CAPÍTULO 7

ELLA ES MÍA

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El chico albino de la otra mesa mantenía la mirada fija en Elizabeth.

Aun sí intentaba controlarse, Meliodas comenzaba a sentirse enfadado con aquella situación. Sus ojos, teñidos por una oscuridad poco común en él, se dirigieron a la bonita chica sentada a su lado; su linda, linda, linda mujer.  Esta reía con fuerza al ver las actitudes de Ban y King, por lo que, aprovechando su distracción, Meliodas tomó una oportunidad para observarla con completo morbo y descaro, perdiendose por más tiempo del debido en sus pechos y en sus pálidas piernas que lucían apetitosas dado lo corto de su falda. 

No podía negarlo, Elizabeth tenía un cuerpo que provocaba erecciones nada más de estarlo viendo.

Procurando ser discreto, se acercó un poco más a ella, dejando escasos centimetros de separación entre ambos. Levantó la vista en dirección a su mesa, viendo que la mano de Elizabeth descansaba sobre esta. Deslizando sus dedos sobre la superficie opaca del tablón, consiguió apresar su muñeca contra la de él; tras su acto sorpresivo, ella detuvo sus risas y se giró a verlo con asombro. Sus mejillas estaban ligeramente pintadas por un polvillo rosado y Meliodas sintió como su cuerpo entero tembló bajo su tacto.  Confiado, la soltó nuevamente, ahora con la intención de sujetar su cintura, atrayendola contra su cuerpo; ambos se estremecieron más poco hicieron por apartarse de ese contacto nuevo y tan poco familiar.

Todo dentro de la mente de Meliodas se volvió un caos y terminó por olvidarse del razocinio que le quedaba. Con firmeza y toda la sensualidad que fue capaz de reunir, usó su mano libre para tomar la barbilla de Elizabeth, forzandola a mirarlo. Sintió sus respiraciones chocar, mientras sus labios se mantenían separados por una nimia distancia, sin que ninguno se atreviera a dar el siguiente paso para quebrantarla. Su boca se desvío a su oído, capturando su lóbulo y mordisqueandolo de manera erótica.

—Elizabeth... — susurró con voz ronca entonces, viendo como la piel de su pareja se erizaba con tan simple acción.

Antes de poder continuar con aquel sexy juego, un mesero del bar se apareció, trayendo consigo una copa con un desconocido licor en su interior. Sonriendo, posó sus ojos en Elizabeth, quien tenía las mejillas enrojecidas y parecía no entender lo que estaba ocurriendo a su alrededor.

—El joven de la otra mesa —señaló hacia el chico albino que se encontraba con sus amigos— le ha mandado esto, señorita. Que lo disfru-

—Vaya, pero que gesto tan amable de aquel hombre —refirió Meliodas antes de permitirle terminar al otro la oración. Tenía las cejas casi unidas por la manera en que fruncía el ceño, mientras sus dientes se apretaban con fuerza entre sí—. Supongo que deberíamos ir a dar gracias. Es más, yo mismo me encargaré de ello. 

Sonriendo de una forma bastante burlona y aterradora, se pusó de pie, acomodando sus ropas y respirando hondo un par de veces antes de tomar la bebida entre sus manos. Con un gesto más tranquilo y menos forzado, miró a Elizabeth, que no podía estar más perpleja por el repentino cambio en su actitud.

—No tardare mucho, preciosa. ¿Sí?

Y sin más, se encaminó hasta la mesa del susodicho, llegando a esta en pocos segundos. Sus amigos reían junto con el admirador no secreto de su mujer por alguna estupidez que habían dicho, pero al verlo, callaron de inmediato, obsequiandole a él toda su atención. Meliodas tan solo agitó la copa entre sus dedos, tratando de buscar las palabras adecuadas para continuar.

—A ver, a ver, a ver —mencionó con lentitud, sin perder de vista el movimiento rebelde dentro del cristal—. ¿No consideran de mala educación tratar de seducir a una mujer casada? Es más, creo que es asqueroso —cuestionó molesto, observando como el cuarteto lo observaba con asombro. 

Meliodas ignoró aquello, sentandose al borde de la mesa antes de proseguir.

—Les contaré una historia, compañeros. Hace no mucho me casé con una mujer que no conocía por capricho de mis padres. Así que, para llevar una relación sana, escribimos un contrato. —Su mano se perdió dentro del bolsillo de su pantalón, sacando una hoja doblada. Se trataba del famoso contrato. Elizabeth lo había dejado olvidado en el hotel durante la luna de miel , así que Meliodas lo había guardado desde entonces. Con una sonrisa que ocultaba su enfado, lo desdobló—. Todos los puntos acordados están bien, pero el ocho, precisamente esa estúpida regla que prohibe el sexo me genera el mismo malestar que estarlos mirando a ustedes. 

Con los ojos nuevamente oscurecidos, miró al albino, quien solo se limitaba a tragar en seco y sudar. 

—¿Te imaginas el dolor de bolas que me causa no poder follar a mi mujer ? Sí, esa misma mujer a la que no has dejado de ver. —Meliodas se mantuvo afligido durante un segundo, pero al siguiente ya se estaba riendo como un maldito desquiciado—. Oh, ¡pero claro que lo sabes! Porque no tendrás esa oportunidad, maldito hijo de perra. —Con el juicio nublado por la ira, arrojó el contenido de la copa al rostro del chico, que no hizo más que apretar los ojos por el ardor y quejarse con un sin fin de groserías—. Así que, de la manera más cordial... —Posandose nuevamente sobre el piso y con la desesperación que había acumulado durante días, Meliodas rompió la hoja del contrato, dejando caer los trozos de este al suelo antes de aplastarlos con el pie—... te exigo que saques esa aberrante idea de tu cabeza, porque no ocurrirá, campeón.

Y sin añadir más, Meliodas regresó a su mesa. King, Ban y Elizabeth habían desaparecido, pero pronto, los encontró en la pista de baile. Hizo un ademán de negación al aire, pintando una blanda sonrisa en el rostro. Tomó asiento en una de las muchas mesas disponibles, manteniendose alejado de la celebración de su esposa y el otro par mientras se volvía consiente de todo lo que había dicho y hecho. Aquel contrato que lo mantenía a raya no existía más, y si era honesto consigo mismo, no se sentía culpable por ello; al contrario, el peso que cargaba sobre sus hombros se había esfumado también.

Súbitamente, la luz se volvió más tenue y la oscuridad reinó. Una nueva canción comenzó a escucharse en el equipo de sonido y Meliodas consiguió identificarla apenas transcurridas unas cuantas líneas: Under my skin, de Sarah Connor. Relajado, tarareó un par de estrofas, cerrando los ojos y disfrutando de aquel momento. Cuando volvió a abrirlos, se encontró con la mejor escena erótica que, hasta entonces, había contemplado: Elizabeth danzaba en la pista, derrochando sensualidad. Sus caderas de meneaban en círculos, de lado a lado, y sus manos recorrían—de manera morbosa—el resto de su cuerpo. Delineó sus curvas, tocó ligera y brevemente sus pechos, acarició su cuello y despeinó sus cabellos, todo sin desprender sus ojos de los de él.

La escuchó entonar la canción en voz alta, usando un tono sexy  a la vez que se encaminaba hasta donde se hallaba. Meliodas se vio obligado a tragar duramente cuando sintió sus piernas a cada costado de sus caderas, apresandolo y dejándolo débil para ella. Sus rostros volvieron a encontrarse por segunda vez en la noche. Continuó con la letra de la melodia, esta vez, murmurando contra sus labios y frotandose contra su entrepierna, haciéndolo gruñir y perder el poco autocontrol que tenía.

—Ví lo que hiciste... —susurró ella entonces, haciendolo sentir nervioso.

—Ese idiota no debió mirar lo que es mío —se defendió, haciendo reír a su esposa.

—¿Lo que es tuyo?

—Eso dije.

Meliodas deslizó sus manos dentro de su vestido, apretujando la carne de su trasero sin pudor alguno y sintiendo entre los dedos el encaje de su fina ropa interior. Elizabeth gimió por lo bajo, mientras mordía su labio inferior con fuerza. Sus mejillas se colorearon de un rojo furioso y sus ojos brillaron inundados de lujuria.

—Ese contrato fue un error desde el comienzo. Y sé que te prometí algo, pero lo cierto es que ya no soporto esto —confesó inhalando fuertemente, percibiendo el aroma a vainilla de la albina—.  Enojate conmigo si quieres, pero esta noche voy a follarte

Fue lo último que dijo antes de besarla. Con brusquedad, sus dedos tiraron de sus hebras plateadas, obteniendo un quejido de su parte. Más aquello no lo detuvo, y parecía que a ella tampoco podía frenarla ya. Ambos pares de labios se tocaron una y otra vez, sus lenguas comenzaron a juguetear en un ritual de fuego, compitiendo para ver quién iba más rápido, más profundo. Las yemas de sus dedos vagaron por la espalda de Elizabeth y las manos de ella se enredaron alrededor de su cuello, forzandolos a mantenerse unidos.

—Lo que me haría enojar de verdad es que no lo hicieras. —Fue el turno de su esposa de confesarse—. Llevo días tratanto de provocarte, carajo. ¡Qué me he tocado todos los días pensando en ti! En esa noche que te vi desnudo, en como se sentirá tenerte dentro de mí. Yo tampoco puedo esperar más. Quiero esto, lo necesito —chilló Elizabeth, tocando la erección de Meliodas.

Él tan solo sonrió lleno de victoria. Separandose, la bajó de de encima suyo, viéndola acomodar su vestido e imitandola al hacer lo mismo con sus pantalones para ocultar lo duro que estaba. Luego, la tomó de la muñeca para arrastrarla con una velocidad sobrehumana hasta la salida. Antes de salir por completo, se giró en dirección de la mesa de aquel chico con ricitos de plata, quien, según sus deducciones, había estado observandolos todo ese tiempo. Arrogante, Meliodas se permitió sonreirle, señalando a Elizabeth y luego, señalandose a sí mismo. 

«Ella es mía», fueron las inaudibles palabras que articuló, más para él que para el resto.

Una vez fuera, se encaminó por un callejón para llegar pronto a su auto, esperando con ansias el momento para, por fin, cumplir sus fantasías.


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Srta. Beth. 24 de septiembre de 2024.

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