiene sexo telefónico? ¿Solo son unos malditos enfermos? ¡Es nuestro tío, por amor a Dios!
—¡Él me ama y yo lo amo a él! Nos vamos a casar —dijo, y a mí por poco me dio un infarto.
—¿Qué?
—Nos vamos a casar —repitió—. Nos iremos lejos. Seré su dama.
—¿Tú te estás escuchando, Evelyn? —No me lo podía creer—. Arthur te dobla la edad, y, además, es tú tío. ¡Eso es incesto!
—El amor es más grande que cualquier otra cosa. Que cualquier moralismo de mierda —repuso ella, todo lo convencida que se puede llegar a estar una persona a los dieciocho años sobre el concepto del amor.
Negué con la cabeza.
—¿Sabes qué? Esto lo van a saber nuestros padres —le dije, apretando el aparato en mi mano—. A Arthur lo van a encerrar en la cárcel, y a ti un maldito manicomio, por loca.
—¡No! —Ella se puso de pie, amarrándose la toalla—. Te lo ruego, hermanita. No hagas eso. No me delates.
—¿Ahora sí soy tu hermanita? —le solté, sintiéndome más envenenada por eso que por todo lo demás—. ¿Ahora sí me necesitas?
—Siempre te he necesitado.
—No seas hipócrita, Anastasia —le dije, remarcando su verdadero nombre—. Llevas años haciéndome de menos frente a ti. Años ignorándome, haciéndome a un lado.
—Es que tu comportamiento...
—Cállate —la corté, con los dientes apretados—. Ni se te ocurra decir una puta palabra sobre mi comportamiento cuando eres tú la que se comporta como una puta. Estoy harta de ti. De tu falsedad. De tu doble moral.
—Angie... —susurró.
—Creaste a un monstruo, Evelyn —le dije—. Y espero que ahora le tengas miedo.
Le di un empujó que la tiró al suelo antes de salir de la habitación dispuesta a contarle todo a nuestros padres.
—No, por favor, no... —la escuché rogar detrás de mí mientras yo caminaba por el pasillo, pero eso solo consiguió que yo lo hiciera más rápido.
Lo último que vi de ella antes de cruzar la puerta de mis padres fue el dolor de la traición reflejándose en sus ojos oscuros.
—¿Qué pasa, angelito? —me preguntó papá, bajando el libro que estaba leyendo hasta su regazo.
Mi madre me miró preocupada.
—¿Qué tienes, cariño?
La mano se me cerró con fuerza sobre el celular de mi hermana. Tenía las palabras atoradas en la garganta, y las pruebas sobre mi palma.
Tenía el peso de todo el desprecio que había sentido sobre mis hombros.
La sed de venganza en mi paladar.
Pero fue el brillo en los ojos de mi hermana lo único capaz de hacer a un lado todo eso. Fue el amor que pese a todo le tenía, lo que me hizo flaquear.
—Nada. —Les sonreí a mis padres para eclipsar con eso todos los demonios que danzaban a mi alrededor—. Solo vine a desearles las buenas noches.
Me guardé el móvil en el bolsillo y me subí a la cama con ellos, dejando que me envolvieran en un abrazo lleno de amor. Un abrazo que me recordaba todo lo dañada que quedaría mi familia si abría la boca.
Si contaba sus secretos.
Pero mi silencio no pudo evitar que todo se fuera a la mierda, porque cuando regresé a mi habitación Evelyn ya no estaba ahí.
Se había ido.
Y tuvieron que pasar cuatro años para que yo la volviera a ver.
—Nunca se los dije, Evelyn —pronuncié aquella noche, con la vista sobre las oscuras aguas del río Hudson—. Nunca le dije a nuestros padres lo que había pasado entre el tío Arthur y tú.
Ella me miró como si no pudiera creérselo.
—Pero tú... te vi entrando en su habitación.
—No pude hacerlo —le confesé—. Solo les di las buenas noches, y regresé a nuestra recámara dispuesta a decirte que tu secreto estaría a salvo conmigo, pero ya tú te habías ido.
—Tenía miedo.
—Lo sé.
—Pero tú tenías razón, Angelina. Aquello estaba mal. —Suspiré.
—Él movió cielo y tierra para encontrarte.
—Y agradezco que no lo haya hecho —dijo—. Se necesita crecer para entender el poder psicológico que alguien es capaz de ejercer sobre ti desde temprana edad. Y eso fue lo que Arthur hizo conmigo, Angie. Me lavó el cerebro. Me puso en tu contra para que me aislara de ti. Para asegurarse que el secreto solo sería nuestro.
Sentí que el pecho se me llenaba de ira.
—Nunca le dije a la policía lo que sabía. —Me saqué el teléfono de la gabardina, extendiéndolo en su dirección—. Ellos creyeron que te habías llevado el móvil la noche que te fuiste.
Mi hermana lo tomó, apretándolo con fuerza antes de guardárselo.
—Gracias. —Me dedicó una sonrisa—. Eres una hermana maravillosa. Siento tanto todo lo que te hice pasar.
—No pasa nada —le dije—. Él ya no te puede manipular. Puedes volver con nosotros a casa.
Ella negó con la cabeza.
—Esta es mi casa, Angelina. Mi mundo. Y solo muerta podré salir de él —dijo.
Y al menos en eso, tenía razón.
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Hola, pecadoras.
Se destapó un poco la olla, señores.
¿Se esperaban esto? Las leo.
Besitos ♥
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