C A P Í T U L O 31. «NON HAI ONORE»
NON HAI ONORE
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Cuando finalmente encuentro la enfermería, le doy un par de toques suaves a la madera. Al no recibir respuesta del otro lado, me tomo en atrevimiento de abrir.
En el interior, me encuentro con una habitación amplia y de paredes cubiertas por madera pulida, como una en una especie de cabaña moderna, pero sin ventanas.
Sin embargo, son las camillas que están dispuestas contra la pared de fondo, las que alteran mi percepción del lugar. Son mínimo diez, se encuentran una al lado de la otra, todas separadas por cortinas azules que se mantienen abiertas a la espera de pacientes que de seguro contarán con tecnología de punta.
Eso lo deduzco por las máquinas modernas que están a sus lados. De esas que se ven en los hospitales y que sirven para medir el pulso, la tensión, y un montón de otras cosas que desconozco.
A la derecha, hay dos puertas de madera cerradas, y a la izquierda, un estante lleno de implementos médicos, una fila de bombonas de oxígeno y un enorme escritorio que parece de roble en la esquina más próxima a mi posición, con algunas hojas dispersas alrededor de una portátil plateada que se encuentra encendida.
Una chispa comienza a arder en mi interior al instante, producto de la adrenalina.
Miro hacia mi espalda, y al comprobar que no hay nadie más en el amplio pasillo, cierro con cuidado la puerta de la enfermería, rezando para que aquí dentro no haya cámaras.
Me aseguro echándole una repasada rápida al lugar. Pero al menos que se encuentren ocultas entre las grietas de la madera, el lugar parece estar despejado.
De cualquier forma, es un riesgo que debo tomar.
Sé que no puedo contar con Noah en este momento, por un millón de razones que no quisiera recordar, pero hay alguien en el exterior que me podría ayudar, alguien que conoce mejor que yo esta mierda de mundo en el que me he metido, y que quizás, sepa de algún método para que logre salir de aquí junto a mi sobrino.
Así que, si esa portátil cuenta con conexión a internet... esta podría ser mi mejor oportunidad para contactarlo.
Me acerco sigilosamente hasta el escritorio, escuchando los latidos de mi corazón en el oído mientras lo rodeo y tomo asiento en una enorme silla de cuero roído. Busco a tientas la palanca para bajarla de posición y conseguir estar al nivel de la laptop. La pantalla muestra de fondo un cielo azul colmado de globos aerostáticos, pero lo que hace que me dé un vuelvo el corazón es comprobar que está conectada a la red Wifi de la propiedad.
Es un alivio que esté desbloqueada, pero al mismo tiempo un problema. Eso significa que probablemente la persona que la estuvo usando no esté muy lejos.
«Tranquila, Angelina. Solo date prisa»
Abro el navegador con mi mano derecha y el tirón que me da la muñeca me hace encoger el brazo.
Con la izquierda esto se convierte en una tarea mucho más difícil, pero me las arreglo para abrir mi cuenta secreta del Times. Esa es la red más segura a la que tengo acceso. Cuenta con varios niveles de seguridad que solo yo puedo descifrar. Y entre todos los beneficios que me ofrece, como información secreta que solo maneja el estado, también cuenta con un sistema irrastreable de mensajería directa para móviles.
Mi mensaje llegará a su destino, pero no hay forma de que pueda recibir una respuesta. Esa es la desventaja. Y me tendré que conformar con eso si lo logro.
La página comienza a cargar, pero lo hace de forma tan lenta que solo consigue ponerme más nerviosa, si cabe.
«Date prisa, vamos»
Mis ojos se van hacia la puerta como esperando a que alguien la atraviese en cualquier momento y dictamine mi sentencia de muerte, pero por suerte, el sistema del Times me da acceso antes de que eso suceda.
Tecleo lo más rápido que puedo con mi mano izquierda un mensaje que remito a ese número que me aprendí de memoria y lo elimino después de comprobar que ha sido enviado con éxito.
Un segundo después escucho un sonido metálico que me pone en alerta. Siento que el cuerpo comienza a sudarme frío al tiempo que cierro sesión en de la página y elimino cualquier rastro en el historial del navegador.
El sonido se repite, consiguiendo que me bombee más rápido el corazón. Luego, el peso de unas pisadas acercándose me ponen a temblar.
Comienzo a contar en mi mente.
Uno, dos, tres, cuatro, y cinco, y entonces... escucho la puerta al abrirse.
Pero para entonces yo ya he alcanzado una de las camillas y estoy sentada sobre las sábanas blancas como un angelito.
Alzo la mirada y descubro que no es la puerta por la que entré la que se acaba de abrir, sino una de las que están a un costado. Y a través de ella está saliendo un hombre con el cabello tan blanco como el color de su bata. Trae consigo un carrito en el que reposa una bombona de oxígeno, y sus ojos, a través de las gafas anticuadas, me miran con evidente sorpresa.
Sin embargo, lo que está detrás de él, llama mucho más mi atención que sus arrugas.
El médico se apresura a cerrar la puerta, pero es demasiado tarde. Para ese momento ya he visto la forma de unos pies bajo las sabanas y he escuchado el sonido de un corazón a través de las máquinas, siendo amortiguado tras la gruesa madera.
—Signorina, Angelina —pronuncia entonces el médico, dando un paso en mi dirección, y arrastrando un carrito consigo.
—¿Cómo sabes...? —Dejo la frase en el aire. Es obvio que, al igual que con el resto del personal, Angelo se encargó de explicarle al médico de la familia mi condición como prisionera en esta casa—. Es usted Vicenzo, ¿no?
El hombre asiente.
—Diría que es un placer, pero nada que la haya traído hasta aquí, podría serlo. ¿A qué debo su visita?
Me aclaro la garganta, sintiendo que todavía tengo helada la sangre.
—Mi muñeca —le muestro, haciendo una mueca de dolor—. Me la doblé con el saco de boxeo.
—Ya veo. —Se reacomoda los lentes antes de ir a colocar la bombona en su lugar para luego volver con un par de guantes en la mano. Me mira. Sus ojos son de un color chocolate, y está cubiertos por unas cejas gruesas y unos párpados arrugados—. Recuéstese, por favor.
Hago lo que me pide mientras él se coloca los guantes y comienza a examinarme la muñeca, consiguiendo que varios quejidos se me escapen en el proceso.
—¿Cuánto va a tardar en sanar, doctor?
—Es un esguince leve, signorina. Con los antinflamatorios y analgésicos que le daré, no deberá tardar demasiado.
—¿Me colocará una venda?
—No es necesario, pero si gusta...
—Sí, por favor. Es que cada vez que tengo un golpe o una herida en el cuerpo, termino golpeándomela con todo lo que se me atraviesa.
El médico ahoga una carcajada.
—Suele pasar, niña. Suele, pasar. —Se da media vuelta y se acerca a una estantería que está repleta de implementos médicos: alcohol, gasas, jeringas, pomadas, soluciones intravenosas, y otras cosas que no logro identificar. Regresa de allí con una especie de muñequera que sirve de inmovilizador. Es pequeña, del color de la carne y parece cómoda—. Esto servirá.
—Gracias. —Dejo que me ayude a colocármela después de aplicar la pomada.
—No podría recordar todas las veces que hice esto mismo para tu hermana —me dice tras un suspiro, concentrado en su tarea—. Es una suerte que haya aprendido a lanzar los cuchillos de forma experta antes de haberse quebrado un hueso de la muñeca.
—Creí que mi hermana era perfecta en todo lo que hacía —replico, sintiendo una nota irónica que incluso a mí me molesta.
«No debería estarme sintiendo así de nuevo. Mucho menos por su fantasma»
—Nadie es perfecto, joven. —Termina de situar el último cierre alrededor de mi muñeca—. Hasta la porcelana más pulida está llena de grietas, solo que es más difícil encontrarlas.
—Seguro. —Dejo escapar un suspiro, deseando poder encontrar todas esas grietas que esconde mi cuñado. Tomar ventaja de ellas, y acabarlo.
No lo soporto. No soporto su cuerpo, su cara, y todo lo que me hace sentir cuando nos encontramos. No soporto ni siquiera esta asquerosa sensación de alegría que me produce saber que al fin ha regresado a la casa.
Sus palabras no dejan de repetirse una y otra vez en mi cabeza.
«Yo también te extrañé, maldita ragazza»
—Una bonita sonrisa, signorina. Aunque dudo ser yo quien la esté provocando —dice el médico, mirándome con ojos suspicaces.
Dios mío, qué vergüenza.
«¿De verdad estoy sonriendo como estúpida?»
—Gracias —digo, siendo incapaz de borrarla de mi cara.
—Gracias a usted por regalarme la dicha de verla —repone el médico, y por instinto esta se hace más grande. Es un anciano muy dulce—. Se parece usted tanto a su hermana, Angelina.
La sonrisa se me borra.
—No. No me parezco en nada. —El doctor parece notar mi hostilidad, porque aprieta los labios en una línea y asiente.
Me da una punzada en el pecho al sentir que de alguna forma lo he lastimado después de que ha sido tan amable. Todos en esta casa apreciaban mucho a Evelyn, y el doctor no parece ser la excepción.
—Tenga, signorina. Bébase esto. —Me trago las pastillas que me ofrece junto a un vaso de agua en completo silencio. Luego lo observo caminar hasta su escritorio.
A esta distancia su baja estatura se hace mucho más evidente. Aunque quizás solo sea la edad lo que lo tiene así de encorvado.
Me acerco hasta su mesa cuando me lo indica con un movimiento de mano y se me cae el alma a los pies cuando lo veo arrugar la frente al tomar asiento frente a su portátil.
—¿Qué sucede? —me atrevo a preguntarle con un hilo de voz.
—La silla —dice—. Juraría que la había dejado hasta arriba. Como siempre.
Trago saliva.
—Ah, pues seguro que ha sido... el mecanismo. Suele pasar cuando comienzan a dañarse.
El médico tuerce los labios antes de suspirar.
—Esta silla ha sido mía desde que me mudé a esta casa, su antiguo dueño era un gran amigo mío —me cuenta, calmando mis nervios—. Él no alcanzó a ser eterno, no puedo esperar que la silla sí lo sea. Aunque es una pena.
—Sí, una pena, es una silla muy bonita —concedo, sintiéndome ridícula al tener que poner una vieja silla de cuero como tema de conversación—. Bellísima, la verdad.
Y lo peor de todo, es que no estoy mintiendo.
—La belleza es efímera, niña. —El hombre encoje los hombros antes de ponerse a escribir una receta para mí. Al terminar la desliza sobre la mesa junto a un par de cajas de pastillas—. Toma el analgésico cada ocho hora si hay dolor. El antinflamatorio, una vez al día. Si sigues el tratamiento, en menos de dos semanas tu muñeca estará como nueva.
—Gracias, doctor. —Recibo las indicaciones, poniéndome de pie. Él me imita.
—Cualquier otra cosa que necesite, aquí podrá encontrarme las veinticuatro horas del día.
«Vale. Lo tendré presente cuando quiera usar de nuevo su portátil»
—Gracias. Es usted muy amable. —«Por eso debería estar en un hospital y no aquí, sirviendo para mafiosos»—. Que tenga buen día.
—Te acompaño —señala, rodeando su escritorio para escoltarme hasta la salida.
Abre la puerta para mí, pero antes de atravesarla, mis ojos se desvían hacia la puerta de la habitación donde él se encontraba metido cuando llegué.
—Doctor, disculpe, pero... la persona que está ahí dentro, ¿quién es? —Él me mira a través de sus gafas, sus ojos marrones tornándose más oscuros.
—En esta casa, joven, hay preguntas que son mejor no hacer nunca. —Me coloca una mano por detrás de la espalda y me empuja hacia el pasillo.
Me doy media vuelta para reclamarle por ser tan bestia como su jefe, pero la puerta se me cierra en las narices.
Respiro profundo antes de regresar por donde vine con mis cajas de pastillas. Con suerte podré encontrar pronto el camino hasta la habitación rosa de Fiorella.
La casa es grande, y tiene forma de «L», pero con los días he aprendido a ubicarme. Esta, por ejemplo, es el ala de la casa que se encuentra por el pasillo donde se perdió Angelo el primer día que vine, de donde luego regresó con un lápiz y papel para que anotara mi dirección.
Parece que hubiera sido hace tanto de aquel día, pero solo ha pasado un mes. Y desde entonces he descubierto que es esta el área de la casa con más reservas. Supongo que eso se debe a que el despacho de la bestia ha de estar detrás de algunas de las puertas que voy dejando atrás. Todas enormes y hechas de un roble duro, oscuro y con las alas de los ángeles hermosamente talladas en el centro.
Ahora que mi cabeza está más fresca de lo que estaba cuando salí del gimnasio en busca de la enfermería, puedo detallarlas mejor.
Y precisamente eso es lo que estoy cuando comienzo a escuchar voces acercándose desde la estancia. Me detengo, oyendo el murmullo de lo que no parece ser una conversación amistosa, cada vez más cerca.
Miro a mi izquierda y me encuentro con unas puertas dobles. Me parecen las más bonitas de todas. Las alas, la copa, las estrellas, y la luna. Es la misma imagen que vi tatuada en el pecho de Matteo, pero en aquel dibujo, la luna no formaba parte del firmamento.
De cualquier forma, no tengo mucho tiempo para pensar en eso. Alcanzo a reconocer la voz de Lia cada vez más cerca y me apresuro a empujar una de las puertas. Entro en la habitación, cerrando con cuidado y pegando la oreja en la pequeña rendija que hay entre la puerta y el marco.
—¿Qué se supone que estás haciendo, stronzo? —Su tono es bajo, pero firme.
Nunca la había escuchado así, tan... cabreada.
—¿Qué estás haciendo tú? —le devuelve una voz masculina en el mismo tono. Matteo—. Me has estado jodiendo durante toda la puta semana. ¿Crees que no me he dado cuenta de cómo me miras?
—Y tú crees que yo no he notado como la miras tú a ella —le escupe la chica en un siseo. Parecen haberse detenido no muy lejos de aquí—. Estás idiota.
—¿Y esa mierda a ti que te importa, Lia? —le ruge Matt en voz baja.
—Me importa. Sabes que me importa. —La manera en la que le salen las palabras me hiela la sangre. Suena tan sincera... tan dolida—. Y a ti también debería importarte. Después de todo lo que yo he tenido que hacer por ti...
—No me jodas, Lia. No todo ha sido por mí.
Odio no poder ver la expresión de sus rostros en este momento. Aún no lo necesito para entender de qué va esta escenita.
Todas las malas miradas de la chica debían tener alguna raíz. Y ahora conozco cual es.
—¿Cómo puedes estar haciendo esto con ella, Matteo? No entiendo como tú...
—Cállate —la corta Matt—. No quiero escuchar una palabra más de tu parte. No quiero más malas miradas ni entrometimientos. Lo que yo haga o deje de hacer no es tu maldito problema ya.
—Non hai onore —le espeta la chica entre dientes. «No tienes honor»—. No tienes palabra.
Me parece escuchar a Matteo soltar una carcajada. Seca e irónica.
—Al contrario, piccola bastarda. Porque la tengo, es que estoy en este infierno —le devuelve—. Así que procura dejarme en paz. Es la última vez que te lo digo.
—Si sigues con ella, te arrepentirás —le advierte Lia, provocando que una corriente fría me recorra el cuerpo—. Cuando llegue el momento te vas a arrepentir, Matteo.
—En ese caso, no será ni lo primero ni lo último de lo que me arrepienta en esta vida. —Siento la decepción y la ira en cada una de sus palabras—. Ahora lárgate a hacer tu trabajo.
—Mi trabajo es cuidarla —pronuncia ella como si no existiese nada peor—. El señor me dijo que estaba en la enfermería.
—De cuidarla me encargo yo, Lia. Ahora vete.
Se hace un largo silencio antes de que los pasos se reanuden de nuevo, aunque esta vez en direcciones opuestas.
Me doy media vuelta para apoyarme contra la madera, intentando asimilar toda la conversación. Pero lo que encuentro frente a mí consigue que, por un momento, deje de lado la escena de celos que acabo de presenciar.
Estoy en una hermosa y amplia sala con pisos de caoba y una pared frontal hecha completamente de cristal, a través de la que se extiende una vista preciosa del bosque bajo la colina y a lo lejos, el brillo del río Hudson reflejando la luz del sol.
Sin embargo, lo que realmente llama mi atención, es el piano que se encuentra en el centro. Justo por debajo de la preciosa lámpara de cristal que pende del techo.
Es de un blanco patente e impone muchísimo con su tamaño.
Me acerco hasta el instrumento como si una fuerza mayor tirara de mí, y sin poder evitarlo, dejo que mis dedos recorran la superficie del teclado. La banqueta también es blanca, pero con un recubrimiento de cuero acolchado por encima. La tapa está alzada, mostrando el millón de cuerdas que se encuentran templadas en su interior, y sobre el atril hay abierta una partitura con una pieza de Beethoven en el medio.
«Claro de Luna»
Me pregunto quién se sentará aquí, en medio de una sala cuyas paredes están decoradas con cuadros de ángeles y demonios, a tocar «Claro de luna» mientras su luz se refleja a través del cristal.
La escena se muestra bellísima en mi cabeza, pero no puedo retenerla por demasiado tiempo. Sé que Matt no demorará mucho en descubrir que ya no me encuentro en la enfermería.
Regreso a la puerta con una sensación extraña en el interior de mi pecho. La abro apenas un poco, asegurándome que no haya nadie en el pasillo, pero antes de poder atravesar el umbral, me detengo, volviéndome para mirar el interior de la sala.
Como si esta me llamara.
Como si estuviera susurrando una melodía que solo yo pudiera de escuchar.
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Palabras en italiano y sus significado:
Non hai onore = No tienes honor.
Piccola bastarda = Pequeña bastarda.
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Aquí un nuevo capítulo, pecadoras ♥
Y lo que falta, porque esta será una doble actualización.
Besitos ♥
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