C A P Í T U L O 3. «ARMA LETALE DI SEDUZIONE»
ARMA LETALE DI SEDUZIONE
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Cuando pisé Nueva York por primera vez, no podía creer que el motivo de mi llegada fuese precisamente el de encontrar a mi hermana desaparecida.
Siempre había tenido el sueño de viajar por el mundo. De conocer. De explorar. Crecí viéndome a mí misma como un alma libre.
Quizás haya sido por eso que los sueños de Fiorella consiguieron conmoverme tanto. De alguna forma pude verme reflejada en ella.
Una chica soñadora atrapada en una caja de terrible realidad.
La de ella, una vida condenada a las cadenas de la mafia. La mía, una vida de remordimiento y culpabilidad.
Una vida en la que todos esos sueños de adolescente se veían desplazados con cada lágrima que mi madre derramaba mientras preparaba la cena, intentando aparentar una normalidad familiar que se había esfumado en el mismo instante en el que lo había hecho mi hermana a través de la puerta.
No podía soportarlo. Se me rompía el corazón al ver a mi familia tan destruida. Sin un atisbo de esperanza.
Haberme quedado callada no había servido de nada. Mi hogar se había caído a pedazos con la partida de Evelyn. Y a esas alturas, contarle lo que sabía a mis padres..., lo que estaba escondido en el celular que seguía manteniendo lo mejor resguardado posible, no les habría traído más que dolor.
¿Qué sentido tendría cuando en ese momento sentía que todo lo que estaba pasando carecía por completo del mismo?
Ya habían pasado un mes desde que mi hermana había desaparecido. Las probabilidades de que apareciera viva para entonces eran casi nulas. La policía, de forma subliminal, había tratado de hacernos entender aquello. Pero yo no tenía intenciones de quedarme de brazos cruzados.
Estábamos hablando de mi gemela. Si ella hubiera muerto, yo lo habría sentido. Estaba segura de eso.
Pero al mismo tiempo sabía que no podía seguir causándole más preocupaciones a mis padres. Tenía que comenzar mi carrera universitaria, tenía que fingir que mi vida seguiría su rumbo pese a todo.
Fue entonces cuando lo supe, supe que ya no sería capaz de dedicar mi vida a viajar por el mundo. Ahora tenía que cumplir con un deber moral: el de encontrarla.
Dedicarme al campo investigativo a través de una carrera policiaca me llevaría años de estudio y entrenamiento, pero sobre todo de experiencia y excelencia en el campo para llegar a ser como ese detective que nos había visitado un par de veces en casa para hacernos preguntas relacionadas a mi hermana.
Yo le mentí en casi todas las que me hizo.
Deseaba ser él para no tener que hacerlo. Para tener acceso a todas sus herramientas y, por consiguiente, a la oportunidad de encontrarla.
Pero también era realista. Y fue precisamente por eso que decidí tomar la carrera de periodismo. Necesitaba aprender a investigar, a seguir las pistas, a sonsacar información.
De lo contrario sentía que me volvería tan loca como me sentí aquella noche cuando regresé a mi habitación y descubrí que ella ya no estaba.
No quise alertar a mis padres con su ausencia de inmediato. Me dije a mí misma que debía haberse ido con Arthur, que esperaría hasta la mañana para buscarla y hacerle saber que mi boca se mantendría cerrada, pero cuando pregunté por ella en la recepción de Moon White Company —la empresa pionera en fabricación de trajes de vestir de todo Reino Unido—, me informaron que ella no se había presentado a trabajar.
Desesperada, pedí hablar directamente con mi tío. Por suerte, ser su sobrina y parecerme tanto a mi hermana me ayudó a conseguir el acceso sin muchos inconvenientes.
—¿Dónde está Evelyn? —le pregunté inmediatamente después de poner un pie en su oficina.
—Hola para ti también, sobrina. —Puse los ojos en blanco.
—Solo dime si está en tu casa, por favor —le pedí con los dientes apretados, deteniéndome frente a su escritorio—. Tienes mi palabra de que no le diré a nadie de esto, si es lo que te preocupa. Solo quiero saber si ella se encuentra bien.
Arthur sacudió la cabeza, pero en sus ojos vi un destello de preocupación.
—Angelito —dijo, consiguiendo que se me erizara la piel. Así solía llamarme mi familia. En ese momento no consideraba que él formara parte de ella—. ¿Por qué razón crees que Evelyn estaría en mi casa?
Sentí asco al imaginarme todo el tiempo que ella debió haber pasado dentro de aquella moderna oficina junto a él, dejando que la tocara, que la besara, que la alejara de mí.
Cerré los ojos para esfumar esos pensamientos y después lo miré. Era un hombre hermoso, de facciones angulosas, nariz perfilada, cabello oscuro, piel clara y cuerpo atlético. Malditamente magnético y elegante. Pero su belleza era una en la que yo jamás habría sido capaz de fijarme en ese sentido.
Todavía guardaba los recuerdos de aquellos años en los que él nos llevaba a jugar al parque, a tomar un helado, a la juguetería.
No éramos más que unas niñas, pero por primera vez, sumergida en aquella vertiente de recuerdos, conseguí ver con claridad algunos de esos destellos.
Una sonrisa ladina y seductora mientras limpiaba de mis labios un residuo de crema de chocolate.
Un roce de sus dedos sobre mi rodilla.
Una sutil caricia por el interior de mi muslo.
Unas palabras susurradas con suavidad sobre mi oído.
«Serás una hermosa dama algún día, pequeño ángel»
Di un paso hacia atrás como si alguien acabara de sacarme el aire de un golpe.
«¿Cómo mierda era que no lo había recordado antes?»
Quizás haya sido porque sus acercamientos conmigo disminuyeron en la misma medida que aumentaron los que mantenía con Anastasia.
Ella rápidamente se convirtió en su sobrina favorita.
Y puede que eso se debiera a que mi intención nunca fue agradarle al tío que nos sacaba de paseo. Yo solo quería comer helados.
Pero ella... ella lo veía como si se tratara de un Dios. Todo en él le impresionaba. Todo en él la dominaba.
Para cuando alcanzamos los once años, yo ya no parecía ser más que una mosca en el parabrisas de sus vidas.
Y el reconocimiento de que el hombre que tenía frente a mí era el culpable de que el vínculo que tenía con mi hermana se hubiera debilitado, me hizo mirarlo con un odio que no había experimentado jamás.
Apoyé ambas manos sobre la madera y me incliné sobre él.
—No necesitas seguir fingiendo, Arthur —le solté con los dientes apretados—. Ya lo sé todo.
Él frunció ligeramente el ceño, y sus ojos azules me miraron con cautelosa curiosidad.
Odié que se parecieran tanto a los míos.
—No sé de qué me estás hablando, Angelina —dijo finalmente.
Respiré hondo para no saltarle encima y arañarle la cara.
—Vi tu maldita verga erecta en el celular de mi hermana, tío, ¿necesitas que sea más clara que eso? —Enarqué una ceja.
Su rostro palideció, pero su mirada rápidamente se desvió hacia la puerta detrás de mí, como si quisiera asegurarse de que nadie aparte de él me hubiera estado escuchando.
Se puso de pie y se abotonó el saco con elegancia antes de señalarme con el dedo.
—Tú no has visto nada, ¿me oyes? —gruñó por lo bajo con voz amenazadora.
Me crucé de brazos con una sonrisa irónica dibujada en la cara.
—Eres un cerdo asqueroso, Arthur White. Un maldito pedófilo —siseé—. Pero no tengo intención alguna de exponer a mi hermana y todas las porquerías que la has estado obligando a hacer.
—¡Yo no la he obligado a hacer nada! —Sus puños se estrellaron contra la madera del escritorio, desparramando una ruma de papeles por el lustroso piso de granito.
—Puede que tenga dieciocho años, pero a diferencia de Anastasia...
—¡Su nombre es Evelyn!
Apreté los puños, sintiendo que ahí tenía una razón más para odiarlo.
—A diferencia de Anastasia —repetí con más rabia esta vez—. Yo sí conozco el significado de la palabra sugestión. Y estoy segura de que ha sido precisamente eso lo que has estado practicando en su cabeza desde que nos llevabas a pasear por el maldito parque cada domingo.
En ese momento Arthur pareció perder todo su auto control. Rodeo el escritorio con pasos furiosos, y antes de que tuviera tiempo a reaccionar, su cuerpo me tenía apretada contra una de las paredes de la oficina y su mano me agarraba con fuerza por el cuello y la mandíbula.
—Escúchame bien lo que te voy a decir, niña estúpida —pronunció tan cerca de mi cara que su aliento me rozó las mejillas.
—Suéltame. —Me removí. Pero él, en lugar de liberarme, me apretó con más fuerza, causándome dolor.
—Evelyn es mía, ¿me oyes? Mía por voluntad. Mía por sangre. Y mía por amor —soltó cada palabra con los ojos centelleantes—. Ni tú, ni el imbécil de mi hermano, ni tu santa madre van a conseguir alejarla de mí. Y te juro que, si siquiera lo intentan, todo el maldito Londres arderá.
Sentí que como me estremecía. Algo en el tono de su voz y en la intensidad de su mirada me juraba que no estaba jugando.
No era un secreto que Arthur White era un hombre rico y poderoso. Dueño de un imperio heredado de su madre, la segunda esposa de mi difunto abuelo Byron White.
Él había sido un hombre de clase media cuando se casó con mi abuela, por lo tanto, mi familia nunca había sido adinerada, pero cuando conoció a Cordelia Beaufoy en una gala benéfica para la que habían contratado el servicio de catering que su pequeña empresa ofrecía, se volvió «loco de amor», según sus propias palabras. Poco después se encontraba dejándolo todo por ella. Su hogar. Su esposa. Su pequeño hijo.
Mi padre no volvió a saber nada de mi abuelo hasta el día de su muerte, cuando su medio hermano tocó a nuestra puerta para darle la noticia. Después de eso Arthur terminó metiéndose como un cáncer en nuestro hogar, deslumbrándonos con el brillo de una vida a la que solo en sueños seríamos capaces de acceder.
Disfrazando su naturaleza perversa bajo trajes Burberry y deportivos McLaren.
Una oscuridad de la que yo estaba siendo testigo en ese mismo momento, mientras sus ojos me miraban con asco y mis pulmones se quedaban sin aire.
Él me soltó justo antes de que mi cuerpo colapsara, y lo hizo como si ya no soportara seguir tocando mi piel.
Comencé a toser, pero eso no pareció conmoverlo. Se dio media vuelta y caminó hacia el ventanal que mostraba una vista hermosa y perfecta de la arquitectura de ciudad. El río Támesis y el London Eye a un costado, embelleciendo aún más el escenario.
La misma noria a la que me había subido por primera vez en su compañía y la de mi hermana.
Sentí que se me comprimía el corazón. ¿Cómo habíamos llegado a todo aquello?
—No estoy intentando separarte de ella. No pretendo destruir el amor que se tienen, por más enfermizo que me parezca —conseguí decir después de recuperar el aliento. Lo vi tensarse, pero no se volvió para mirarme—. Es por eso que estoy aquí, vine decírselo. Vine a decirle que guardaré su secreto. No le dije nada de esto a mis padres anoche, pero necesito que regrese a casa. No es justo que ellos se preocupen por nad...
—Un momento —me cortó, dándose la vuelta para mirarme—. ¿Cómo que regrese a casa?
—Anoche... después de nuestra discusión, ella tomó parte de su ropa y se fue. Yo... creí que había ido contigo. A tu casa.
Arthur negó.
—No he visto a Evelyn desde ayer por la tarde, cuando la dejé en la puerta de su casa.
—Pero...
—¿La has llamado?
—Su móvil está apagado. —Al menos eso no era una mentira. No me sentía cómoda diciéndole que todas las evidencias de su relación con mi hermana estaban en mi poder—. Por eso he venido, supuse que estaría aquí, trabajando.
Mi tío sacudió la cabeza.
—No. Ayer me dijo que hoy debía entregar su reporte de pasantías en el instituto.
—Entonces es ahí donde debe estar —dije con la voz temblorosa.
Un mal presentimiento ya comenzaba a apoderarse de mi cuerpo. Y este se acentuó después de haber recorrido toda la institución educativa en forma de castillo y no dar con ningún rastro de ella. Ninguna de sus amigas la había visto y no había nadie más con quien ella pudiera haber ido la noche anterior.
En ese momento supe que definitivamente algo andaba mal.
Arthur pareció pensar exactamente lo mismo, porque su rostro se fue volviendo cada vez más pálido y su actitud hacia mí mucho más hostil.
—¡Esto es tu maldita culpa, Angelina! —me gritó cuando entramos de nuevo a su auto. No quería estar en un lugar tan cerrado y diminuto con él, pero no tenía otra opción si quería encontrar a mi hermana—. Que Evelyn haya salido anoche de la casa sin ningún tipo de protección es tu culpa, maldita niña estúpida. —Golpeó el volante con tanta fuerza que di un salto sobre mi asiento.
Los ojos se me llenaron de lágrimas, pero me negué a llorar frente a él a pesar de que tenía razón. Todo era culpa mía. La noche anterior había sido tan cruel y fría como ella misma lo había sido infinidad de veces conmigo.
Pero esa no era yo. Solo era el reflejo de mis resentimientos.
Apreté los labios y respiré profundo antes de volver a hablar.
—No podemos quedarnos aquí sin hacer nada —le dije—. Debemos denunciar su desaparición a la policía.
Los ojos azules de Arthur me miraron con auténtico terror.
—Si a Evelyn le ha sucedido algo, te juro que...
—Deja tus malditas amenazas para otro momento —lo corte, contagiada de sus emociones—. Mejor llévanos a la estación de policía. ¿O es que no sabes que cada segundo cuenta en estos casos? —Él pareció dudar, pero finalmente asintió.
—Ruégale a todos los ángeles para que tu hermana aparezca sana y salva, Angelina —me advirtió con los ojos oscurecidos—. Ruégales.
Un segundo después encendió el motor.
Y esa es la última vez que Arthur y yo compartimos un tiempo a solas. Después de ese día mi vida se convirtió en un tormento de angustia, llanto y desesperación.
Fue él quien pagó cantidades exorbitantes de dinero para que las autoridades no suspendieran la búsqueda de mi hermana. Mi padre, tan ajeno a la realidad, prometió estarle agradecido eternamente a su hermano por su generosidad.
Pero de nada valieron todos sus millones.
Pasaron cuatro años durante los cuales me dediqué a estudiar y a guardar el secreto de mi tío, aunque sospechaba que él escondía muchos más.
Sin embargo, no tuve la oportunidad de preguntarle por ellos. Durante las reuniones familiares que le siguieron a la aceptación de que mi hermana no regresaría nunca, Arthur me miraba con un desprecio infinito y deliberadamente se escabullía al intuir mis intenciones de acercarme a él.
Pude haberlo enfrentado en sus oficinas, pero sinceramente me aterraba la idea de estar a solas con él. Parecía que los años solo lo habían vuelto más oscuro y peligroso de lo que había sido cuando Evelyn seguía estando entre nosotros.
Su negocio, aun así, siguió prosperando, expandiendo sus sucursales por todo Reino Unido. Y como sucedía cada vez que una nueva sucursal se aperturaba, había una celebración para la que mi familia siempre estaba cordialmente invitada.
Yo solía evitar cada una de aquellas fiestas, pero mis padres insistieron en que fuéramos a esa para celebrar que finalmente tenía en mano mi título de licenciatura en periodismo.
—Complace a tu padre, cariño —me dijo mi madre, acariciando mi mejilla—. Él siente que, si no puede pagar por una fiesta para ti, al menos te alegrará asistir a una.
Le sonríe porque no tenía corazón para negarme. Llevaba los últimos años dedicándome a intentar hacer felices a mis padres. Hasta en lo más mínimo.
Puede que fuera el remordimiento, carcomiéndome. Recordándome que era culpa mía que ellos hubieran perdido a una hija.
De cualquier forma, no podía arrepentirme de haber asistido a la celebración en el Royal Lancaster Hotel, no cuando fue aquella noche la que me condujo finalmente a una pista real sobre el paradero de mi hermana.
Los ojos marrones de la chica que me confundió momentáneamente con Evelyn, después de que por accidente derramara mi copa de champagne sobre su vestido, son algo que nunca voy a poder olvidar.
Enseguida se habían llenado de lágrimas.
Gracias a ella terminé descubriendo la existencia de aquella bodega de Brixton en la que Arthur parecía almacenar más que telas para la fabricación de trajes costosos.
—¿Entonces, Evelyn te dijo que esa noche Arthur tenía asuntos que atender en la bodega? —le pregunté después de haber intercambiado una dosis previa de información en el baño de damas.
Resulta que yo no había sido la única en conocer los detalles de la retorcida relación que mantenía mi hermana con nuestro tío. Anna también estaba al tanto de todo. Eran amigas.
—Así es. —Asintió—. Yo sabía que el jefe estaba metido en cosas ilegales. Sus cuentas lo delataban, aunque me hiciera maquillarlas pensando que yo era demasiado tonta para notarlo. Pero te juro que si hubiera tenido idea de que la razón por la que Evelyn salió de su casa aquella noche había sido por la discusión que ustedes tuvieron respecto a él, créeme que en el primer lugar que le hubiera pedido a la policía que buscaran habría sido ese.
Sus ojos tenían un brillo que solo podía corresponder al dolor por la pérdida de una vieja amiga.
—Entonces, si mi hermana salió de casa esa noche dispuesta a refugiarse con él, es allí donde tuvo que haber ido a buscarlo en primer lugar... —Las palabras abandonaron mis labios en un susurro, casi lejano.
—Estoy segura de que así fue. —Anna asintió—. Es lo más lógico.
Ella tenía razón. Y a la noche siguiente yo ya estaba pisando el lugar.
—Oye, tú, ¿qué estás haciendo ahí? —La voz gruesa de un hombre consiguió sobresaltarme mientras intentaba espiar por una de las ventanas mugrientas del callejón.
Maldije por lo bajo y me volví procurando mostrarme calmada. Un tipo alto, moreno y fornido apareció entre las sombras. Llevaba vaqueros rasgados y una franelilla blanca a pesar del frío otoñal que estaba haciendo. Alcancé a distinguir un tatuaje de media luna en su brazo derecho cuando la luz mortecina de la farola lo iluminó.
Yo intenté mantenerme en la oscuridad.
—Te hice una pregunta. —Se cruzó de brazos.
—Yo... estoy aquí por trabajo. —Le dediqué una pequeña sonrisa, y esa fue la primera vez que agradecí llevar cuatro años perfeccionándome en el arte de la mentira.
—¿Eres una las putas que se va Nueva York esta noche? —Parpadeé un par de veces después de escucharlo, pero algo dentro de mí me dijo que debía asentir con la cabeza.
—Sí. —Tragué saliva—. Lo soy. Perdona, es que no encontraba la entrada.
Sus ojos oscuros se quedaron analizándome por un par de segundos. Temí que me reconociera. Después de todo la cara de mi hermana había estado por un año en las noticias de todo el país.
—Tranquila —dijo finalmente—. Vamos. Sígueme.
Y eso hice. Seguí a un completo y aterrador desconocido a través de un callejón oscuro y escalofriante hacia el interior de una bodega textil que tenía más seguridad que una cárcel.
Unas lámparas enormes colgaban del techo, proyectando una luz amarillenta que iluminaba largas mesas atestadas de productos fármacos. Un grupo de personas con batas blancas y guantes se encargaban de clasificar y envasar las píldoras en frascos de un amarillo traslucido con una etiqueta blanca sobrepuesta.
A simple vista parecían medicamentos de esos que suelen recetar los psiquiatras. Pero no tuve mucho tiempo para detallarlos porque en eso el grandote me condujo por un pasillo colindado por celdas donde yacían mujeres en condiciones enfermizas.
Cuando me vieron comenzaron a gritarme, rogándome por ayuda. Una de ellas estiró una mano a través de los barrotes para tocarme, pero el hombre fue más rápido, sacando una especia de barra metálica de su cinturón y golpeando con tanta fuerza el ante brazo de la mujer que casi pude escuchar el sonido de sus huesos al quebrarse.
Ella largó un grito de dolor y se echó hacia atrás agarrándose el brazo con una mano protectora. Sus ropas estaban sucias, desgarradas y manchadas de sangre.
Mi estómago estuvo a punto de devolver la cena sobre la espalda del moreno.
—Si intentas tocar de nuevo la mercancía del jefe, te mato, maldita puta —le siseo a través de las rejas. Ella le mostró los dientes como un animal salvaje, pero él la ignoró y se volvió hacia mí con una sonrisa—. Disculpa por eso. A veces olvidan cómo comportarse.
Estaba perpleja, pero conseguí la forma de asentir.
—No pasa nada —dije, aunque el pánico ya comenzaba a apoderarse de mi cuerpo. Aparté la mirada de la mujer sintiendo el corazón acelerado—. ¿El jefe estará aquí esta noche?
—Oh, no —dijo—. Me dejó a cargo a mí. —«Gracias al cielo» pensé. Él echó una mirada hacia atrás como si me hubiera escuchado—. Tranquila, ya todo está arreglado con los rusos.
—Perfecto.
—Puedo ver por qué te escogieron. Eres elegante.
—¿Lo soy? —El tipo soltó una risita ronca—. Eh, digo, sí, lo soy. Soy muy elegante.
—Y hermosa. Justo como le gustan a Antonella, según tengo entendido. —Quise preguntarle quién mierda era Antonella, pero de nuevo me limité a asentir—. ¿Traes todos tus documentos?
—Sí —respondí, suponiendo que se refería a mi carnet de identificación y a mi licencia de conducir—. Los traigo.
Él abrió una puerta al final del pasillo y me invitó a pasar. Era una habitación amplia, de techos altos, y muebles modernos. Al menos treinta mujeres se encontraban en el lugar. La mayoría de ella vistiendo faldas y vestidos.
—Espera aquí —me ordenó el moreno—. Sergei no debe tardar en llegar. Socializa un poco con tus futuras colegas. —Me guiño un ojo y cerró la puerta al abandonar la habitación.
Me sentí desnuda cuando me volví y noté al menos una docena de miradas escrutadoras sobre mi cuerpo. Me aclaré la garganta y me senté junto a la chica que parecía ser la menos hostil de todas.
Era la más menuda. Como una muñeca rubia de porcelana.
—Hola —le dije con una sonrisa—. Me llamo An... Annabelle. ¿Y tú?
Ella me miró a través de sus ojos amarillos, desconfiada.
—Soy Lily —respondió en un susurro.
—Pareces nerviosa, Lily. —Ella tragó saliva y se encogió de hombros.
—¿No lo estás tú?
—¿Por qué lo estaría? Todas esas chicas parecen tan... amables —bromeé.
Vi mi éxito reflejado en su pequeña sonrisa.
—No sé por qué estás aquí, pero yo no lo estoy por voluntad. —La miré con curiosidad.
Todas las demás chicas en la habitación parecían estar tranquilas con la idea de ser llamadas putas y estar esperando por unos rusos que se las llevarían a Nueva York.
—Si no estás por voluntad, ¿entonces qué haces aquí? —Lily me dedicó una mirada que casi me parte el corazón.
—Tengo que pagar una deuda. —Se encogió de hombros—. Era esto o ser la esclava de un árabe. Así que escogí el burdel de los italianos en Nueva York. Siempre me ha gustado esa ciudad.
«Nueva York»
Respiré profundo, siendo consciente por primera vez del mundo oscuro y perverso que se ocultaba bajo el poder y el dinero, pero al mismo tiempo, sintiendo que había encontrado al fin un lugar donde comenzar a buscar.
Durante los quince minutos siguientes intenté sonsacarle a Lily de forma experta y disimulada más información sobre el lugar al que iríamos en Nueva York. Claramente «Insomnio» es un nombre que jamás podría olvidar, llevaba sufriéndolo por cuatro años. Tampoco pude pasar por alto el hecho que la familia Ivanov exportaba de forma frecuente mujeres desde Reino Unido hacia América.
Y siempre las recogían en el mismo lugar: aquella bodega de Brixton.
La bodega de mi tío Arthur.
De pronto se escucharon pasos al otro lado de la puerta y todas las mujeres comenzaron a susurrar que los rusos habían llegado mientras se acomodaban las faldas y los escotes.
Incluso Lily lo hizo.
No tenía idea si todas ellas debían pasar por un proceso de selección antes de ser embarcadas en el conteiner que las llevaría a cruzar el atlántico como si no fueran más que mercancía de exportación a bordo de un buque de carga, pero tampoco me importó. Tenía que huir de ese maldito lugar.
Localicé una puerta a la derecha y me escabullí con cautela a través de ella, pero antes de cerrarla logré ver a un tipo rubio a entrando en el salón. Las chicas sirvieron como una pared para evitar que sus ojos se encontraran con los míos, pero guardé su rostro en mi memoria hasta el día que volví a verlo, tres años y medio después, nadando en su propio río de sangre.
Sin embargo, aquella noche yo no tenía idea de lo que el destino me deparaba. Creí que haber salido de aquella bodega totalmente ilesa había sido una victoria.
Al día siguiente ya estaba contando todos mis ahorros y diciéndole a mis padres que había conseguido un puesto de trabajo en la ciudad que nunca duerme.
Una semana después embarqué en el avión que me traería directo a mi tan anhelado reencuentro con mi gemela perdida.
Pero para poder conseguirlo... para eso tuve que hacer algo que odio tener que recordar.
Algo que me hizo entender que mi cuerpo es un templo digno de veneración, pero que también es un arma letale di seduzione.
Y es precisamente eso lo que trato de recordarme cuando salgo de la ducha y limpio el vapor que se ha acumulado en el espejo.
Mis ojos hinchados me devuelven la mirada a través de mi reflejo. Respiro profundo y me prometo a mí misma que esta será la última vez que voy a llorar.
Fui hija, hermana y mujer mucho antes conocer a Angelo Lombardi, no pienso permitir que él me haga olvidarme de quien soy. No de nuevo.
Sé que no puedo erradicar estos malditos sentimientos, pero tampoco voy a dejar que me controlen.
Observo de nuevo mi pálido reflejado en el espejo y decido regalarme una sonrisa.
«De vuelta al juego, Angelina White»
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