CAPÍTULO 4
MANOS A LA OBRA
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King y Diane habían raptado a Elizabeth desde muy temprano. Era domingo por la mañana y era su día de descanso, por lo que decidieron no desperdiciar la oportunidad.
—Chicos, ¿ya me dirán a donde vamos? —preguntó ella curiosa y desesperada, removiéndose una y otra y otra vez en el asiento trasero del auto.
—Deja de impacientarte, Eli; te juro que esto no se trata de un secuestro —la intentó tranquilizar King desde el asiento del copiloto.
—Aunque ese sería un buen plan; así podríamos sacarle unos billetes a tu marido por el rescate —añadió divertida la chica de coletas sin despegar su vista del camino.
—¡Diane, deja eso yo! —la regañó el chico de su costado.
Bueno, ahora ella sí que se estaba preocupando.
—¡Ya estamos aquí! — chilló de forma afeminada el único chico del auto.
Elizabeth asomó su cabeza por la ventana de la derecha, apreciando del enorme edificio que se divisaba en el exterior.
—¿Qué hacemos en el centro comerci-? Esperen, no estaremos aquí por...
—Sí, sí que estamos aquí por eso —aseguró Diane con una sonrisa a pesar de que ella no había terminado la oración.
—Venimos...
—¡De compras! — soltaron emocionados y al unisono ambos castaños, como imitando la escena final de la película "¿Y dónde están las rubias?".
—¡¿Con ustedes?! —refirió Elizabeth con autentico espanto, aferrándose con dedos y uñas a la vinipiel del asiento—. ¡No quiero! ¡Me rehúso! Los gustos de ustedes son... demasiado exóticos.
—Vamos, mujer; te prometo que nos divertiremos mucho —afirmó King tras quitarse el cinturón y darse la vuelta para verla.
—Iremos por vestidos, zapatos... —comenzó a enlistar con sus dedos su mejor amiga.
—¡Lencería sexy y también muchos, muchos condones y juguetes sexuales! —la secundó el otro.
—¡Por eso mismo no quiero ir, voy a terminar con traumas como la última ocasión!
—Eli, deja de llorar y baja del auto o te juro que te bajaré por las malas —sentenció Diane con molestia, cruzándose de brazos.
—Pffff, ya que. Pero por favor, compórtense.
—No lo prometemos —respondieron ambos a la vez antes de tomarse de la mano y caminar por delante de ella.
Sin embargo, contrario a lo que había esperado, aquella salida había sido realmente agradable. King y Diane se estaban tomando muy enserio su labor como maestros del arte de la seducción, mientras que Elizabeth, por su lado, se estaba comportando como una alumna al nivel, tomando notas de todo aquello que podría servirle y aceptando sin prejuicios todos los consejos que sus amigos le brindaban.
Ciertamente, Meliodas no tenía idea de lo que le esperaba.
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El dulce aroma de panqueques y jugo de naranja recién exprimido invadió las fosas nasales de Meliodas, haciendolo parar pronto de la cama aquel miércoles por la mañana. Tras estar listo, salió de su habitación y bajó las escaleras, perdiendóse en el comedor.
Sus ojos se abrieron de par en par al notar la mesa puesta y cubiertos suficientes para dos personas. Con sorpresa y duda, caminó hasta una de las sillas, arrastrandola hacia atrás para tomar asiento en ella.
—¿Meliodas, eres tu? —Luego de varios días, Elizabeth por fin se había animado a entablar una conversación con él, algo que agradecía genuinamente.
—Hasta donde yo sé, no tenemos fantasmas en el comedor de la casa, Eli —refirió él a modo de broma, escuchando una leve risa por parte de su esposa desde la cocina—. Sí, soy yo. Eh, ¿de que se trata todo esto?
—Solo es el desayuno, querido. No esta mal invitarte a comer conmigo de vez en cuando, ¿verdad?
—No, no, para nada. Solo... no debiste molestart-
—No fue molestia para mí —se apresuró a asegurar su esposa, interrumpiendolo antes de concluir la oración—. Así que por favor, toma asiento; en un segundo estoy contigo.
—De acuerdo
Confundido y hambriento, Meliodas acomodó su trasero sobre uno de los bancos libres. Minutos después, el inconfundible pero no tan familiar sonido de un par de tacones resonó en sus oídos, anunciando la llegada de su pareja al comedor.
—Buenos dias, Meliodas.
—Hola Eli, buenos di- —Girandose sobre la silla para encararla, Meliodas enmudeció apenas sus ojos se encontraron con su bonito rostro—. ¿E-Elizabeth? P-pero, ¿que te-?
—¿Qué , esto? —dijo ella con simpleza—. Hace días decidí renovar mi armario. ¿Qué dices? ¿Te gusta?
Dio una vuelta completa, dejándolo apreciar ese vestido de color negro ciñiendose de manera sensual a su cuerpo, cuyo escote permitía obtener una vista exquisita de sus prominentes pechos y cuyo largo apenas bastaba para cubrir la blanca piel de su trasero.
Santa cachucha, ¿todo eso siempre había estado ahí?
—P-pues... —titubeó cuando su vista se posó en sus amplias caderas y sus redondas nalgas—. Te ves increíble, es decir, esta increíble. El vestido, ya sabes —acotó tras deslizar sus ojos por el largo de sus blancas y torneadas piernas, deteniendose en los altos zapatos de tacon rojo y subiendo de nueva cuenta para observar un poco más el área de su busto.
Sin poder evitarlo, su cabeza se llenó de pensamientos poco castos, provocandole un cosquilleo que lo recorrio de arriba a abajo y que terminó por concentrarse en su entrepierna.
—¿Meliodas, esta todo bien? —habló Elizabeth, sacandolo de su burbuja.
—¿Eh? ¡Si, si, por supuesto! —afirmó con nerviosa rapidez.
—¿Seguro? —Caminando de forma lenta y seductora, su esposa llegó hasta él, posando una de sus manos sobre su frente y deslizandola hasta que se encontró en su mejilla—. Es que estas tan rojo y... tan caliente justo ahora. ¿Acaso tienes fiebre?
—¿Fie-fiebre..? —Ella asintió, sin apartarse de él e inclinandose más en su dirección, ocasionando qué sus rostros se encontrarán realmente cerca y haciendo chocar sus respiraciones—. ¿Necesitas... que te ayude con algo? —añadió relamiendo sus carnosos labios, dejando escapar un tenue jadeo.
—Quizá sí —gruñó sin pensar Meliodas, lleno de excitacion y perdiendose en el brillo lujurioso de sus ojos azules.
Justo cuando estaba dispuesto a abalanzarse sobre ella y darle hasta dejarla como bambi recién nacido, un choque contra la realidad lo hizo recobrar la cordura.
—El contrato... —susurró, tomándola por los hombros para apartarla con inconsciente brusquedad.
—¿M-Meliodas?
—Lo siento. Es tarde y debo ir a trabajar —respondió él con su más radiante sonrisa, soltandola con más delicadeza y dirigiendo su atención al vaso de jugo antes de tomarlo y beber todo su contenido de un solo trago—. Gracias por el desayuno, deberíamos hacerlo más seguido, ¡buen día!
Estaba por salir corriendo rápidamente de ahí cuando su delgada mano lo sujetó por el brazo, atrayendolo hacia ella con cierta posesión.
—Yo tambien debo irme —dijo con calma y serenidad Elizabeth, obsequiandole un beso en la mejilla y marcando con ese fino labial color rojizo su piel—. Hoy es jueves, así que te veo mas tarde en la heladería de Elaine. ¡Buen día para ti también! —Incapaz de articular palabra, Meliodas solo asintió con la cabeza a modo de afirmación.
Luego, la vio perderse en la puerta principal antes de escuchar su auto arrancar. Olvidando por completo su prisa por llegar a la oficina, Meliodas se escapó cual rayo por las escaleras, llegando a su habitación y cerrando la puerta a sus espaldas con un fuerte golpe.
—¿Qué fue eso? ¿Qué mierda fue eso?
Su pecho subía arritmicamente, exponiendo su agitada respiración, la cual se desajustaba más al recordar que, por condiciones del contrato, deberia reunirse con esa candente mujer más tarde.
—No, no, no, ¡alejate de mi, Rey Demonio! ¡No voy a caer en tus provocaciones! Yo soy hijo de las diosas, ¡hasta bautizado estoy! —recitó antes de correr al baño, desvistiendose y metiendose al agua helada para controlar su "fiebre".
A quien sea que este allá arriba, si lo estaba escuchando, ojalá que lo ayudará a no caer en tentación y cumplir con la regla 8 del contrato, amén.
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Srta. Beth, 11 de julio de 2024.
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