C A P Í T U L O 27. «¡UCCIDIMI, FOTTUTO BASTADO!»

¡UCCIDIMI, FOTTUTO BASTADO!

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Frío.

Ese maldito lugar estaba demasiado frío... y oscuro.

—Mira, angelito. —Una enorme mano lo apretó por el rostro hinchado y ensangrentado debido a los golpes—. Mira lo que has ocasionado.

El chico miró hacia la pared de cristal que estaba frente a él, pero no pudo ver más que su propio reflejo.

Sus brazos suspendidos hacia el techo y amarrados con pesadas cadenas, su torso desnudo y delgado mostrando las marcas sucias y sangrientas de los latigazos, uno de sus ojos, prácticamente cerrado por la hinchazón, y el resto de su rostro tan desfigurado por los violentos ataques que incluso para él, ese reflejo parecía ajeno.

Casi irreconocible.

«Ese no soy yo» Se dijo en una y otra vez, pero su corazón confirmó lo contrario al saltarse un latido cuando las luces de aquella habitación se encendieron y a través del cristal pudo ver a tres mujeres, atadas una al lado de la otra en unas sillas viejas y oxidadas.

Las tres estaban vendadas, amordazadas, y tenían una 9mm apuntando en dirección a sus cabezas, pero aun así Angelo era capaz de reconocerlas.

Porque ellas eran... todo lo que le quedaba en el maldito mundo.

Y ahora esos mal nacidos estaban a punto de matarlas.

—Dannato bastardo —consiguió pronunciar en dirección a Valentino, quien sonreía, complacido con su reacción. Con el miedo y la cólera que se veían reflejados en sus ojos verdes llenos de motitas grises—. Déjalas ir, maldita sea, déjalas ir o te juro que yo...

—¿O tú qué? ¿Vas a matarme? —El pelinegro bufo—. Estás más muerto que vivo, angelito. Pero antes de partir vas a ver a esas tres morir ante tus ojos.

—¡No! —gritó con tanta fuerza que le dolió la garganta. La tenía tan seca como esos labios que recibían menos de un litro de agua al día. Solo lo suficiente para no morir deshidratado, pero demasiado poco para que su cuerpo no se fuera deteriorando poco a poco. No habría resultado tan divertido para Valentino de no ser así—. Por favor, déjalas ir.

Y esa fue la primera vez en dos meses que Angelo le rogó. Sus ojos regresando a las tres mujeres más importantes de su vida porque no podía soportar la arrogancia y satisfacción que derrochaba el rostro de su enemigo.

—¿Qué harías si te dijera que tienes la oportunidad de salvar a una de ellas, angelito? —Velentino inclinó la cabeza, viendo con curiosa diversión la forma en la que ellas se removían sobre las sillas—. Solo a una.

Angelo lo miró, sorprendido e indignado en partes iguales. Si el último de los Rinaldi quería vengarse de él matando a cada miembro de su familia, tan como él mismo había hecho con la suya, lo entendía.

Pero que le diera la oportunidad de salvar a una de ellas...

De elegir entre su madre, su hermana, y su mujer...

Eso era peor que todos los azotes y las quemaduras con hierro ardiente que le atizaban la piel.

Eso era una nueva forma de torturarlo.

—Bastardo —escupió con las pocas fuerzas que le quedaban.

Todo su maldito cuerpo dolía. Y, aun así, nada era peor que verlas a ellas ahí, al otro lado del cristal. Tan cerca y tan lejos de él.

Angelo no sabía exactamente cuántos días llevaba ahí encerrado, pero estaba consciente de que eran muchos.

Y aunque nunca les demostró a sus enemigos lo destrozado que estaba —en todos los putos sentidos—, solo esperó durante todo ese tiempo que su familia estuviera bien.

Que su primo las estuviera cuidando.

Pero en ese momento cualquier esperanza acababa de ser pisoteada.

Y ahora debía tomar una decisión.

El cuerpo de su hermana pequeña temblaba sobre la silla. Frágil y pequeño. Angelical y aterrado.

El de su madre se mantenía impasible. Tranquilo. Como el de alguien que conoce su fatídico destino y lo espera con elegancia.

Y el de su mujer... el cuerpo de la chica por la que puso a arder el mundo, estaba pidiéndole a gritos que la volviera a salvar.

—Vamos, Lombardi. —Valentino le cogió la cara con una mano, interponiéndose entre él y las mujeres—. Puedes salvar a una de ellas. Sus vidas están en tus manos ahora.

—Déjalas ir —repitió, casi en un ruego que lo hizo sentir repulsión de sí mismo. Vergüenza.

El menor de los Rinaldi puso los ojos en blanco, soltándolo de mala gana.

—Tienes un minuto para escoger a una, Angelo. —Esta vez no había diversión en su voz—. De lo contrario las tres van a morir, y te quedarás aquí para ver sus sesos salpicados sobre el cristal.

Angelo apretó la mandíbula, ignorando el dolor que ese esto le producía. No estaba listo para enfrentarse a una decisión como aquella. No estaba listo para ver a ninguna de ellas morir. Nunca lo estaría.

¿Qué habría hecho Giovanni Lombardi de estar en su posición? ¿A quién salvaría?

—¡Mátame a mí, maldita sea! —Las cadenas tintinearon cuando él se lanzó hacia adelante con fuerza.

Sus pies rastrillaron el suelo rustico que tenía debajo cuando la gravedad lo tiró de nuevo hacia atrás.

Velentino sonrío.

—Te quedan treinta segundos —dijo antes de hacerle una señal a los hombres para que le quitaran en seguro a las armas.

—¡Uccidimi, fottuto bastado! —volvió a gritar, en italiano está vez. Desesperado y aterrado en partes iguales.

«Mátame a mí»

El corazón le dolía como si estuviera comprimiéndose, endureciéndose. Nunca en la puta vida se había sentido de esa manera.

Su padre siempre le había enseñado que para sobrevivir en la mafia tenía que tener un corazón de piedra. Pero jamás creyó que para lograrlo tendría que soportar la peor de las torturas.

Esa que no va dirigida a tu cuerpo. Esa que te destruye desde el interior. Manipulando tu mente. Corrompiendo tu alma.

—Vamos, angelito. Esto es lo más benevolente que puedo hacer por el asesino de mi familia. Solo dame un maldito nombre. —Valentino daba vueltas alrededor de su cuerpo, pero para agregar lo siguiente, se colocó a su espalda y le susurró en el oído—. Te quedan quince segundos, boss.

La carcajada burlona del hombre solo consiguió enervarlo más.

—Dannazione —Angelo maldijo en su idioma con la frente llena de sudor y sus ojos fijos en ellas.

—Cinco —Velentino comenzó la cuenta regresiva. Su corazón palpitó con más fuerza—. Cuatro. —Un parpadeo doloroso—. Tres. —Una exhalación pesada—. Dos. —Un «Lo siento» atorado en la garganta—. Un...

—¡Evelyn! —gritó finalmente, cerrando los ojos con fuerza—. Deja que ella viva.

Y luego, el impacto de las balas travesando el cráneo de la niña y su madre.

Valentino se echó a reír con tantas ganas que Angelo tuvo que abrir los ojos, temeroso, demasiado débil para afrontar los hechos.

Para afrontar su decisión.

Encontró a la mujer con la que se había casado removiéndose sobre la silla frente a un cristal, uno que estaba bañando con el mismo líquido carmesí que le había salpicado la cara. A su lado, dos cuerpos inertes, con las cabezas gachas y los cabellos rubios chorreantes de sangre.

«Mio Dio perdonami» Le pidió a Dios sin más remedio, y el vómito que acompañó su plegaria vino un segundo después.

—Angelito, angelito —canturreó Valentino, tirándole del cabello para levantarle la cara. El fluido de su propia bilis se le deslizaba por las comisuras—. Me das tanto asco.

Angelo no contesto. No tenía fuerzas. Solo quería echarse a llorar como el niño que un día había sido. Ese que corría tras las faldas de su madre cuando su primo Matteo le hacía trampa en algún juego.

Pero su madre ya no estaría más. Y él no pensaba llorar frente al maldito que acababa de matarla.

—Sacrificas a tu propia familia por una puta —continuó Valentino, señalando a la única chica que había quedado con vida. Eso antes de realizar una seña para que los hombres al otro lado le quitaran la venda y la mordaza del rostro, consiguiendo que Angelo se tensara al instante—. Y encima una puta cualquiera —añadió con una carcajada.

La mujer al otro lado tenía los ojos azules y los labios ligeramente más finos que esos a los que él acostumbraba besar, no obstante, lo que más lo impactó fue escuchar las palabras que salía atropelladas de su boca.

—Отпусти меня, черт возьми. —«Déjenme ir, maldición»—. Клянусь, я ничего не делал. —«Les juro que yo no hice nada»

Angelo consiguió interpretar cada palabra que la chica soltaba en su ruso nativo, y, desconcertado, miró en dirección a Valentino.

—Esa no es...

—¿Tu amada? —El hombre rio, haciendo un movimiento con la mano para que los soldados terminaran con la tarea.

Uno de ellos tomó a la chica por el cabello y echó su cabeza hacia atrás para arrancarle la máscara desde el cuello hacia arriba, revelando el rostro de una mujer que, aunque hermosa, no era ni por asomo Evelyn White.

—¡Hijo de puta! —le espetó Angelo lleno de rabia e impotencia. El maldito se la acababa de jugar.

Las cadenas que tenía en las muñecas se estremecieron con el tirón que le dio, y el techo que las mantenía sujetas consiguió agrietarse, pero ninguno de los dos alcanzó a notarlo.

—Sabía que serías capaz de cualquier cosa con tal de salvar de nuevo la puta con la que te casaste. Incluso si para eso tenías que dejar morir a tu propia hermanita. Una dulce e inocente niña de tan solo diez años. —El chico Lombardi se limitó a apretar los dientes—. Qué hay de tu madre, ¿eh? Sacrificar a la mujer que te dio la vida por una puta que te folla bien. Tu padre ha de estarse revolcando en las pailas del puto inferno por culpa tuya.

—Cállate —Angelo rugió, tirando de las cadenas. Los gritos de la rusa parecían ser la música de fondo en aquella escena llena de odio y tensión—. Cállate, maldito bastardo.

Los ojos le ardían a causa de todas las lágrimas que intentaba no derramar.

—Dime, angelito. ¿El coño de esa puta ha valido todo esto? ¿todas estas muertes? —Se colocó frente a él y le sujetó con fuerza del rostro antes de sonreír—. ¿Sabes qué? No me respondas. Yo mismo voy a ir a comprobarlo una vez que salga de aquí.

—No te atrevas a...

—Sí que voy a atreverme, Angelo Lombardi. De la misma forma en la que te atreviste tú a traicionarnos por ella —Velentino lo interrumpió—. Me voy a follar a tu puta por cada maldito orificio de su cuerpo, como la maldita bestia que soy, con palos y botellas, ganchos y cadenas, hasta que toda mi leche quede impresa en su boca, hasta que ya no quede más de ella que un trozo inservible de carne. Y luego..., pienso entregársela a la Yakuza para que la terminen de destruir. ¿Capisci, angelito?

Angelo tiró con más fuerzas después de escuchar aquello. Con todas las que no tenía.

Y para su sorpresa, el concreto del techo cedió y sus brazos cayeron por la gravedad, de la misma forma que lo hizo Valentino con el peso de Angelo aterrizando a horcajadas sobre su cuerpo.

Él ni siquiera tuvo tiempo a reaccionar cuando ya las manos del chico Lombardi se encontraban alrededor de su cuello, presionándole con tanta fuerza que las largas uñas comenzaban a abrirle la carne.

—Te voy a matar, maldito bastardo —le rugió, apretando con más fuerza—. Te voy a matar.

—Angelo... —consiguió decir Valentino con la voz ahogada, golpeándole los brazos. Sus ojos parecían estar a punto de salirse de sus órbitas, y su rostro ya comenzaba a tornarse morado—. Angelo...

El chico cerró los ojos por un momento. La adrenalina corría libremente por su cuerpo, pero este seguía estando demasiado debilitado para el esfuerzo que hacía.

—Angelo, por favor... —repitió Valentino, pero ya no se escuchaba como Valentino—. Amore..., soy yo. Para... me estás... matan... do...

Él abrió los ojos, y al instante siguiente retiró las manos de la garganta que estaba estrangulando.

Ya no se encontraba sobre el suelo de aquel cuarto de torturas donde durante tres meses se habían perpetrado las marcas que ahora llevaba en la piel, como las de una bestia. Se encontraba en su habitación, a mitad de la noche, sobre su cama.

Y tarde comprendió que quien estaba debajo de su cuerpo no era el verdugo que tantos traumas le había dejado, era su mujer.

Evelyn White.

Y como en tantas otras noches en las que aquellas pesadillas vívidas y sangrientas le asechaban los sueños, había intentado matarla.

☠☠☠

Abro los ojos de golpe con el corazón acelerado y una mano sobre mi cuello, sintiendo una extraña sensación de ahogamiento.

Me incorporo sobre el frío suelo, me apoyo contra la pared, y me llevo las piernas al pecho, abrazándomelas mientras intento volver a respirar con normalidad.

Llevo puesto el mismo vestido rojo que llevaba la noche anterior, cuando Angelo me lanzó aquí como si fuera un jodido trozo de carne para los perros, y tengo tanto frío que temo morirme aquí congelada.

Todas las lágrimas que he derramado en silencio desde anoche me tienen deshidratada y esta habitación tan oscura y pequeña ya me comienza a provocar claustrofobia.

Sin embargo, hay un sistema de ventilación por conductos, por lo que estoy segura que mi falta de aire no puede tratarse más que de un producto de mi imaginación.

O de mis malditas pesadillas.

Cierro los ojos intentando recordar con qué estaba soñando unos segundos atrás, pero en mi cabeza solo aparece un agujero negro. Y no me queda más que la sensación de que sea lo que sé, no me pertenecía.

Como si hubiera estado hurgando en la cabeza de alguien más. En la cabeza de... ella.

Pero hacía mucho tiempo que no me pasaba eso, que no sentía nuestra conexión a niveles tan altos que, ahora que ella ya no está, no me puedo explicar por qué me está pasando.

«¿Qué me estás intentando decir, Evelyn?»

Cierro de nuevo los ojos para calmarme, pero el eco de una voz colándose hasta el interior de la habitación consigue sobresaltarme.

—¿Pesadillas? —pregunta. Se trata de hombre. Y viene de los conductos que tengo a un costado—. Tu respiración acelerada se escucha hasta acá.

—¿Quién eres? —inquiero, sintiendo el corazón martilleándome con fuerza contra el pecho.

—¿Qué hiciste para acabar ahí dentro, bonita?

—No pienso responderte nada si no me dices quien eres primero.

—¿Y cómo puedo confiarte quien soy si no me dices que hiciste para acabar en la cueva de la bestia, amore? —su voz se escucha lejana, pero aparte de ser evidente que es italiano, el hecho de que esté aquí encerrado me hace estar casi segura que...

—Eres Francesco Conti, ¿verdad? —Una pequeña sonrisa se forma en mis labios por la satisfacción de haberlo deducido tan rápido.

«No por nada soy una buena investigadora»

El hombre se queda en silencio por un prolongado período de tiempo.

—Ya conoces mi nombre —dice finalmente—. ¿Vas a decirme el tuyo?

El sonido chirriante del metal al abrirse interrumpe cualquier contestación que pudiera darle.

Un halo de luz roja se cuela de forma parcial al interior de la habitación y un cuerpo alto y lleno de músculos aparece apostado bajo el arco de la puerta.

—¿Matteo? —me pongo de pie, mareándome ligeramente por la brusquedad de mi movimiento.

No he comido casi nada en veinticuatro horas, y mis piernas no parecen responder con la rapidez habitual, enredándose entre ellas.

Matteo se interna de un brinco a la habitación para tomarme de los hombros y ayudarme a mantener el equilibrio.

—Joder, Angelina. ¿Estás bien? —Lo miro, y a esta distancia consigo detallarlo mejor, quedándome de piedra a reparar en todos los moretones y la sangre que le corre por el labio y la nariz.

—¿Estás bien tú? —consigo decir, levantando una mano para acunarle la cara—. ¿Qué mierda te pasó?

La mirada que me dedica contiene una única respuesta, y esta consta de seis simples letras: Angelo.

—Vamos, voy a llevarte a la casa.

—¿Estás seguro? —titubeo—. No quiero causarte más problemas, Matteo, tu primo...

—Que se joda, Angelina —me corta con la voz firme y los ojos azules llenos de determinación—. Voy a llevarte a la casa y punto.

Me coloca un abrigo que ni siquiera había notado que traía consigo alrededor de los hombros, y me abraza mientras me conduce por un pasillo rojo y lleno de puertas hasta al ascensor donde uno de los soldados de Angelo nos está esperando.

Cuando las puertas se cierran y el cubículo comienza a subir, decido concentrarme en el calor que los brazos de Matteo me están proporcionándome para intentar olvidarme de la noche de mierda que pasé ahí abajo, de las pesadillas, del miedo, y del mafioso que me habló hace un momento a través del conducto de aire.

☠☠☠

Una vez que entramos en la antigua habitación de Fiorella, Matteo se interna en el cuarto de baño. Un par de segundos después escucho el agua de la ducha corriendo.

—¿Qué haces? —le pregunto apoyándome contra el marco de la puerta.

Él se gira en mi dirección y traga saliva cuando sus ojos se fijan en mi aspecto. Yo también lo hago, a través del espejo que ocupa la pared a mi izquierda. Tengo el cabello enmarañado, el maquillaje corrido, dándome aspecto de mapache, y la piel sucia por dormir en el suelo.

El vestido, en cambio, sigue estando intacto. Y muy corto.

—Necesitas darte un baño y cambiarte, Angelina —dice, palpando la temperatura del agua con una mano—. Yo iré a conseguirte algo de comer mientras tanto.

Intenta pasar por mi lado, pero lo detengo tomándolo por la camiseta.

—¿Por qué estás haciendo todo esto, Matteo? —Sus ojos parecen anclarse sobre los míos—. ¿Acaso no confías en el buen juicio de tu primo? ¿No crees que yo sea una maldita traidora?

Su mandíbula se tensa.

—Yo creo en las pruebas —me responde—. Y de momento no hay ninguna que apunte a que tú hayas hecho algo para que los federales aparecieran anoche en Euforia.

El agua caliente consigue que la habitación comience a llenarse de vapor, y por un momento toda esa neblina me lleva de vuelta a la noche anterior.

Al sabor de los labios de Angelo sobre los míos, aunque no fuesen mis besos los que él deseara en realidad.

A la imagen de Noah apoyado contra la barra, probando los labios de alguien que no era yo.

Y es que al final resulta que no soy suficiente para ninguno de ellos. Al final lo único que me queda es valerme de mis propias armas para salir de este infierno sin morir en el intento.

—Gracias, Matteo. —Le dedico una sonrisa pequeña, pero sincera—. No tenías que molestarte por mí.

Él acerca su mano a mi rostro y me acaricia la mejilla.

—Te dije que mientras estuvieras aquí, yo iba a estar de tu lado.

—Pensé que solo lo habías dicho porque estabas borracho. No creí que lo recordaras.

Matteo niega firmemente con la cabeza.

—Lo recuerdo todo —dice, acercándose más para hablarme al oído—. Cada una de las cosas que sucedieron dentro de esta habitación, Angelina.

Dejo escapar el aire que estaba conteniendo cuando él se separa.

—Tú también necesitas cambiarte —le digo notando que camiseta está rasgada. No creo que sea el momento adecuado para rememorar nuestro encuentro del domingo pasado. Ni tampoco quiero—. Y curarte esas heridas, Matteo. Estás que das pena.

Él se ríe antes de acariciarme el cabello.

—He tenido peores, en serio. No te preocupes. —Se mueve hacia la puerta. Yo lo sigo.

—¿Vas a decirme lo qué pasó entre ustedes?

Él se vuelve para mirarme con una mano sobre el picaporte

—Pasó lo que tenía que pasar, Angelina. Lo importante es que logré sacarte de la cueva. Ahora lo primordial es que te alimentes.

—Hablas como si me tratara de un animal. —Pongo los ojos en blanco—. En serio, Matteo. Solo dime si haberme sacado a las malas de ese agujero de mierda no va a traernos más problemas con la bestia.

El hombre suspira, acercándose a mí lo suficiente para tomar mi rostro entre sus manos.

—No te preocupes por Angelo, él no va a hacerte daño. Te lo aseguro.

—¿Me lo dices después de que el muy maldito me dejara tirada ahí dentro? —«¿Después de que me humillé para que me diera el mejor puto beso de mi vida?»—. ¿Cómo puedes estar tan seguro? —Me cruzo de brazos.

—Simplemente lo estoy —dice, soltándome y girándose de nuevo hacia la puerta—. Además, él se ha ido. No tengo idea de cuándo va a regresar. Pero dudo que sea pronto.

Me mira como si estuviera esperando algún tipo de reacción de mi parte. No muestro ninguna. Y al cabo de unos segundos abandona la habitación, dejándome sola y con un vacío en la boca del estómago.

«Pero... ¿por qué?».

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Hola, pecadoras.

Aquí un nuevo capi. 

Leo sus reacciones aquí sobre los demonios que atormentan a la Bestia. 

No se olviden de dejar su estrellita.

Besitos ♥

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